La victoria del coraje
Como presidente, me hace feliz poder atestiguar y celebrar los 125 años de un periódico de la calidad e independencia de El Espectador. Como periodista, me congratulo al ver avanzar a un adalid de esa libertad de prensa que nunca debemos dejar de proteger y estimular.
Juan Manuel Santos, presidente de Colombia
Como miembro de una familia que por mucho tiempo fue dueña de El Tiempo, su “rival natural”, debo reconocer que siempre ha sido un duro y digno competidor.
Recuerdo que mi padre, Enrique Santos Castillo, le reclamaba al editor de deportes, Humberto Jaimes, porque le gustaban más algunas de las crónicas que hacía el maestro Mike Forero en El Espectador. Mi padre también quiso llevarse para El Tiempo a ese otro grande del periodismo que es don José Salgar, quien —desde la jefatura de redacción de El Espectador— supo “chivear” tantas veces a los Santos… ¡y de qué manera! Cómo será que, apenas el año pasado, me enteré de la más grande de todas las “chiveadas” que le hayan podido hacer a mi familia: leí una entrevista que le hicieron al Mono Salgar y allí supe que él fue contactado por el entonces presidente Eduardo Santos para ofrecerle las primicias que tuvieran que ver con su gobierno. Definitivamente, no hay cuña que más apriete…
Sin duda, la vigencia de El Espectador es consecuencia de su visión, de su audacia y de sus victoriosas “chivas”. Pero no sólo eso: también es fruto de una historia llena de gallardía. El pasado de este periódico está adherido a cada una de las letras que componen las palabras “Fidel Cano”. Así se llamó el hombre que fundó estas páginas, hace 125 años, y así se llama su bisnieto, el hoy director, haciendo que dicho nombre trascienda en el tiempo y reaparezca no sólo en el papel, sino también en los nuevos medios.
La familia Cano evoca una dinastía periodística que se ha visto en la obligación de demostrar su talante, como propietaria del medio de comunicación colombiano que —tal vez— más ha sufrido por cuenta de la inaceptable censura y de la infame violencia.
Todos sabemos el camino difícil que han recorrido, desde la amenaza que lanzó el obispo de Medellín a quienes leyeran El Espectador por “incurrir en pecado mortal” —apenas un año después de haberse fundado el periódico—, hasta la dolorosa decisión de convertir el diario en semanario, en pleno amanecer del siglo XXI. Pero nunca se rindieron, ni frente a los gobiernos autoritarios que varias veces ordenaron su cierre ni frente al cobarde accionar del narcotráfico de los años 80 que acabó con la vida de don Guillermo Cano —uno de los más valientes periodistas y mejores seres humanos que haya conocido— y que luego destruyó sus instalaciones.
No ha sido fácil y eso lo hace más valioso. Por eso hoy celebramos, con todo el entusiasmo y todo el fervor, la victoria de un medio que superó con coraje e idealismo las mayores adversidades. El Espectador se mantiene presente, más vigoroso y decidido que nunca, para escribir otros 125 años de historia, dando la batalla si es necesario. Estoy seguro de que así será, porque su pasado y su presente —su inquebrantable voluntad— son la mayor garantía para alcanzar el futuro que se merecen este diario y sus infatigables lectores, entre quienes tengo el gusto de contarme.
Como miembro de una familia que por mucho tiempo fue dueña de El Tiempo, su “rival natural”, debo reconocer que siempre ha sido un duro y digno competidor.
Recuerdo que mi padre, Enrique Santos Castillo, le reclamaba al editor de deportes, Humberto Jaimes, porque le gustaban más algunas de las crónicas que hacía el maestro Mike Forero en El Espectador. Mi padre también quiso llevarse para El Tiempo a ese otro grande del periodismo que es don José Salgar, quien —desde la jefatura de redacción de El Espectador— supo “chivear” tantas veces a los Santos… ¡y de qué manera! Cómo será que, apenas el año pasado, me enteré de la más grande de todas las “chiveadas” que le hayan podido hacer a mi familia: leí una entrevista que le hicieron al Mono Salgar y allí supe que él fue contactado por el entonces presidente Eduardo Santos para ofrecerle las primicias que tuvieran que ver con su gobierno. Definitivamente, no hay cuña que más apriete…
Sin duda, la vigencia de El Espectador es consecuencia de su visión, de su audacia y de sus victoriosas “chivas”. Pero no sólo eso: también es fruto de una historia llena de gallardía. El pasado de este periódico está adherido a cada una de las letras que componen las palabras “Fidel Cano”. Así se llamó el hombre que fundó estas páginas, hace 125 años, y así se llama su bisnieto, el hoy director, haciendo que dicho nombre trascienda en el tiempo y reaparezca no sólo en el papel, sino también en los nuevos medios.
La familia Cano evoca una dinastía periodística que se ha visto en la obligación de demostrar su talante, como propietaria del medio de comunicación colombiano que —tal vez— más ha sufrido por cuenta de la inaceptable censura y de la infame violencia.
Todos sabemos el camino difícil que han recorrido, desde la amenaza que lanzó el obispo de Medellín a quienes leyeran El Espectador por “incurrir en pecado mortal” —apenas un año después de haberse fundado el periódico—, hasta la dolorosa decisión de convertir el diario en semanario, en pleno amanecer del siglo XXI. Pero nunca se rindieron, ni frente a los gobiernos autoritarios que varias veces ordenaron su cierre ni frente al cobarde accionar del narcotráfico de los años 80 que acabó con la vida de don Guillermo Cano —uno de los más valientes periodistas y mejores seres humanos que haya conocido— y que luego destruyó sus instalaciones.
No ha sido fácil y eso lo hace más valioso. Por eso hoy celebramos, con todo el entusiasmo y todo el fervor, la victoria de un medio que superó con coraje e idealismo las mayores adversidades. El Espectador se mantiene presente, más vigoroso y decidido que nunca, para escribir otros 125 años de historia, dando la batalla si es necesario. Estoy seguro de que así será, porque su pasado y su presente —su inquebrantable voluntad— son la mayor garantía para alcanzar el futuro que se merecen este diario y sus infatigables lectores, entre quienes tengo el gusto de contarme.