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Con pinzas. Así comienza esta exploración gastronómica que invita al comensal a alistar sus papilas gustativas para sumergirse en una aventura de sabor para no perder de vista. Entre sabores salados, dulces y ácidos, esta cocina abierta, ubicada en la zona G de Bogotá, tiene un menú que puede catalogarse como una verdadera “obra de arte”. Jacobo Bonilla es el artífice de la magia que ocurre detrás de los fogones. Su creatividad es su herramienta más valiosa en la cocina y el aprovechamiento de los recursos es lo que hace que sus propuestas se roben aplausos apenas se saborean sus recetas. Él tiene claro que la cocina y el arte son el concepto real de su restaurante.
A este bogotano de 36 años siempre le gustó cocinar. Pasó por muchos colegios, confiesa que no le gustaba estudiar y que casi por obligación tuvo que “coger seriedad” para transitar en la vida. Cuando era más joven le gustaba hacer grafitis en la calle -de ahí su afinidad por el arte-terminó estudiando Negocios Internacionales, y como no le apasionaba esa carrera decidió irse por su favorita entre tres que tenía en lista. Ni el diseño de interiores ni el diseño de modas lograron conquistarlo, en cambio, la gastronomía sí se transformó en su estilo de vida.
“Tengo que decir que corrí con muy buena suerte cuando terminé de estudiar gastronomía, yo no sabía hacer ni un huevo frito, lo que quería hacer eran platos lindos. A mí no me interesaba nada más, solo quería aprender eso. Hace 16 años, aquí en Colombia nadie hacía lo que estaba buscando, y quienes se dedicaban a eso, estaban afuera, claro, los Michelin Star”.
Su sonrisa se dibuja cuando recuerda que, de no haber sido por el consejo de una amiga argentina, no habría llegado a las mejores cocinas del mundo. Recuerda que envió una infinidad de correos y que le respondieron solamente tres. En uno, le dijeron que lo esperaban en el año 2.800, en otro, le dieron las gracias por postularse, pero el Eleven Madison Park le dio la oportunidad de probar suerte. Allí tuvo que trabajar como nunca, permanecer de pie, manejar la presión y entender lo que significa la palabra exigencia para llevar a cabo su propia propuesta, Debora.
¿Un concepto artístico para aterrizar en uno gastronómico?
Varias personas han asociado el nombre de su restaurante con el de Débora Arango, la artista y acuarelista colombiana que desarrolló su obra dentro del movimiento expresionista. Y aunque podría tener una estrecha relación, Jacobo ha sido enfático en que eso no es del todo cierto. Considera que sus creaciones culinarias sí son como piezas de arte, resalta que la comida siempre debe verse como una situación artística y que debe desprenderse de ella misma para crear sus recetas. Su arte son los ingredientes.
El restaurante no es un homenaje a ella en sí mismo, es una forma de honrar su libertad y eso fue lo que rescató a Bonilla y a sus socios de alguna manera. Tiene claro que su obra es importante, que es expresionismo puro, así que destacar lo que ella hizo en su época, lo que significó, y lo que logró como ser humano, es impresionante. “Ella fue capaz de ‘parársele’ al mundo y decirle ‘me vale cinco si a ustedes les gusta o no lo que yo hago’”, y eso es lo que Bonilla hace en su restaurante. Es fiel a sus gustos e ideales, y lo que pretende desde sus platos hasta las bebidas, es una expresión artística y de libertad por la que trabaja a diario.
Debora es un restaurante que permite romper el hielo en la mesa. Los comensales interactúan todo el tiempo. “Cuando pensamos esta propuesta con Valentín, nuestro sommelier, y con Laura, nuestra otra socia, teníamos claro que había que hacer algo muy bien hecho técnicamente, muy lindo, una especie de fine dining donde nada fuera acartonado. La idea era que se pudiera hablar alrededor de la mesa, escuchar a Rod Stewart y trabajar para nadie se creyera más que el otro”. Su propósito siempre ha sido generar una empatía honesta con las personas.
