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                                                                                                                                  Roma en verano

                                                                                                                                  He vuelto a Roma, al cabo de una muy larga ausencia, y la he vuelto a encontrar como siempre: más bella, y más sucia, y más loca que la vez anterior.

                                                                                                                                  Gabriel García Márquez

                                                                                                                                  Traducciones de obras de García Márquez al hebreo. / Archivo - El Espectador
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Era un edificio muy viejo y reconstruido con materiales varios, en cada uno de cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio. Además, la recepcionista era una mujer gorda y floral, con una cálida voz de soprano, y parecía muy sensible a la idea de que un caribe de veintitrés años hubiera atravesado el océano para conocerla. Eran las cinco de la tarde, y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones cortos, y todos cabeceando de sueño. Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo dieciséis veces repetido en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas óseas y rosadas. Siempre había querido mucho a los ingleses, hasta este año funesto de las Malvinas, en que una imbecilidad de su gobierno me los sacó del corazón sin remedio. Sin embargo, no sé qué rara facultad oculta del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi acompañante que me llevara a otro hotel donde no hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al del piso siguiente. Esa noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena.

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                                                                                                                                  Los únicos seres despiertos a las tres de la tarde en aquel verano de hace veintiséis años eran las putitas tristes de la Villa Borghese, que hacían de día lo que todas las otras hacen de noche, inclusive trasnocharse. El tenor Rafael Rivero Silva y yo vivíamos en dos cuartos contiguos de una pensión cercana, cuyo único defecto era estar a la vuelta del jardín zoológico, de modo que uno despertaba a medianoche asustado por el rugido de los leones. Después del almuerzo, mientras Roma dormía, nos íbamos en una Vespa prestada a ver las putitas vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y a veces encontrábamos alguna que nos invitaba a comer helados. Una tarde no fui. Me quedé dormido después del almuerzo, y de pronto oí unos toquecitos muy tímidos en la puerta del cuarto. Abrí medio dormido, y vi en la penumbra del corredor una imagen de delirio. Era una muchacha desnuda, muy bella, acabada de bañar y perfumar, y con todo el cuerpo empolvado.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Al contrario de lo que sucedió con el personaje de Somerset Maugham, el Papa se recuperó en mitad del verano y volvió a las audiencias públicas. Yo asistí a una de ellas en el patio de Castelgandolfo, que era su residencia de verano. Lo vi muy cerca, con un hábito inmaculado y unas manos parasitarias que parecían restregadas con lejía, y en aquel instante me di cuenta de que yo tenía que buscar un tema más fructífero e inmediato que el de su muerte. Hice bien, porque cuando el Papa murió, tres años después, yo no estaba ya en este mundo, sino en el otro: en Caracas. Pero la imagen de aquella muchacha en sus puros y hermosos cueros a las tres de la tarde se me quedó para siempre en la memoria, como uno de los tantos milagros que sólo son posibles en el sopor de Roma en verano.

                                                                                                                                  Traducciones de obras de García Márquez al hebreo. / Archivo - El Espectador
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Era un edificio muy viejo y reconstruido con materiales varios, en cada uno de cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio. Además, la recepcionista era una mujer gorda y floral, con una cálida voz de soprano, y parecía muy sensible a la idea de que un caribe de veintitrés años hubiera atravesado el océano para conocerla. Eran las cinco de la tarde, y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones cortos, y todos cabeceando de sueño. Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo dieciséis veces repetido en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas óseas y rosadas. Siempre había querido mucho a los ingleses, hasta este año funesto de las Malvinas, en que una imbecilidad de su gobierno me los sacó del corazón sin remedio. Sin embargo, no sé qué rara facultad oculta del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi acompañante que me llevara a otro hotel donde no hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al del piso siguiente. Esa noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena.

                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Los únicos seres despiertos a las tres de la tarde en aquel verano de hace veintiséis años eran las putitas tristes de la Villa Borghese, que hacían de día lo que todas las otras hacen de noche, inclusive trasnocharse. El tenor Rafael Rivero Silva y yo vivíamos en dos cuartos contiguos de una pensión cercana, cuyo único defecto era estar a la vuelta del jardín zoológico, de modo que uno despertaba a medianoche asustado por el rugido de los leones. Después del almuerzo, mientras Roma dormía, nos íbamos en una Vespa prestada a ver las putitas vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y a veces encontrábamos alguna que nos invitaba a comer helados. Una tarde no fui. Me quedé dormido después del almuerzo, y de pronto oí unos toquecitos muy tímidos en la puerta del cuarto. Abrí medio dormido, y vi en la penumbra del corredor una imagen de delirio. Era una muchacha desnuda, muy bella, acabada de bañar y perfumar, y con todo el cuerpo empolvado.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Al contrario de lo que sucedió con el personaje de Somerset Maugham, el Papa se recuperó en mitad del verano y volvió a las audiencias públicas. Yo asistí a una de ellas en el patio de Castelgandolfo, que era su residencia de verano. Lo vi muy cerca, con un hábito inmaculado y unas manos parasitarias que parecían restregadas con lejía, y en aquel instante me di cuenta de que yo tenía que buscar un tema más fructífero e inmediato que el de su muerte. Hice bien, porque cuando el Papa murió, tres años después, yo no estaba ya en este mundo, sino en el otro: en Caracas. Pero la imagen de aquella muchacha en sus puros y hermosos cueros a las tres de la tarde se me quedó para siempre en la memoria, como uno de los tantos milagros que sólo son posibles en el sopor de Roma en verano.

                                                                                                                                  Por Gabriel García Márquez

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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