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El Espectador cumple un siglo y cuarto. La literatura de Euro-indo-afroamérica desde el tiempo de la palabra de los tiempos anteriores al mutuo descubrimiento de 1492, a las fundaciones hispánicas de Oregón a la Patagonia y a la llegada de esclavos africanos de 1518. Todos han dejado una palabra, dicha o escrita, y esa tradición está presente, de alguna manera, en el habla y la escritura de hoy.
Leo los libros de Fernández de Oviedo y de Bernal Díaz y lo entiendo todo. Leo la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz y lo imagino todo. Pero llego a El periquillo sarniento de Fernández Lizardi y requiero un glosario para entender ciertos términos. O veo una película de Pedro Infante y debo reparar y separar el habla desaparecida de lo que ha sobrevivido.
Gran desafío de escritor. Encontrar la lengua común —el castellano— arrumbando lo viejo y admirando lo nuevo. Aún a costa —la novedad— de una arriesgada apuesta. ¿Qué sobrevivirá? Creo que un novelista debe asumir este riesgo sin temor. Nos dirigimos al lector de hoy y le damos la palabra actual. No debe preocuparnos el destino de la verbalidad actual. Pasará a ser contexto de un lenguaje que, sin disimulos, le dé curso a la imaginación del escritor. El tiempo se encargará de darles asteriscos a ciertas palabras. Lo que cuenta es la fidelidad del autor a su propia narración, contemporánea aun cuando se refiere al pasado. Los cronistas de Indias son un buen ejemplo. Son tan legibles hoy como en el siglo XVI. Y si Lizardi exige un glosario, ni Sarmiento ni Bolívar lo requieren. Tal es el precio de entrada de la imaginación y ningún escritor debe pretender ni ser entendido por todos, ni desdeñar el vocabulario popular de su época; ni, mucho menos, sacrificar el discurso narrativo que corresponde al tiempo y a la personalidad de cada cual.
Superados romanticismo y naturalismo como escuelas literarias impositivas, nuestra literatura se liberó con la palabra y la imaginación de Vallejo y Neruda, de Borges y Onetti, de Carpentier y Rulfo. El boom, el post-boom y el mini-boom han extendido nuestro decir. Sólo en el Salón del Libro de París, hace dos años, había casi cincuenta escritores mexicanos, con la condición de estar publicados en Francia. ¿Cuántos habría si añadimos colombianos, chilenos, peruanos, bolivianos, argentinos y “orientales”?
No me atrevo a hacer una lista. Serían mis autores preferidos. Todos los conocen. Todos responden a la gran tradición y a la gran creación. Ni tradición sin creación. Ni creación sin tradición.