Triunfó Montes
A pesar de haber pasado por la enfermería después de lidiar con su primer toro, Álvaro Montes salió a hombros de la Santamaría.
Víctor Diusabá Rojas
Todo parecía estar consumado en el arrastre del quinto de la tarde. La corrida se había ido en la mansedumbre de los tres primeros, en el sí pero no del cuarto y en las ilusiones malogradas del quinto, por un rejón de castigo que cayó bajo y terminó por arruinar al toro. Además, Álvaro Montes acababa de pasar por la enfermería luego de lidiar a su primero, presa de la fiebre y de la deshidratación.
Algunos se dieron por vencidos y buscaron la salida, sin importar que no fuera en puntillas. Así, sin marcar nada en las apuestas, vino esa mano de la suerte o el premio a la paciencia, qué más da, si la tarde encontró por fin un toro y un caballero que jugaron en procura de salvar lo que ya tenía echada buena parte de su suerte.
Además, un toro de esos para mostrarles a los nietos cómo eran en antaño. Un santacoloma imponente, de enmarcar, que se movió con codicia, mientras Montes se olvidaba que le dolía hasta el alma, para estar a placer en las banderillas, sin apresurarse, sino haciendo lo que hizo en ese turno y en el otro, lidiar.
El de Jaén enseñó su oficio no sólo en la espectacular puerta gayola con que abrió su sesión de garrocha sino que dejó ver el motor del de Dosgutiérrez, que duró y duró, hasta sólo bajar los brazos en el cierre, sin que eso manchara la plana. La gente pidió una oreja y la presidencia la concedió. Después vino la exageración, otro pañuelo. Trofeo innecesario.
Eso podría ser todo, pero hay que decir que el quinto también pudo ser. Jorge Enrique Piraquive encontró una veta pero cuando se disponía a aprovecharla, un rejón bajo tocó alguna fibra sensible y la cojera, a la que el toro se sobrepuso por momentos, no tardó en hacerse invalidez. Lástima. En el otro, tercero de la tarde, el rejoneador nacional tuvo que hacerlo todo, porque el manso de refugió en las tablas, no sin antes pegar un feroz arreón que mandó al caballo con los veterinarios y a Jorge Enrique, con los médicos.
El cuarto dejó algunas estelas, muy leves, de tener algo más de lo que mostró. Con él, Sergio Domínguez y su cuadra de caballos prestada —no llegó la suya— no encontró la forma de desentrañar aquello. Y luego, se puso tan pesado con el rejón de muerte que la gente se molestó en extremo, tal y como había sucedido en el primero, también manso, pero digno de un final menos feo. Bronca en ambos, en este día de debut y muy probable despedida.
Y los otros tres, ya está dicho, primó la mansedumbre. Esa a la que el sexto y Montes le supieron hacer el quite, no para salvar la tarde, que no tenía salvación, pero con lo que se pudo aliviar en algo el hambre que pasó la Santamaría durante el larguísimo trecho de cinco turnos.
Todo parecía estar consumado en el arrastre del quinto de la tarde. La corrida se había ido en la mansedumbre de los tres primeros, en el sí pero no del cuarto y en las ilusiones malogradas del quinto, por un rejón de castigo que cayó bajo y terminó por arruinar al toro. Además, Álvaro Montes acababa de pasar por la enfermería luego de lidiar a su primero, presa de la fiebre y de la deshidratación.
Algunos se dieron por vencidos y buscaron la salida, sin importar que no fuera en puntillas. Así, sin marcar nada en las apuestas, vino esa mano de la suerte o el premio a la paciencia, qué más da, si la tarde encontró por fin un toro y un caballero que jugaron en procura de salvar lo que ya tenía echada buena parte de su suerte.
Además, un toro de esos para mostrarles a los nietos cómo eran en antaño. Un santacoloma imponente, de enmarcar, que se movió con codicia, mientras Montes se olvidaba que le dolía hasta el alma, para estar a placer en las banderillas, sin apresurarse, sino haciendo lo que hizo en ese turno y en el otro, lidiar.
El de Jaén enseñó su oficio no sólo en la espectacular puerta gayola con que abrió su sesión de garrocha sino que dejó ver el motor del de Dosgutiérrez, que duró y duró, hasta sólo bajar los brazos en el cierre, sin que eso manchara la plana. La gente pidió una oreja y la presidencia la concedió. Después vino la exageración, otro pañuelo. Trofeo innecesario.
Eso podría ser todo, pero hay que decir que el quinto también pudo ser. Jorge Enrique Piraquive encontró una veta pero cuando se disponía a aprovecharla, un rejón bajo tocó alguna fibra sensible y la cojera, a la que el toro se sobrepuso por momentos, no tardó en hacerse invalidez. Lástima. En el otro, tercero de la tarde, el rejoneador nacional tuvo que hacerlo todo, porque el manso de refugió en las tablas, no sin antes pegar un feroz arreón que mandó al caballo con los veterinarios y a Jorge Enrique, con los médicos.
El cuarto dejó algunas estelas, muy leves, de tener algo más de lo que mostró. Con él, Sergio Domínguez y su cuadra de caballos prestada —no llegó la suya— no encontró la forma de desentrañar aquello. Y luego, se puso tan pesado con el rejón de muerte que la gente se molestó en extremo, tal y como había sucedido en el primero, también manso, pero digno de un final menos feo. Bronca en ambos, en este día de debut y muy probable despedida.
Y los otros tres, ya está dicho, primó la mansedumbre. Esa a la que el sexto y Montes le supieron hacer el quite, no para salvar la tarde, que no tenía salvación, pero con lo que se pudo aliviar en algo el hambre que pasó la Santamaría durante el larguísimo trecho de cinco turnos.