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                                                                                                                                Tres faenas de seis

                                                                                                                                La despedida de la feria manizaleña.

                                                                                                                                Lego

                                                                                                                                Quisiera algún día llegar a escribir como los buenos cronistas de toros, que cuatro horas después de las corridas ya han firmado y enviado sus textos a los editores. Yo necesito un tiempo para madurar las sensaciones, para dejar decantar las emociones y, sobre todo, para permitir que el sentimiento aflore al recordar las suertes que se quedaron a vivir en la memoria de este desmemoriado lego. Los toros —hablo de la fiesta— son en esencia sentimiento, la técnica está subordinada. Razón por la cual es un arte tan distante de la cultura anglosajona y tan cercano a la tradición árabe profunda.

                                                                                                                                En la última corrida de temporada de Manizales las faenas de Ponce fueron excelsas, particularmente la primera, con un toro de Dosgutiérrez llamado Yuntero, que es sinónimo en España de campesino y recuerda el verso de Miguel Hernández —otro enamorado de los toros—: “Empieza a sentir, y siente la vida como una guerra”. Yuntero pesaba 450 kilos, un poco menos peso del que a mi vecino le gusta. Ponce estaba de grana y oro. Sobresalía su andar tan aplomado y garboso en el paseíllo, a pesar de hacerlo al tiempo con Cayetano, figura de la moda.

                                                                                                                                En el callejón lo miraba también, como la plaza entera, Curro Vázquez, llamado el Torero de Madrid, y maestro de Cayetano. Desplegados los capotes y autorizados los toques de clarines y timbales, salió Ponce a recibir a Yuntero, negro lustroso, bien hecho. Rodilla en tierra marcó el camino al toro, una, dos, tres veces. Un cuerpo infinitamente flexible y plástico después de 25 años de andar toreando. Fueron lances bellos, valientes, pero sobre todo técnicos: Yuntero tenía la cara alta y Ponce sabía que no humillaría con facilidad. A mi vecino el bicho no le gustó, y comentó: “Va a darle brega al maestro”. Y brega, es decir, lidia, fue lo que hizo Ponce.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Ponce brindó a todos, montera boca abajo. ¿Qué brinda un torero? El dominio del valor sobre el miedo, que es igual a la belleza. Porque los pases bellos que dio Ponce, y que fueron muchos, son bellos porque el matador los hace relajado, suelto, centrado, con toda la atención puesta en el toro.

                                                                                                                                 Ponce fue un maestro no sólo para los aficionados sino, sobre todo, con el toro: lo sedujo, le permitió sacar a la arena su nobleza. Un torero que torea, es decir, manda; es decir, templa; es decir, se mueve en una quietud criada en su alma. Ponce torea como si nada. Hizo redondos por bajo, mirando al público, dedicándole la suerte, mostrando con ellos el producto de su arte y de su maravillosa pedagogía. ¡Asombroso! Pero más asombroso fue el hecho patético de que el torero que ha matado 4.000 toros y ha recibido 2.000 orejas, pinche después de una faena tan apasionada y luminosa, y vuelva a pinchar.

                                                                                                                                Yuntero se había arrancado en el primer intento y eso descolocó a Ponce, que puso la espada casi al azar y ese instante de duda le quitó las dos orejas. Pero le dio la enorme satisfacción de una ovación monumental. Triste, el matador la agradeció y con una venia se retiró al callejón. A ver desde allí a Bolívar —sangre de toro y oro—, que hizo una gran faena a Duque, su primero, un cuernicortico de 464 kilos, con tendencia a tablas. Dejó en el aire cacerinas, cambiados por la espalda, estatuarias y sobre todo un estoconazo. Y se llevó con la estocada —honda— y la faena —completa— dos orejas y la corona de laurel hecha con hojas de café caturra.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Me conmovió la salida a pie, silenciosa, solemne y sentida de Ponce hasta el instante en que la ovación rompió. Una ovación grandiosa. Hizo una venia discreta tapándose los labios con la montera y dicen —dicen— que derramó una lágrima. Lo creo. Fue una despedida larga —como uno de sus pases— de la plaza que tanto ha amado. Con este acto finalizó la Feria de Manizales. ¡Olé!

