Las marchas de Luis Eladio
Darío Arizmendi reconstruyó el cautiverio del ex congresista. El Espectador anticipa uno de los capítulos más conmovedores.
El Espectador
“Muchos miembros de la guerrilla, tanto hombres como mujeres, son indígenas y, por lo tanto, grandes conocedores de la zona. Por eso eran los guías en las marchas.
Ellos iban abriendo ‘la pica’, es decir, la trocha. Casi nunca caminábamos por trochas abiertas, sino que ellos iban abriéndolas selva adentro a punta de machete o de guadaña, pero con mucho cuidado para no dejar trillo. Sólo dejaban unas mínimas marcas de guía que hacían con un machete, una raya en un árbol.
Entonces íbamos caminando por la selva y era terrible porque no había un camino como tal, sino que caminábamos sobre palos o bejucos, esquivando toda clase de obstáculos como espinas o ramas, y al final de las marchas terminábamos hechos un desastre, con la piel totalmente rayada y sangrando. Y no quedaba el trillo de cien o doscientas personas, porque los aguaceros de la selva lo borran.
Justo en esas marchas caían aguaceros torrenciales y teníamos que caminar bajo el agua. Los indígenas de todas maneras se ayudaban con la tecnología, para saber en qué coordenadas estábamos, pero el gps no da los accidentes geográficos como las subidas interminables, que llamábamos cansaperros, durísimas hasta para el más fuerte.
Caminábamos en terreno plano, dele y dele, después vuelva a subir y baje, pase un río, pase un caño, a veces caminando sobre un palito que hacía las veces de puente y manteniendo el equilibrio para no irse abajo encadenado con otro secuestrado. Teníamos que ponernos de acuerdo con el compañero con el que estábamos encadenados para caminar por el mismo lado, y si sentíamos que nos íbamos a caer, teníamos que botarnos del mismo lado para no ahorcarnos con las cadenas que llevábamos al cuello.
En las marchas había personas que no iban vestidas de guerrilleros sino de civil, podían ser milicianos, iban caminando paralelamente a nosotros, como un cerco humano, a lado y lado, con la misión de cuidar que no fuera a haber un ataque, que no hubiera población civil que nos pudiera ver o que cualquiera de nosotros intentara volarse.
Marchábamos en tres filas indias: en la central íbamos todos nosotros, en un orden específico para toda la marcha y no podíamos cambiar de lugar: así la marcha fuera de treinta días, si uno arrancaba de tercero llegaba de tercero, y los guardias iban uno adelante y otro atrás.
El lugar lo establecía el comandante. Entonces, ponía a las personas débiles intercaladas con las más fuertes (porque ellos les hacen ‘estudio’ a los secuestrados y saben cuál es el jodido, el conflictivo, el que puede tomar la determinación de fugarse, el violento, el débil), entonces ponen a uno complicado con uno débil, y así sucesivamente, para que no haya complicidad para ciertas acciones.
Las líneas paralelas, a lado y lado de la central, donde íbamos los secuestrados, eran distantes, pero de todas formas alcanzábamos a verlas, sobre todo al final de la marcha, alrededor de las cuatro o cinco de la tarde cuando llegábamos a acampar, porque teníamos que utilizar el mismo caño para bañarnos, y los veíamos a cierta distancia, bañándose, pero también vigilando. Intentar escaparse en una marcha era muerte segura, una estupidez, porque estábamos no sólo encadenados y con un guerrillero adelante y otro atrás, sino con dos barreras humanas a lado y lado.
Cuando iba solo, me llevaban como perro, como cuando la gente saca el perro al parque a orinar. A Íngrid también la llevaban así. Nos llevaban como perros con cadena, creo que si no lo hubiera vivido pensaría que esto sólo puede pasar en una novela de terror y no en la vida real.
La marcha de los cuarenta días
Cerca del campamento de Martín Sombra debía haber un cerco militar porque dejamos de escuchar el movimiento de las lanchas de los guerrilleros que salían y entraban.
