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La cocina es uno de los lugares donde más se han creado conversaciones a lo largo de los años. Es un espacio que actúa como un puente entre las personas, utilizando como utensilios la tradición, la cultura y el arte de compartir. Saborear recetas permite escribir historias que pretenden transmitir la esencia de las raíces de generación en generación; y explorar y compartir platos que fortalecen un oficio que no solo nutre el cuerpo, sino que también alimenta el espíritu.
A Ana Laura Ponce la conocí probando una empanada de charqui de llama, una preparación tradicional de Jujuy en Argentina que dio a conocer en Pasto, ciudad donde se lleva a cabo el II Encuentro Iberoamericano de Cocinas, un tiquete abierto de interacción social que me invitó a descubrir una atmósfera festiva donde todos somos hermanos.
Esta cocinera tradicional es apasionada por la gastronomía regional, cada territorio que pisa es una oportunidad para exponer el “tesoro” que corre por sus venas: ella hace parte de la cuarta generación de una familia compuesta por matronas que se ha dedicado a usar como vestido la sabiduría norteña reflejada en sus creaciones.
Me llamo Anita
Nos pusimos una cita en el restaurante del hotel donde ambas nos estábamos hospedando a las 8:00 a. m. Anita estaba lista desde la noche anterior que le dije que quería que habláramos de su vida. En ningún momento lo dudó, mientras tanto me manifestó que el oficio de los periodistas es similar al de las cocineras, porque a través de las manos narramos acontecimientos importantes que dejan huella, para ella en los comensales, para mí en los lectores.
A la mañana del día siguiente, lista para nuestro encuentro, lucía una vestimenta que mostraba su tierra. Un sombrero y un poncho gaucho. Cuando le pregunté quién era y cómo había iniciado en el mundo gastronómico, me dijo entre risas que no le gustaba hablar en tercera persona porque no era Maradona, aquel futbolista argentino que fue noticia en múltiples ocasiones.
No obstante, inició a narrarme la travesía de su vida con el acelerador a fondo. “Soy emprendedora gastronómica con más de 20 años de experiencia, educadora, compartidora de mi tradición. Madre, hija y nieta de mujeres maravillosas, empoderadas no solamente en la gastronomía sino en la vida”. Ponce está convencida de que la cocina es una pedagogía para compartir y por qué no para rezar. La asocia con lo mágico y con la fortuna de haberse formado en la casa de sus dos abuelas.
Cuenta con orgullo que tiene una responsabilidad grande al mostrar de dónde viene, teme que la historia de sus raíces se desvanezca y por eso es que se siente en “la obligación” de transmitirlas por donde camina. “Alguna vez una cocinera me dijo que parecía que yo evangelizara todo el tiempo, y para qué digo que no si es una verdad que se nota desde que abro los ojos hasta que los cierro”.
Paula y Marina
En su cocina, Ana guarda con devoción el antiguo libro de recetas y consejos de su abuela Marina, una joya que abarca desde el año 1920 hasta 1970. Este legado no solo tiene una infinidad de platos magníficos que evocan sabores de su infancia, sino que también contiene consejos sobre el arte de cocinar y letras de chacareras, la música folclórica del norte argentino. Cada página, manchada por el tiempo, es un recordatorio de las reuniones familiares y las historias compartidas en torno a la mesa. Se siente conectada con sus raíces a través de él, celebrando su cultura.
“Mi abuela era una mujer hermosa que nació en la época de 1.900, en ese momento pocas sabían leer y escribir, era una mujer del campo que plasmó su sabiduría a través del papel. Yo no sé si lo hizo consciente o inconscientemente, pero siento que los preparó para que yo hoy día esté aquí, en la otra parte de América, hablando de nuestras tradiciones”.
Doña Marina marcó el inició de un viaje culinario del que Ana no busca retorno. El primer recuerdo de ella es cuando llegaba a su casa de campo después de haber viajado de noche, encontrando siempre en la mesa un vaso de leche caliente recién salido de las vacas que tenía en sus tierras. De Paula, tiene el cuerpo y el carácter, recordarla es sentir en su paladar el sabor del mate de leche, aquel que se está perdiendo en la actualidad.
Descubriendo la cocina andina
Cuando Ana Paula tenía un poco más de 20 años se maravilló con Jujuy y con los cerros que rodeaban las tierras andinas. Sus colores llamaron su atención, pero la conexión que tuvo con la tierra fue casi indescriptible. “La Quebrada de Humahuaca es como un gran pasillo que tiene de un lado y del otro, cerros de colores, mi alma se sintió en paz y supe que ahí quiero hacerme vieja y morir. El universo hizo lo suyo para quedarme, dándome un muy buen trabajo; también me presentó a mi compañero de vida, Ezequiel, tilcareño, artista, una persona excepcional y además carnicero”.