                                                                                                                                Quisiera algún día llegar a escribir como los buenos cronistas de toros, que cuatro horas después de las corridas ya han firmado y enviado sus textos a los editores. Yo necesito un tiempo para madurar las sensaciones, para dejar decantar las emociones y, sobre todo, para permitir que el sentimiento aflore al recordar las suertes que se quedaron a vivir en la memoria de este desmemoriado lego. Los toros —hablo de la fiesta— son en esencia sentimiento, la técnica está subordinada. Razón por la cual es un arte tan distante de la cultura anglosajona y tan cercano a la tradición árabe profunda.

                                                                                                                                En la última corrida de temporada de Manizales las faenas de Ponce fueron excelsas, particularmente la primera, con un toro de Dosgutiérrez llamado Yuntero, que es sinónimo en España de campesino y recuerda el verso de Miguel Hernández —otro enamorado de los toros—: “Empieza a sentir, y siente la vida como una guerra”. Yuntero pesaba 450 kilos, un poco menos peso del que a mi vecino le gusta. Ponce estaba de grana y oro. Sobresalía su andar tan aplomado y garboso en el paseíllo, a pesar de hacerlo al tiempo con Cayetano, figura de la moda.

                                                                                                                                En el callejón lo miraba también, como la plaza entera, Curro Vázquez, llamado el Torero de Madrid, y maestro de Cayetano. Desplegados los capotes y autorizados los toques de clarines y timbales, salió Ponce a recibir a Yuntero, negro lustroso, bien hecho. Rodilla en tierra marcó el camino al toro, una, dos, tres veces. Un cuerpo infinitamente flexible y plástico después de 25 años de andar toreando. Fueron lances bellos, valientes, pero sobre todo técnicos: Yuntero tenía la cara alta y Ponce sabía que no humillaría con facilidad. A mi vecino el bicho no le gustó, y comentó: “Va a darle brega al maestro”. Y brega, es decir, lidia, fue lo que hizo Ponce.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Ponce brindó a todos, montera boca abajo. ¿Qué brinda un torero? El dominio del valor sobre el miedo, que es igual a la belleza. Porque los pases bellos que dio Ponce, y que fueron muchos, son bellos porque el matador los hace relajado, suelto, centrado, con toda la atención puesta en el toro.

                                                                                                                                 Ponce fue un maestro no sólo para los aficionados sino, sobre todo, con el toro: lo sedujo, le permitió sacar a la arena su nobleza. Un torero que torea, es decir, manda; es decir, templa; es decir, se mueve en una quietud criada en su alma. Ponce torea como si nada. Hizo redondos por bajo, mirando al público, dedicándole la suerte, mostrando con ellos el producto de su arte y de su maravillosa pedagogía. ¡Asombroso! Pero más asombroso fue el hecho patético de que el torero que ha matado 4.000 toros y ha recibido 2.000 orejas, pinche después de una faena tan apasionada y luminosa, y vuelva a pinchar.

                                                                                                                                Yuntero se había arrancado en el primer intento y eso descolocó a Ponce, que puso la espada casi al azar y ese instante de duda le quitó las dos orejas. Pero le dio la enorme satisfacción de una ovación monumental. Triste, el matador la agradeció y con una venia se retiró al callejón. A ver desde allí a Bolívar —sangre de toro y oro—, que hizo una gran faena a Duque, su primero, un cuernicortico de 464 kilos, con tendencia a tablas. Dejó en el aire cacerinas, cambiados por la espalda, estatuarias y sobre todo un estoconazo. Y se llevó con la estocada —honda— y la faena —completa— dos orejas y la corona de laurel hecha con hojas de café caturra.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Me conmovió la salida a pie, silenciosa, solemne y sentida de Ponce hasta el instante en que la ovación rompió. Una ovación grandiosa. Hizo una venia discreta tapándose los labios con la montera y dicen —dicen— que derramó una lágrima. Lo creo. Fue una despedida larga —como uno de sus pases— de la plaza que tanto ha amado. Con este acto finalizó la Feria de Manizales. ¡Olé!

                                                                                                                                Por Lego

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