En ese período de tiempo, que duró unos dos o tres meses, nos quitaron los radios, pues la guerrilla creía, erróneamente, que los radios podían ser transmisores de señales. Nosotros tratamos de explicarles que los radios eran sólo receptores, pero no hubo caso. Cada vez que sentían un avión, nos hacían apagar los radios. Hasta que un buen día Martín Sombra tomó la determinación de quitárnoslos.
Pero yo creo que a ellos lo que realmente les preocupaba era que los norteamericanos tuvieran microchips incrustados en su organismo, porque coincidencialmente cuando ellos llegaron al campamento, empezaron a verse aviones de manera casi que permanente. Creo que justamente como prevención por esos microchips tomaron la determinación de quitarnos los radios. Pero lo cierto es que sí había presencia aérea en la zona.
Yo tenía un radiecito Sony casi desde el mismo día del secuestro. Íngrid tenía otro, pero se lo prestaba a Gloria y a Jorge Eduardo porque oía radio conmigo. La guerrilla no la había visto con radio. Entonces, cuando llegó la requisa y nos quitaron todos los radios, Íngrid logró esconder el suyo porque ellos no lo tenían presente. Y ese radio fue la salvación porque nos facilitó estar informados y distraídos.
Para poder escuchar clandestinamente la radio, prestábamos guardia. Con ese radio fue que Jorge Eduardo, Orlando y yo nos enteramos de la muerte de nuestras mamás. Fue un dolor que no pudimos manifestar, tuvimos que llevar el luto por dentro, pues los guerrilleros no podían darse cuenta de que teníamos radio.
También nos enteramos de que habían soltado a los hijos de Gloria Polanco. Sentimos mucha emoción, todos estábamos felices, pero calladitos. Gloria lloraba y gritaba y nosotros: “Cállese, que la guerrilla se da cuenta y nos metemos en un lío”.
Como a la hora, cuando pasó la emoción, entró uno de los comandantes guerrilleros y llamó a Gloria: ‘Le tengo buenas noticias, sus hijos han sido liberados’. Ella sólo dijo: “Ah, bueno”. No hizo ningún gesto de emoción, claro, y nosotros pellizcándola: ‘Llore, grite, haga algo’, porque si no demostraba alegría iban a saber que nosotros ya nos habíamos enterado y cómo había sido. Entonces ella empezó a gritar: ‘¡Ay, sí, ay qué felicidad, ay qué felicidad!’, y todos gritábamos ayudándola a disimular.
Para que no se nos gastaran las pilas teníamos que prender el radio sólo para oír los titulares de las noticias y apagarlo, no sabíamos cuánto tiempo nos iban a durar. Cuando nos permitían tener radios nos renovaban las pilas periódicamente: nos daban cada mes y medio o cada dos meses un par de pilas, por supuesto había que tasarlas, no podíamos excedernos, y bueno, tampoco había forma de excederse, por el horario en que había señal.
Tuvimos que salir de este campamento por el riesgo que corríamos de un rescate o ataque militar. Desde el inicio fueron complicadas las cosas porque Íngrid se enfermó, no pudo caminar y la mayor parte del viaje lo hizo en hamaca. Lo mismo pasó después con el teniente Raimundo Malagón, que ya venía enfermo de una pierna y no pudo caminar más.
Fue una marcha muy difícil y aguantamos mucha hambre, pues habíamos salido de repente y llevábamos muy poca comida. Comíamos únicamente agua con arroz, una sola vez al día, normalmente a las once de la noche. Nos levantaban a las cuatro de la mañana y caminábamos hasta las cinco de la tarde, y cuando se acabó el arroz, después de 35 días, el hambre que sentimos fue brutal.
Además de estar marchando en esas condiciones, estábamos famélicos. Si hubiera habido una prueba de supervivencia en ese momento, no habría habido la menor duda de que éramos de Biafra, hubiera sido un espectáculo atroz, acabados, todos, los militares, los policías, todos. Y, claro, los guerrilleros, porque también estaban aguantando hambre.
