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José Tomás: un republicano roza el cielo

Más de 24 mil personas no olvidarán los detalles con que un hombre levantó en la arena dos de las faenas más macizas de todos los tiempos.

Víctor Diusabá Rojas / Especial de Colprensapara El Espectador
17 de junio de 2008 - 03:31 a. m.
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En las afueras de la plaza de toros de Las Ventas son más de las siete y media de la tarde del jueves 5 de junio y se diría que muy pronto serán las ocho. Cuatro hombres, puestos en fila de cara al templo, intentan matar una pena.

Hablan entre sí y no tienen que gritar para hacerse oír. No hay ruido allá adentro. Y si no fuera porque vieron cómo 24 mil personas, con el propio Rey Don Juan Carlos de Borbón a la cabeza, cruzaban ese umbral que para los taurinos divide lo divino de lo humano, apostarían a que todo es ficción.

Sólo que no hay mentira. Por el contrario, para mala suerte de los cuatro, todo es verdad. Hay una plaza llena de la barrera al techo y hasta las banderas se han estrechado para poder caber. Hay seis toros de Victoriano del Río, en realidad ocho serios toros. Hay una banda que, de salida, toca Puerta Grande, el pasodoble más esquivo. Y hay un rey.

Pero por encima de todo hay un torero distinto. Y esa verdad conduce a otra, la peor de todas las verdades que desfilan ante sus ojos, y que ahora imaginan desde ese maldito palco invisible en la explanada de la plaza de toros de Madrid: no tienen una entrada para ver a José Tomás.

Los cuatro (un torero español en activo, un crítico mexicano y heredero de una saga de toreros y dos aficionados madrileños) miran al tiempo el reloj, que sigue su marcha.

En eso andan cuando un hombrecito, de pasos inciertos, se les cruza por la cara:

— Tengo cuatro; cuatro de abajo, les dice, como quien asoma un filete por entre los barrotes de una jaula de leones viejos de algún circo pobre. Ninguno se atreve a preguntar cuánto valen esas “cuatro de abajo”. No hace falta.

El hombrecito les evita la molestia:

— “Mil euros”, dice. Y, enseguida, afina la voz como si no quisiera hacer tanto daño con su oferta: “Mil euros, las cuatro”.

Mil euros o casi tres millones de pesos es mucha plata para ver a un niño (Daniel Luque) jugar, bien, a los toros. Y demasiado dinero para creer en ese viejo duende, más huidizo que grácil que muy de vez en cuando le sigue las pisadas a Javier Conde.


Lo mismo creen quienes están (estamos) en el tendido. Y eso deben pensar los dos señoritos que una hora atrás sacaron billetes gordos hasta contar uno, dos, tres (hay quien dice que cinco) mil euros por un par de barreras.

Pero falta José Tomás. Y todos, no menos los de afuera (que ahora son tres, porque, uno, el mexicano, ha dejado de ser tonto y ahora corre en busca de un lugar en el tendido) saben, sabemos, todo lo que encarna el hecho de que José Tomás venga en camino a lidiar el tercero de la tarde.

Y viene José Tomás. En cuerpo y alma. Para subir, como lo dijo El País, de España, “a los cielos”. Que se ve bien en letras de molde a lo ancho de la página, pero que resulta más diciente en la voz de una señora, con cara de creyente, cuando suelta ante una cámara de televisión lo que primero se le ocurre: “Es como ver torear a Dios”.

Eso no le debe gustar a la Iglesia. Dios no torea. A lo mejor ayuda, pero no torea. Bueno, y si lo hiciese, tampoco se pondría donde se pone José Tomás. A quien, entre otras, no le debe importar si la Iglesia se molesta porque sus fieles, los de José Tomás, le pisen los terrenos a la Santa Madre. A los republicanos eso les tiene sin cuidado. Y José Tomás es torero y es republicano.

No por el simple hecho de pasar por alto esa norma de cortesía que es brindarle el toro a su Majestad, que ese jueves no andaba de Palco real, sino de paisano en contrabarrera. No, José Tomás es de La República, por razones mucho más profundas.

Porque, y ante todo, es del pueblo. A él se debe y para él oficia. Los une, nos une, esa verdad que aflora desde el primer lance en medio de un extraño silencio, que no es más que respeto puro. Apenas retumba en uno de los palcos la voz de un pobre diablo que quiere tapar el sol con el sombrero que lleva un cintillo con nombre de un diario que nunca fue, ni será, republicano.

Entonces las gentes, con sus voces que brotan desde lo más profundo de las tripas, anuncian que hay una faena grande en ciernes, mientras el intruso se tapa hasta caber en el ínfimo espacio de la copa de su cubrecabeza. Y el toro, que lo debe saber también, comienza a pasar cada vez más cerca del vestido azul pavo y oro (¿el mismo del 17 de junio de 2007 en Barcelona?), sin que el peligro extremo obligue a refugiarse al arte puro y mucho menos al valor.

Por el contrario, en esa faena, como en la otra, el torero de La República se pone en medio de la tormenta para hacerlo todo bien, en especial en las series largas, aquellas que ya sólo figuraban en las enciclopedias. José Tomás las desempolva ahora, en estos tiempos de monotonía, de tres muletazos y el de pecho. Una vez, en 1996, Joselito paró el reloj. Y ahora, José Tomás, el viento.

Un par de obras, que el del Atlético firmó con trincherillas hondas como los recuerdos de los que fueron a verle, y a las que puso el sello hirviente del acero en dos estocadas distintas.

En la primera, no entró a matar; en la primera, Tomás entró a morir. Del embroque, brutal, quedó una estocada que bien pudo ser una tragedia.

En la otra, el toro que desistió de pelear ante la inmensa grandeza de su lidiador, se arrancó para echar sus restos en el arreón postrero. Tomás lo aguardó para darle el adiós hasta la empuñadura y luego marcharse, en medio de una plaza loca, a la que puso a disfrutar como no se recuerda en mucho tiempo. Y sin que nadie echara el mal cuento de que los toros lo cogen porque no sabe torear. O que si fuera cine sería drama y suspenso a la vez, cuando los tiempos están para la comedia o para el culebrón. ¡Qué diría Belmonte!

Claro que sí. Se sufre con José Tomás. Pero ese no es otro que el camino más corto al gozo. El de las cuatro orejas y una puerta más grande que la de Las Ventas. Una puerta del tamaño de la de Alcalá. En una tarde de reyes y dioses. Con un cielo azul pavo, el de los toreros, ese mismo en el que paran los republicanos.

 

Por Víctor Diusabá Rojas / Especial de Colprensapara El Espectador

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