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Se ven caminar sobre una acera gris del centro de Bogotá, con pasos cortos, juguetones y ligeros, unos zapatos de payaso gigantes de charol en cuadros blancos y negros. Tal como si se tratara de una película muda, no sólo por el contraste y ausencia de color, sino por los movimientos preciosos, silenciosos, suaves. Por alguna razón, lejos de sentirse fuera de la rutina, la escena se sitúa con naturalidad en las calles del barrio La Candelaria, quizás por la cantidad de historia o porque contrasta con el color de las calles y sus casas. Quizás por cómo este artista se desenvuelve en su propio cuerpo y utiliza sus pies como si estos zapatos fueran su mismísima piel.
Santiago es abordado por un cardumen de niños y niñas que no dejan de darle la mano o el puño al pasar a su lado. Lo saludan, él sonríe, como si sus cejas gruesas halaran sus comisuras. Lo llaman, le gritan y se despiden de él. Puede que se deba a su trayectoria de más de 25 años como actor y maestro, pero sin duda también es por su calidez, por su buena onda, lo que lo hace uno de los personajes más queridos de los alrededores de la Plaza de Mercado La Concordia y el Teatro Santa Fe.
Finalmente, fue aquí donde se acogió el Teatro de los Sueños desde 2003. El teatro que llevaba su nombre, no porque Santiago haya sido quien cumplió su anhelo más grande de convertirse en artista de la pantomima, sino como tributo a la compañía de teatro, del mismo nombre en alemán, con la que él giró por Europa en los años 80 y 90, y que al llegar a Bogotá permitió disfrutar y aprender del arte en las más de 84 obras que montaron. Cumplieron sus objetivos de realizar talleres de creación y circulación de obras, al menos tres por año. “Una época productiva y gratificante porque se hizo arte en todo sentido, musicales, teatro, títeres, danza afro, esculturas y pinturas”, expresa el maestro Santiago.
Unas cuadras más adelante nos encontramos con una aprendiz suya, una joven con orejas de elfo y maquillaje escarchado. Ella traía uno de los álbumes de fotos. Cuando le pregunté por él, con las sombras un poco corridas y los ojitos titilantes, me dijo que lo que más le agradecía fue aprender a no perder la esperanza y a creer que todo era posible desde el arte. Fue claro para mí el profundo cariño y la sensibilidad que él ha logrado transmitir no sólo en las calles del barrio sino en sus clases y el escenario.
Santiago, o Hernán Santiago, como antes lo llamaban, recorrió varios kilómetros en su carrera artística. Al parecer se los gozó e hizo reír a muchos en el camino. Nació en Barrancabermeja, en medio de los campamentos de petróleo donde trabajaba su familia. Fue ahí, en medio de la influencia extranjera, donde tuvo dos grandes maestros de danza, teatro y artes. Este fue el inicio de todo, cuando comenzó su aprendizaje sobre el cuerpo y su ensamblaje con la voz.
Llegó a Bogotá a estudiar ingeniería de petróleos, o al menos eso era lo que creía su familia, pues realmente estudiaba en la que en ese momento era la Escuela Nacional de Arte Dramático. Esto le generó un quiebre con su principal apoyo financiero, lo que lo empujó a realizar sus primeros actos como mimo y a recorrer la ciudad con sus gentes. “Empecé a ser mimo en la calle, arrancaba en la Plaza de Bolívar, pasaba por el Parque Santander, saltaba al frente de Avianca, luego me iba a la Plaza de las Nieves y terminaba en Terraza Pasteur, ese era mi recorrido. El mimo que se iba detrás de la gente. Digo por intuición porque yo nunca había visto que alguien lo hiciera así”.
Su talento y pasión lo llevaron a ganarse una beca con el Instituto Colombiano de Cultura para ir a estudiar a París en la escuela de Marcel Marceau. Santiago se embarcó en una gran aventura: muda y efervescente. Aprendió de su escuela y, por supuesto, también de la ciudad. Santiago se ríe mientras recuerda. Incluso se nota su picardía y complicidad al contarme. Su risa es amplia, con unos dientes alegres y un pelo canoso debajo de una boina de cuero. Tiene ese brillito que se siente cuando se está ante un espíritu juguetón, curioso, explorador y un poco irreverente, justamente lo que le permitió abrirse paso en el extranjero y romper algunos paradigmas culturales para interactuar más con la gente, al contraste de otros artistas de la pantomima. Imagino a Santiago tomándose la ciudad asumiéndola como maestra. Estudiando los gestos, los cuerpos y las formas de un entorno diferente al suyo y dándoles una gran dosis de su carisma irresistible.
Fue en su acto de mimo en la plaza del Centro Pompidou donde recibió una tarjeta de presentación del Teatro de Sueños de Alemania. “Ellos escogen números únicos; el que se traga cuatro espadas, el que camina por los vidrios, el que come fuego, el que monta una cuerda floja, el que da cuatro giros en el aire en el trapecio, y a mí, mi número único, lo que me decía el director, era irme detrás de la gente. Le daba la vuelta, los 360 grados les seguía el paso de frente, buscando el cara a cara. Eso no lo hacía ningún mimo y yo lo hacía por intuición”.
Santiago acompañó a este grupo de teatro a un festival en Alemania y luego quisieron contratarlo por los diez años siguientes. Giró por varios países, montó varias obras. Ver las fotografías de este tiempo es alucinante. Los colores, los maquillajes, las escenografías. Sin duda vivió otras realidades. Las fotografías que más me impactaron fueron unas en la nieve: imágenes surreales, con neones y puestas en escena que quedaban enmarcadas por el blanco y el hielo. Es increíble lo que actuar en silencio y en medio de tanto color puede generar en términos de atmósferas.
Pero en 1992, en un performance, el maestro tuvo una lesión en una pierna, que le dio una incapacidad de tres años. Aún se venda por el frío, eso lo trajo de vuelta a Colombia: estuvo dos años en Barrancabermeja, hasta que volvió a Bogotá, allí llegó a cumplir el sueño de otros y a convertirse en su maestro.
En el 2000, en una bodega desocupada de la Plaza de Mercado de la Concordia, él junto a Álvaro Rodríguez, Pachito Martínez y otros músicos, actores, artistas y pintores montaron el Teatro de Sueños Colombia durante más de diez años, hasta 2015, cuando comenzó la restauración de la plaza. Debido al cambio se fueron a la Estación de Trenes de la Sabana, pero era un lugar inseguro. Luego se fueron de gira hasta que comenzó la pandemia. Y después quisieron volver a tener sede en la plaza, pero los arriendos habían subido y aún siguen en la búsqueda de su espacio, por su teatro.
Terminamos nuestro encuentro con Santiago en un balcón de una casa de La Candelaria, de hecho, una sede de un partido político, donde la sombra de los árboles del jardín y la ciudad eran testigos del performance privado que él comenzó a hacer con tanta fluidez. Una muestra de clown, pantomima y teatro. Hay personas que llevan el arte y la expresión a cualquier rincón de la ciudad a donde vayan. Santiago es un artista de la consciencia y del manejo de su cuerpo y de cada gesto. Se presenta con gracia y presencia.
Es grato sólo verlo caminar, y no sólo por los zapatos de payaso. Incluso es curioso cómo alguien que es maestro en el arte de la pantomima es a la vez alguien que con sus palabras hace reír a carcajadas. Ojalá el Teatro de Sueños pueda encontrar de nuevo un espacio en Bogotá, para seguir cumpliendo muchos otros anhelos de niños, niñas y jóvenes a quienes hoy vi saludar con tanto cariño al maestro Santiago.