En ese estado de desespero terminamos comiendo mico: no había nada más y llevábamos como tres días sin comer. Entonces mataron unos micos. Uno cayó herido frente a nosotros y nos miraba y nos mostraba la mano llena de sangre como pidiendo ayuda o como recriminándonos su herida. A las dos horas estábamos comiéndonos ese miquito. ¡Hasta dónde llega el sentido de supervivencia!
El cuerpo humano absorbe todo y más en esas condiciones. No nos enfermamos, pero sí nos quedamos con esa impresión que nos marcó. Sin duda esta marcha fue de lo más duro que tuve que vivir durante el cautiverio. Después de esta marcha nos separaron a todos, hicieron grupos y a los gringos se los llevaron para La Macarena.
Episodio macabro en La Macarena
La presión en los campamentos es bastante fuerte, más cuando están ubicados en zonas donde el diario vivir son los operativos militares. Eso lo vivieron los gringos cuando estaban en La Macarena y les tocó la política de erradicación de cultivos de la zona. Uno de los guerrilleros que los cuidaban, que era amable, les prestaba el radio. Entre otras cosas, estaba desesperado por el entorno, por estar huyendo permanentemente y también por las fricciones con el comandante.
Pues un día, delante de los tres, alrededor de las siete de la noche, cogió el fusil y se pegó un tiro en la barbilla. ¡Se mató delante de ellos! No aguantó más la presión. La reacción del comandante fue: ‘Rápido, rápido, quítele la ropa para que no se manche de sangre. Échenlo ahí al hueco’.
Lo echaron a una trinchera, le echaron tierra y al otro día cambiaron de campamento. El afán era que la ropa no se manchara de sangre y que no se ensuciara el arnés. Los tres norteamericanos estaban estupefactos viendo esa escena. Ninguno jamás se imaginó que eso pudiera verse en el mundo.
A ellos esto los marcó de por vida, lo contaban y lo narraban con un sentimiento y una inmensa pesadumbre. No imaginaban posible una situación de ésas, de pronto en una película, pero no en la realidad. Sin duda, fue una experiencia muy, muy fuerte, que refleja el grado de deshumanización de la guerrilla”.
“Muchos miembros de la guerrilla, tanto hombres como mujeres, son indígenas y, por lo tanto, grandes conocedores de la zona. Por eso eran los guías en las marchas.
Ellos iban abriendo ‘la pica’, es decir, la trocha. Casi nunca caminábamos por trochas abiertas, sino que ellos iban abriéndolas selva adentro a punta de machete o de guadaña, pero con mucho cuidado para no dejar trillo. Sólo dejaban unas mínimas marcas de guía que hacían con un machete, una raya en un árbol.
Entonces íbamos caminando por la selva y era terrible porque no había un camino como tal, sino que caminábamos sobre palos o bejucos, esquivando toda clase de obstáculos como espinas o ramas, y al final de las marchas terminábamos hechos un desastre, con la piel totalmente rayada y sangrando. Y no quedaba el trillo de cien o doscientas personas, porque los aguaceros de la selva lo borran.
Justo en esas marchas caían aguaceros torrenciales y teníamos que caminar bajo el agua. Los indígenas de todas maneras se ayudaban con la tecnología, para saber en qué coordenadas estábamos, pero el gps no da los accidentes geográficos como las subidas interminables, que llamábamos cansaperros, durísimas hasta para el más fuerte.
Caminábamos en terreno plano, dele y dele, después vuelva a subir y baje, pase un río, pase un caño, a veces caminando sobre un palito que hacía las veces de puente y manteniendo el equilibrio para no irse abajo encadenado con otro secuestrado. Teníamos que ponernos de acuerdo con el compañero con el que estábamos encadenados para caminar por el mismo lado, y si sentíamos que nos íbamos a caer, teníamos que botarnos del mismo lado para no ahorcarnos con las cadenas que llevábamos al cuello.
En las marchas había personas que no iban vestidas de guerrilleros sino de civil, podían ser milicianos, iban caminando paralelamente a nosotros, como un cerco humano, a lado y lado, con la misión de cuidar que no fuera a haber un ataque, que no hubiera población civil que nos pudiera ver o que cualquiera de nosotros intentara volarse.
