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                                                                                                                                Unas de cal y otras como esta

                                                                                                                                Una tarde sin espadas, sin banderillas, sin puyas.

                                                                                                                                Lego

                                                                                                                                La tarde estaba esplendorosa; la plaza, a reventar. La gente deseosa de ver de nuevo a Uceda Leal –alto, buenmozo, clásico–; de volver a saborear a Daniel Luque, que reemplazó a Ponce en el Festival Nocturno, y de aplaudir otra vez a un consentido de la afición: José Arcila. A las tres y media en punto de la tarde, el Himno nacional que cantó la plaza entera, incluido Manolo Molés, el comentarista taurino español. Con el último acorde, suena el de Manizales, con letra de Eduardo Carranza, el poeta, y música de José María Asís; es un himno que hace brotar un entusiasmo general ni religioso ni patriotero. Terminan con un sonoro y alegre olé que se siente bien adentro y abre la puerta grande por donde todos quieren salir a hombros. Salen los alguacilillos, a la usanza de Felipe II, en dos caballos blancos poco lustrosos. Nadie repara en ellos.

                                                                                                                                Entregada y aplaudida la llave, salieron los toreros: Uceda, de blanco y oro; Daniel Luque, de azul pavo y oro, y José Arcila, de azul celeste y oro. Oro que vale plata: 10 millones de pesos cada traje. Y se lavan –me contó Monaguillo alguna vez– con sal para sacar la sangre. Esa que dejan los toros en el vientre del torero, en los codos y algunas veces en el mismo pecho. Los toreros lanzados suelen empapar la taleguilla con sangre de su femoral.

                                                                                                                                De Uceda se esperaba mucho y dio todo lo que consintió dar su primero, Diamante, de 470 kilos, un jabonero sucio. Fue recibido por el matador con verónicas, ganando terreno hacia el centro. El puyazo, leve como casi todos los de la  temporada, apagó al toro. Los quites por chicuelinas fueron medidos y justos. Nada vimos en banderillas y Diamante quedó como un ponqué después de un cumpleaños. Tiró Uceda con suavidad la montera después de brindar al público, cayó a sus pies, la miró de reojo bocarriba. Y sonrió. Detalles, sí, pero son los que le ponen salero a la fiesta. Fue al toro midiendo los pasos, uno a uno, seduciéndolo. Dio pases redondos y aseados: música. Citó de frente en naturales, echando la pierna contraria adelante y rematando con un farol. Toreo en corto la serie, como lo hacen los valientes. Vuelve a la derecha, torea como un maestro, lento, sin tensiones, arrastrando el sentimiento con la muleta. El toro se va de bruces, es hora de matar. Pincha. El maestro de maestros, el as de la espada, pinchó. El público lo perdonó con palmas. Toma distancia de nuevo: media estocada en sitio, en la yema, donde el pelo del toro hace un remolino. Es de muerte. Silvan a Diamante en el arrastre. El público agradece al torero.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                En su segundo, Uceda toreó a Marino, con 488, negro, acapachado, un buen toro que dio juego, repitió con regularidad, fue noble y humilló. ¿Qué más podía pedir el de Madrid, que anda detrás de la infanta doña Elena? Lances a la verónica abriendo el compás, apostando la contraria y una media belmontina airosa. Gran pica, la única de la feria: Marino fue sin ser llevado al caballo y cargó con toda la casta que tenía; los remos delanteros hicieron fiel de una balanza entre su fuerza y el peso de sus ancas. Quites a la verónica. El ángel pone su ritmo a la faena. Con la muleta acaricia al toro con estatuarias. Toreo vertical. El toro acude con emoción y celo a los muletazos en redondo que liga Uceda; remata con el pase de las flores. A naturales va con un “para ustedes” bajando la mano. Transmite su propio goce sin alardes. En circulares es el eje de compás de ensueño. Tensa la boca, hace gestos con los labios, alarga el mentón. Todos los toreros lo hacen. Alguna vez dijo Belmonte que él dirigía la espada con los labios, como dando un beso. Uceda se perfila cruzado, es el gran matador, todos dan por seguro el par de orejas. El ángel vuela: dos metisaques toscos las niegan y amorcillan a Marino. Uceda insiste con una media que no le resulta efectiva. Recurre al descabello. No clava en la arandela. Rechifla. Intenta de nuevo, acierta. El respetable pide indulto más como reproche al torero que por merecimiento del toro. En el patio de cuadrillas le pregunté a Uceda: ¿Por qué arruga la boca? Me respondió con un seco “por sentimiento”, casi tratándome de ignorante. Lección aprendida.  