Este valle y sus aldeas quechuas albergan desde hace algún tiempo El Patio Tilcara, una propuesta gastronómica que satisface paladares con los sabores auténticos y sostenibles del norte argentino. Anita empezó en este lugar siendo su cocinera. La dueña del lugar era una antropóloga de Buenos Aires que enfermó de Parkinson y decidió en medio de su proceso venderle el lugar porque era su mano derecha. Con un poco de incertidumbre y con el apoyo de su esposo, aquel patio que le daba tantas alegrías sin ser de su propiedad, pasó a serlo, ahora existe con su impronta norteña.
“Es un comedor donde puede ir cualquier persona, del pueblo o turista, se come rico y abundante. Ahí cocino lo que a mí me gusta, locros, empanadas, humitas, tamales, sopas, tulpo, cosas simples pero bien hechas y con respeto. No hay carta, el menú varía porque soy muy inquieta, me aburre la monotonía. Debo decir que no soy amiga del microondas, por eso todas las mañanas me levanto, dejo a los chicos en la escuela muy temprano, voy al mercado y me fijo qué ingredientes hay frescos y así creó el menú”.
Un resguardo de la cultura gastronómica argentina
El gran desafío de esta portadora de tradición es que no se pierda el origen, la esencia. Considera que el boom de los chefs del fine dining está abarcando todo, y aunque están utilizando el producto y poniéndolo en la vitrina, las mujeres que lo producen se están quedando atrás. “El sol tiene que salir para todos, pero así como sale para ellos, también debe salir para las portadoras. No hay que imponerle a la gente, ahora la atención está puesta en la estética, pero para mí el primer filtro del alimento es el cultural”.
Desde su cocina, brinda apoyo a adolescentes que enfrentan problemas de adicción, pero lo hace en secreto, guiada por su convicción de que las acciones verdaderamente significativas no necesitan ser publicitadas. Para ella, el diálogo que surge en torno a la cocina es un refugio donde estos jóvenes pueden sentirse a salvo, lejos de presiones y juicios. Con cada plato que enseña, Anita crea un espacio sanador que invita a la reflexión y la conexión, permitiendo que vayan soltando, poco a poco, el peso de su situación.
Con cada conversación y cada ingrediente, Ponce ha logrado tejer una red de colaboración con sabor. Sumado a esto, adelanta trabajo con mujeres que han sido víctimas de violencia de género. “Estas chicas son muy resignadas, muchas de ellas no quieren hablar del tema, pero yo sé que están ahí porque quieren tener una herramienta para salir de ese entorno nocivo porque se sienten incapaces de poder generar el dinero para bancarse solas y dejar de aguantar a un pelotudo que las trata mal, la cocina las empodera un montón”.
La gastronomía que sigue tejiendo la región
El norte argentino es la Argentina indígena y sigue escribiendo historia. A la cocinera se le iluminan los ojos diciendo que en su región son maiceros y paperos, ingredientes que son fundamentales para entender su cocina. El maíz es la alimentación norteña y han logrado ser la bandera de una gastronomía que ya está empezando a recorrer con más fuerza varios territorios del mundo.
La diversidad de climas, gentes y paisajes de una región se reflejan en su gastronomía, creando una comida cíclica que varía según las estaciones y las tradiciones locales. En cada rincón, los ingredientes frescos de la tierra, como frutas, verduras y hierbas, marcan el ritmo de las recetas, adaptándose a las condiciones del entorno. Esta variedad no solo enriquece la paleta de sabores, sino que también narra historias de conexión con la naturaleza. Así, cada plato se convierte en un testimonio, mientras las estaciones traen consigo nuevas oportunidades para celebrar la riqueza y la diversidad que ofrece su cocina.
Cocina al instante
¿Qué no la deja dormir?
Hoy, por hoy, la necesidad de tener mi propio espacio.
¿A quién quisiera volver a ver?
A mi mamá, para que se sienta orgullosa de mí.
¿Su ingrediente favorito en la cocina?
En realidad son tres, pimentón, ají molido y comino.
¿Qué alimenta su creatividad?
Esa sale solita cuando me voy para el mercado.
¿Lo mejor de Colombia?
Sus cocineras tradicionales.
¿De día o de noche?
De día, yo sirvo de día.
¿Café o mate de leche?
Mate de leche.
¿Cuál es su debilidad?
Decir siempre lo que pienso.
Una canción para cantar con el alma
Cualquiera de Mercedes Sosa.
¿A qué parte de su cuerpo le pondría un seguro de vida?
A mi mano, por supuesto.
¿Lo mejor de ser una cocinera tradicional?
El orgullo de serlo.
Si su camino no hubiera sido el de la cocina, ¿qué hubiera escogido como oficio de vida?
Nunca me imaginé nada diferente a la cocina.
¿Con qué plato o receta puede asociar el emprendendimiento?
Con la humita.
¿Con quién no se sentaría en la mesa?
Con un montón de gente (risas).
Defina su cocina en una palabra
Corazón.
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