Marchábamos en tres filas indias: en la central íbamos todos nosotros, en un orden específico para toda la marcha y no podíamos cambiar de lugar: así la marcha fuera de treinta días, si uno arrancaba de tercero llegaba de tercero, y los guardias iban uno adelante y otro atrás.
El lugar lo establecía el comandante. Entonces, ponía a las personas débiles intercaladas con las más fuertes (porque ellos les hacen ‘estudio’ a los secuestrados y saben cuál es el jodido, el conflictivo, el que puede tomar la determinación de fugarse, el violento, el débil), entonces ponen a uno complicado con uno débil, y así sucesivamente, para que no haya complicidad para ciertas acciones.
Las líneas paralelas, a lado y lado de la central, donde íbamos los secuestrados, eran distantes, pero de todas formas alcanzábamos a verlas, sobre todo al final de la marcha, alrededor de las cuatro o cinco de la tarde cuando llegábamos a acampar, porque teníamos que utilizar el mismo caño para bañarnos, y los veíamos a cierta distancia, bañándose, pero también vigilando. Intentar escaparse en una marcha era muerte segura, una estupidez, porque estábamos no sólo encadenados y con un guerrillero adelante y otro atrás, sino con dos barreras humanas a lado y lado.
Cuando iba solo, me llevaban como perro, como cuando la gente saca el perro al parque a orinar. A Íngrid también la llevaban así. Nos llevaban como perros con cadena, creo que si no lo hubiera vivido pensaría que esto sólo puede pasar en una novela de terror y no en la vida real.
La marcha de los cuarenta días
Cerca del campamento de Martín Sombra debía haber un cerco militar porque dejamos de escuchar el movimiento de las lanchas de los guerrilleros que salían y entraban.
En ese período de tiempo, que duró unos dos o tres meses, nos quitaron los radios, pues la guerrilla creía, erróneamente, que los radios podían ser transmisores de señales. Nosotros tratamos de explicarles que los radios eran sólo receptores, pero no hubo caso. Cada vez que sentían un avión, nos hacían apagar los radios. Hasta que un buen día Martín Sombra tomó la determinación de quitárnoslos.
Pero yo creo que a ellos lo que realmente les preocupaba era que los norteamericanos tuvieran microchips incrustados en su organismo, porque coincidencialmente cuando ellos llegaron al campamento, empezaron a verse aviones de manera casi que permanente. Creo que justamente como prevención por esos microchips tomaron la determinación de quitarnos los radios. Pero lo cierto es que sí había presencia aérea en la zona.
Yo tenía un radiecito Sony casi desde el mismo día del secuestro. Íngrid tenía otro, pero se lo prestaba a Gloria y a Jorge Eduardo porque oía radio conmigo. La guerrilla no la había visto con radio. Entonces, cuando llegó la requisa y nos quitaron todos los radios, Íngrid logró esconder el suyo porque ellos no lo tenían presente. Y ese radio fue la salvación porque nos facilitó estar informados y distraídos.
Para poder escuchar clandestinamente la radio, prestábamos guardia. Con ese radio fue que Jorge Eduardo, Orlando y yo nos enteramos de la muerte de nuestras mamás. Fue un dolor que no pudimos manifestar, tuvimos que llevar el luto por dentro, pues los guerrilleros no podían darse cuenta de que teníamos radio.
También nos enteramos de que habían soltado a los hijos de Gloria Polanco. Sentimos mucha emoción, todos estábamos felices, pero calladitos. Gloria lloraba y gritaba y nosotros: “Cállese, que la guerrilla se da cuenta y nos metemos en un lío”.