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Ni qué decir de su segundo, quinto de la tarde, llamado Leguleyo. Negro, playero. Salió suelto como un reo en fuga. Desatendió el capo, huyó del caballo, tiró a la loca. En fin, un verdadero abugaducho. Algún banderillero ganó con soltura la barrera. Otro puso un par de rejoneo. Ni nombres doy. El torero, escaldado, viendo que el triunfo se le diluía en un animal torvo, sin casta, sin nobleza, pidió silencio a ver si sacaba alguna perla del muladar. Nada, Leguleyo tardeaba En un envión desarmó a Luque. Cosa fea que aumenta el fastidio del torero. Contrae los músculos de la cara a cada pase, mira con rabia al toro. El mundo de ilusiones se volatilizaba. El bicho cabeceaba, tiraba tornillazos, rebrincaba, miraba al cuerpo y, para ajustar, se quedaba en el embroque. ¡Y miraba con qué gana al torero! Luque entra a matarlo con asco. Y el toro lo recibe de la misma manera, dándole con la manga del cuerno un golpe fortísimo en la pierna. Luque sale mustio por sus propios medios. Un torero no cojea. Mató y salió para la enfermería. Fue un toro que hizo honor a su nombre.

                                                                                                                                José Arcila se las vio en su primero con Halcón, de 496 kilos, negro, zaino, astifino. Lo recibió con verónicas pasito-atrás. Dormido en el caballo, recibió una pica de temporada. Halcón arrastró el hocico por la arena. Banderillas sin ánimo, tafalleras –de moda– opacas. Halcón se coló en un quite y golpeó en el pecho; Arcila es ayudado a levantarse: sin color, demacrado, desencajado. “Si no hubiera sido porque el capote se le enredó al toro en la cabeza, lo mata”, comenta mi vecino. Brindó al público. Inició el tercer tercio con cambiados por detrás, afortunados, y derechazos de la misma calidad. Se le vuelve a colar Halcón, hecho un pájaro, en naturales pero sin consecuencias. Logró derechazos largos, arreglados. El toro humillaba. Dos pinchazos y a la tercera, la vencida, corona. Silencio.

                                                                                                                                Su segundo, Luchador, pesó 460, jabonero más claro que sus hermanos, también playero de cuernos y con tan poca casta como Leguleyo. Pero –hay que abonarlo– tenía unos ojitos dulces. Valiente y con ganas, Arcila lo recibió con verónicas bien hechas. Remató mirando a la galería, pidiendo el aplauso. Desobligante. Pica trasera y superficial. El respetable se aburría. Ni Franco logró entusiasmarlo. Brinda a Ponce que, junto a Cayetano, miraba desde el callejón. Muletazos de rodillas para no desdecir. Tres, cuatro, poniendo el pecho, sacó un ole a gatas. Un hachazo de Luchador suspende la serie de muletazos en redondo que Arcila lograba a fuerza de perseverancia. Al natural, poco, fuera de cacho. “¡Crúzate, torero!”, le grita mi vecino. El toro lo desarma, para no decir lo desnuda. Vuelve a la derecha. “¡Distancias, torero!” vuelve a gritar mi vecino. Toreo de largo. El toro saborea su lengua. Logra un kirikikí. Coloca una media estocada mortal. Hemorragia que Luchador vomita al pie de tablas. Silencio.
                                                                                                                                Una tarde sin espadas, sin banderillas, sin puyas. Toreros tristes, toreros iracundos, toreros aplazados.  

                                                                                                                                La tarde estaba esplendorosa; la plaza, a reventar. La gente deseosa de ver de nuevo a Uceda Leal –alto, buenmozo, clásico–; de volver a saborear a Daniel Luque, que reemplazó a Ponce en el Festival Nocturno, y de aplaudir otra vez a un consentido de la afición: José Arcila. A las tres y media en punto de la tarde, el Himno nacional que cantó la plaza entera, incluido Manolo Molés, el comentarista taurino español. Con el último acorde, suena el de Manizales, con letra de Eduardo Carranza, el poeta, y música de José María Asís; es un himno que hace brotar un entusiasmo general ni religioso ni patriotero. Terminan con un sonoro y alegre olé que se siente bien adentro y abre la puerta grande por donde todos quieren salir a hombros. Salen los alguacilillos, a la usanza de Felipe II, en dos caballos blancos poco lustrosos. Nadie repara en ellos.

                                                                                                                                Entregada y aplaudida la llave, salieron los toreros: Uceda, de blanco y oro; Daniel Luque, de azul pavo y oro, y José Arcila, de azul celeste y oro. Oro que vale plata: 10 millones de pesos cada traje. Y se lavan –me contó Monaguillo alguna vez– con sal para sacar la sangre. Esa que dejan los toros en el vientre del torero, en los codos y algunas veces en el mismo pecho. Los toreros lanzados suelen empapar la taleguilla con sangre de su femoral.

