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El carisma del toro y del torero

El español José Garrido cumplió con las expectativas de la afición, mientras los colombianos José Arcila y Luis Bolívar trataron de estar a la altura.

Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador
06 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
El torero José Arcila (izq.) recibió una oreja y el torero Luis Bolívar (der.). /EFE
El torero José Arcila (izq.) recibió una oreja y el torero Luis Bolívar (der.). /EFE
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La segunda llegó empujada por el viento de cola que la novillada y la primera corrida de toros de la feria le dieron: los tendidos habían estado llenos, los encierros habían cumplido y los toreros habían puesto voluntad. Se abrió entonces la segunda con alegría, con lleno total, menos el clarito de cemento de sombra muy tapado por el abono joven, una institución en Manizales que permite que los nacidos después de 1991 tengan un descuento significativo para ir a los toros. La plaza estaba llena a la hora del himno de Manizales, que todo el respetable entona con temple y no con la palidez y el desgano con que se murmuran las decadentes estrofas inventadas por el señor Núñez para celebrar la victoria contra los liberales en la guerra de 1884. Llena y con ganas. En el sorteo del encierro del Capitán Barbero se habían visto toros bien presentados, acastañados y quinqueños la mayoría, que dieron la sensación de un promedio de 570 kilos. Todos grandes, como merece la conocedora afición de la plaza.

Luis Bolívar venía de sacarse la malhadada “espada de general” que había dejado en su último toro de la corrida del martes, cuando la suerte y un extraño del toro le quitaron las orejas que a ley tenía ya en la chaquetilla. Con ímpetu recibió Bolívar el primero de Santa Bárbara, llamado Rabioso, con 448 kilos de un pelaje castaño chorreado. Los lances de Bolívar insinuaron que el toro, que parecía acucioso, no le había gustado. El torero debe mirarles los ojos a los toros y el público debe mirárselos al espada para saber por dónde van a ir las suertes. Yo vi a un Bolívar desencantado, pese a como dicen los entendidos que había estado en la corrida anterior. Parecería como si el toro se le estuviera pasando su nombre al torero. Rabioso dio pelea en varas, pero a la hora de los quites, se mostró desinteresado. Haciendo de tripas corazón, Bolívar hizo una buena tanda prendido a las tablas dándole confianza al castaño, que al final salió de las suertes desparramando la mirada por los tendidos. Y así siguió Rabioso sin darle a Bolívar el juego que buscaba y la faena que necesitaba para mostrar el buen sitio en que está.

A José Arcila, el torero de la casa, le salió al galope un Capuchino de 450 kilos, de cara seria, que se fue con un refilonazo en los lomos a embestir en los medios, donde el torero lo adornó con unas cacerinas preciosas. Las banderillas pasaron sin pena ni gloria, pasaron. Pero Arcila recuperó el ánimo de los tendidos con un cambiado por la espalda muy ajustado y rematando con la muleta por detrás. Para mí, pases siempre meritorios porque hay un instante en que el torero le pierde la vista al toro. Pases de pura fe. Arcila cuajó su faena con inteligencia y aprovechando la tendencia del toro a humillar. Por eso logró una tanda de naturales que hizo sentir al entendido de Manizales que tenían torero. Con la derecha llevó a Capuchino con dulzura y entrega y rematando con forzados de pecho que tocaron los machos del traje de Arcila. Espada ladeada, pero suficiente. Una oreja. Arcila es un torero.

A Garrido se le esperaba con esas ganas que todo espectador tiene de decir el día de mañana: “Yo lo dije, iba para figura”. En España está mostrándose y sacando palmas y orejas. En Manizales le correspondió un castaño oscuro de 446 kilos. “Muy Santa Bárbara”, dijo mi vecina. Un toro bien hecho que galopó y al que Garrido recibió con tres verónicas a pie junto y una media verónica que se quedó suspendida en los tendidos como una gigantesca mariposa. El toro peleó con el caballo. En quites, Garrido se enroscó el capote a la cintura con tres chicuelinas ajustadísimas. Brindó al público y salió con seguridad, muleta en mano, a torear a media altura, dando tiempos, midiendo distancias y sacándonos el aire del pecho con tres forzados muy temerarios. Naturales al descubierto, cites por la espalda, pases y pases hasta agotar sin necesidad lo que el toro traía. Espada delantera. Aviso y descabello fulminante.

Bolívar de nuevo. Toro de miedos: negro, bien armado, atento, buscando pelea. Peleó en varas como sus hermanos, pero el torero andaba de malas pulgas. Brindó a los jóvenes y comenzó con una serie de derechazos templados, largos, ligados, que nos devolvieron el alma al cuerpo y al torero su confianza. El toro humillaba, metía la cabeza, repetía con nobleza. Se sintió que el minuto de gloria de Bolívar andaba en la plaza. Cambió de mano, un zapatillazo en la arena innecesario y destemplado pareció –digamos– haber sido mal interpretado por el toro y el soberbio Santa Bárbara se vino abajo. Y con el presagio, Bolívar también se vino abajo. Cosas extrañas suceden en una corrida. Nada tuvo que ver la zapatilla con el toro, pero Bolívar, de hecho, renunció a levantar su ánimo, y el toro –el mejor del Capitán Barbero– lo copió. Estocada caída y tendida. Abulia en los tendidos.

Segundo de Arcila: Comedor, 450 kilos, castaño claro, astifino, bien hecho. Recibido con gaoneras aplaudidas. Un torero sin agenda, inspirado, transmite al público algo del ángel que revoloteaba. En la suerte de varas –yo estaba enfrente– el toro miró con un ojo hacia la barrera y empujó el cacho contrario contra el peto. Inexplicable en ese momento, pero algo en las vistas o en los cuernos tenía el bicho que lo obligaba a hacer movimientos disparatados. No eran extraños, era una especie de atención dividida. De todas maneras, tardeó después de unas banderillas aplaudidas de Jaime Devia y de Héctor Fabio Giraldo. En un pase, Arcila se enredó, cayó a la arena y el toro lo miró sin entender qué pasaba, mientras el torero daba botes para salirse del metro cuadrado donde vive la muerte. Un toro raro, algo torvo y muy peligroso. Comedor paseaba como buscando dónde comer o quizá cómo cazar al buen torero que regresó de México a hacer plaza en su patria. Pinchó, pero la mortal quedó trasera. Agonía con sangre.

El sexto fue un jabonero claro, casi bebeco para unos, de pelaje dorado bajo el último rayo de sol para otros: 448 kilos, quinqueño también. Entusiasmo en la plaza. Mi vecina dijo: “Un toro con carisma”. Que Garrido no entendió por las ganas de atropellar el triunfo. Verónicas de rodilla en tierra. Delantales para llevarlo al caballo y una media verónica soberbia para dejarlo al frente de la pica. Émerson puso unas banderillas aplaudidas y aplaudidas también las de Franco con su salto de tablas con 94 kilos en báscula. Brindó a César Rincón y desencadenó una salva de palmas a la querida figura. Volvió Garrido a la lidia de rodillas. No sé si tratando de complacer al respetable con un gesto de arrojo o tratando de hacerle bajar la cabeza al jabonero. Se puso de pie para terminar la serie con un forzado de pecho que sacó música. Toreó en el centro, pero no logró hacerlo con lentitud y paciencia. El toro se repetía y se repetía con tal ímpetu, que Garrido perdió el temple mientras el público comenzaba a pedir indulto. Una petición que se fue tomando la plaza. La presidencia no cedió y alzándose de hombros, Garrido mató al jabonero con un gran espadazo.

Por Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador

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