Como a la hora, cuando pasó la emoción, entró uno de los comandantes guerrilleros y llamó a Gloria: ‘Le tengo buenas noticias, sus hijos han sido liberados’. Ella sólo dijo: “Ah, bueno”. No hizo ningún gesto de emoción, claro, y nosotros pellizcándola: ‘Llore, grite, haga algo’, porque si no demostraba alegría iban a saber que nosotros ya nos habíamos enterado y cómo había sido. Entonces ella empezó a gritar: ‘¡Ay, sí, ay qué felicidad, ay qué felicidad!’, y todos gritábamos ayudándola a disimular.
Para que no se nos gastaran las pilas teníamos que prender el radio sólo para oír los titulares de las noticias y apagarlo, no sabíamos cuánto tiempo nos iban a durar. Cuando nos permitían tener radios nos renovaban las pilas periódicamente: nos daban cada mes y medio o cada dos meses un par de pilas, por supuesto había que tasarlas, no podíamos excedernos, y bueno, tampoco había forma de excederse, por el horario en que había señal.
Tuvimos que salir de este campamento por el riesgo que corríamos de un rescate o ataque militar. Desde el inicio fueron complicadas las cosas porque Íngrid se enfermó, no pudo caminar y la mayor parte del viaje lo hizo en hamaca. Lo mismo pasó después con el teniente Raimundo Malagón, que ya venía enfermo de una pierna y no pudo caminar más.
Fue una marcha muy difícil y aguantamos mucha hambre, pues habíamos salido de repente y llevábamos muy poca comida. Comíamos únicamente agua con arroz, una sola vez al día, normalmente a las once de la noche. Nos levantaban a las cuatro de la mañana y caminábamos hasta las cinco de la tarde, y cuando se acabó el arroz, después de 35 días, el hambre que sentimos fue brutal.
Además de estar marchando en esas condiciones, estábamos famélicos. Si hubiera habido una prueba de supervivencia en ese momento, no habría habido la menor duda de que éramos de Biafra, hubiera sido un espectáculo atroz, acabados, todos, los militares, los policías, todos. Y, claro, los guerrilleros, porque también estaban aguantando hambre.
En ese estado de desespero terminamos comiendo mico: no había nada más y llevábamos como tres días sin comer. Entonces mataron unos micos. Uno cayó herido frente a nosotros y nos miraba y nos mostraba la mano llena de sangre como pidiendo ayuda o como recriminándonos su herida. A las dos horas estábamos comiéndonos ese miquito. ¡Hasta dónde llega el sentido de supervivencia!
El cuerpo humano absorbe todo y más en esas condiciones. No nos enfermamos, pero sí nos quedamos con esa impresión que nos marcó. Sin duda esta marcha fue de lo más duro que tuve que vivir durante el cautiverio. Después de esta marcha nos separaron a todos, hicieron grupos y a los gringos se los llevaron para La Macarena.
Episodio macabro en La Macarena
La presión en los campamentos es bastante fuerte, más cuando están ubicados en zonas donde el diario vivir son los operativos militares. Eso lo vivieron los gringos cuando estaban en La Macarena y les tocó la política de erradicación de cultivos de la zona. Uno de los guerrilleros que los cuidaban, que era amable, les prestaba el radio. Entre otras cosas, estaba desesperado por el entorno, por estar huyendo permanentemente y también por las fricciones con el comandante.
Pues un día, delante de los tres, alrededor de las siete de la noche, cogió el fusil y se pegó un tiro en la barbilla. ¡Se mató delante de ellos! No aguantó más la presión. La reacción del comandante fue: ‘Rápido, rápido, quítele la ropa para que no se manche de sangre. Échenlo ahí al hueco’.
Lo echaron a una trinchera, le echaron tierra y al otro día cambiaron de campamento. El afán era que la ropa no se manchara de sangre y que no se ensuciara el arnés. Los tres norteamericanos estaban estupefactos viendo esa escena. Ninguno jamás se imaginó que eso pudiera verse en el mundo.
A ellos esto los marcó de por vida, lo contaban y lo narraban con un sentimiento y una inmensa pesadumbre. No imaginaban posible una situación de ésas, de pronto en una película, pero no en la realidad. Sin duda, fue una experiencia muy, muy fuerte, que refleja el grado de deshumanización de la guerrilla”.