                                                                                                                                De Uceda se esperaba mucho y dio todo lo que consintió dar su primero, Diamante, de 470 kilos, un jabonero sucio. Fue recibido por el matador con verónicas, ganando terreno hacia el centro. El puyazo, leve como casi todos los de la  temporada, apagó al toro. Los quites por chicuelinas fueron medidos y justos. Nada vimos en banderillas y Diamante quedó como un ponqué después de un cumpleaños. Tiró Uceda con suavidad la montera después de brindar al público, cayó a sus pies, la miró de reojo bocarriba. Y sonrió. Detalles, sí, pero son los que le ponen salero a la fiesta. Fue al toro midiendo los pasos, uno a uno, seduciéndolo. Dio pases redondos y aseados: música. Citó de frente en naturales, echando la pierna contraria adelante y rematando con un farol. Toreo en corto la serie, como lo hacen los valientes. Vuelve a la derecha, torea como un maestro, lento, sin tensiones, arrastrando el sentimiento con la muleta. El toro se va de bruces, es hora de matar. Pincha. El maestro de maestros, el as de la espada, pinchó. El público lo perdonó con palmas. Toma distancia de nuevo: media estocada en sitio, en la yema, donde el pelo del toro hace un remolino. Es de muerte. Silvan a Diamante en el arrastre. El público agradece al torero.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Ni qué decir de su segundo, quinto de la tarde, llamado Leguleyo. Negro, playero. Salió suelto como un reo en fuga. Desatendió el capo, huyó del caballo, tiró a la loca. En fin, un verdadero abugaducho. Algún banderillero ganó con soltura la barrera. Otro puso un par de rejoneo. Ni nombres doy. El torero, escaldado, viendo que el triunfo se le diluía en un animal torvo, sin casta, sin nobleza, pidió silencio a ver si sacaba alguna perla del muladar. Nada, Leguleyo tardeaba En un envión desarmó a Luque. Cosa fea que aumenta el fastidio del torero. Contrae los músculos de la cara a cada pase, mira con rabia al toro. El mundo de ilusiones se volatilizaba. El bicho cabeceaba, tiraba tornillazos, rebrincaba, miraba al cuerpo y, para ajustar, se quedaba en el embroque. ¡Y miraba con qué gana al torero! Luque entra a matarlo con asco. Y el toro lo recibe de la misma manera, dándole con la manga del cuerno un golpe fortísimo en la pierna. Luque sale mustio por sus propios medios. Un torero no cojea. Mató y salió para la enfermería. Fue un toro que hizo honor a su nombre.

                                                                                                                                José Arcila se las vio en su primero con Halcón, de 496 kilos, negro, zaino, astifino. Lo recibió con verónicas pasito-atrás. Dormido en el caballo, recibió una pica de temporada. Halcón arrastró el hocico por la arena. Banderillas sin ánimo, tafalleras –de moda– opacas. Halcón se coló en un quite y golpeó en el pecho; Arcila es ayudado a levantarse: sin color, demacrado, desencajado. “Si no hubiera sido porque el capote se le enredó al toro en la cabeza, lo mata”, comenta mi vecino. Brindó al público. Inició el tercer tercio con cambiados por detrás, afortunados, y derechazos de la misma calidad. Se le vuelve a colar Halcón, hecho un pájaro, en naturales pero sin consecuencias. Logró derechazos largos, arreglados. El toro humillaba. Dos pinchazos y a la tercera, la vencida, corona. Silencio.

                                                                                                                                Su segundo, Luchador, pesó 460, jabonero más claro que sus hermanos, también playero de cuernos y con tan poca casta como Leguleyo. Pero –hay que abonarlo– tenía unos ojitos dulces. Valiente y con ganas, Arcila lo recibió con verónicas bien hechas. Remató mirando a la galería, pidiendo el aplauso. Desobligante. Pica trasera y superficial. El respetable se aburría. Ni Franco logró entusiasmarlo. Brinda a Ponce que, junto a Cayetano, miraba desde el callejón. Muletazos de rodillas para no desdecir. Tres, cuatro, poniendo el pecho, sacó un ole a gatas. Un hachazo de Luchador suspende la serie de muletazos en redondo que Arcila lograba a fuerza de perseverancia. Al natural, poco, fuera de cacho. “¡Crúzate, torero!”, le grita mi vecino. El toro lo desarma, para no decir lo desnuda. Vuelve a la derecha. “¡Distancias, torero!” vuelve a gritar mi vecino. Toreo de largo. El toro saborea su lengua. Logra un kirikikí. Coloca una media estocada mortal. Hemorragia que Luchador vomita al pie de tablas. Silencio.
                                                                                                                                Una tarde sin espadas, sin banderillas, sin puyas. Toreros tristes, toreros iracundos, toreros aplazados.  

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