Un viaje de exploración por la cocina colombiana
El chef decidió dividir la carta de su restaurante en tres momentos, destacando platos de río y costa, donde el plátano y el ají dulce antojan en un solo bocado. También ofrece platos de campo como la gallina confitada en leche de coco, la salsa de pimienta verde del Putumayo y una tradicional lengua, que no deja nada que envidiarle a un buen boeuf bourguignon.
La lengua es un plato de “amores y odios” para muchos comensales. Con todo y eso es una carta bien jugada del cocinero quien asegura que, si se le agregara más zanahoria, cebolla, champiñón y un poco de vino tinto a su preparación dejaría como resultado esta construcción culinaria francesa (boeuf bourguignon), que no es nada más que un estofado sin vino tinto, teniendo en cuenta que en el país no hay un consumo elevado de este.
Cuenta además que el ingrediente que es bien tratado siempre deja un buen resultado y que la lengua -que es uno de sus platos favoritos- es una propuesta amable, gustosa, rica, suave, crocante y que tiene todo el sabor para seducir en la mesa. Así como lo hacen platos como el atún del Pacífico con olivas de Villa de Leyva y vegetales o el arroz local con camarones de Isla Fuerte con hogao de maíz y carantanta. El chorizo, la morcilla y el callo, tampoco se quedan atrás.
A este lugar hay que aplaudirle la forma como usa el achiote, está presente en varias preparaciones, su sabor es provocativo y se siente a Colombia en cada cucharada. El aguacate con fríjoles de los Montes de María desafía paladares y la exposición de flora colombiana en sus emplatados es una verdadera muestra de arte libre en la mesa. Este es resultado de lo que hace Jacobo para estimular su memoria gustativa, prueba de todo y le encanta percibir los aromas para ver cómo pueden fusionarse con otros elementos en la cocina.
Valentino Galán, la fórmula de gastronomía líquida de Jacobo para brindar en la mesa
Bonilla sabe que para hacer algo bien hecho y bien logrado debe contar con un equipo que tenga multiplicidad de habilidades, y eso fue lo que encontró en Valentino Galán, el sommelier de Debora. Confiesa que, si no hubiera sido por él, seguiría trabajando en otros proyectos que quizá no lo llenarían, y que por el mismo respeto que le tiene a lo que hace, entendió que no podía hacer todo solo. “Si tienes un compañero que entiende la vaina igual que tú, que está al mismo nivel y lo disfruta de la misma forma, es una fórmula de éxito garantizada”.
Bonilla y Galán se conocieron en el restaurante peruano Central y por azares del destino perdieron contacto permanente. La vida les traería una sorpresa en el camino, mientras que Jacobo trabajaba en Criterión se enteró de que Valentino estaba en el país, así que se conectó con él para que le diera una asesoría de vinos para el lugar en el que trabaja en ese momento, sin percatarse de que ese encuentro serviría de trampolín para montar una idea de negocio que se adaptaría al sector Horeca. Con el paso del tiempo se han dado cuenta de que el restaurante no nació para facturar, sino para hacer las cosas bien hechas. La comida es arte para ellos, tiene colores, sabores, aromas, altura y movimiento, así que cada plato es una escultura comestible para estos socios.
Cocina al instante
¿Qué hace falta para que Colombia sea un país más gastronómico?
Que las nuevas generaciones le metan más ganas.
¿Qué fue lo más difícil de abrir su restaurante?
Justo eso, emprender. Eso ha sido lo más difícil, tomar la decisión de abrir un negocio propio.
¿En qué cree?
En que si uno hace lo que quiere, le va bien.
¿Cuál es el ingrediente infaltable para trabajar en su cocina?
El limón, la sal y la miel.
¿Qué poder le hubiera gustado tener?
Me hubiera gustado poder volar.
¿Qué heredó de sus padres?
El temperamento.
Un sabor que guarde en su memoria
La trufa negra, la miel y un rico limón.
Un acto con mucha sazón
La vida.
¿Qué colecciona?
Recuerdos.
Su plato favorito
Un rico arroz con huevo frito. No tan caliente el arroz, si está frío, mejor.
Si hoy fuera su última cena qué comería
Una papa a la huancaína, un ajiaco y fritanga, definitivamente. (risas)
El plato que no ha podido hacer
Las arepas boyacenses.
¿Cuáles son las flores que utiliza en sus platos?
Las flores vienen de la sabana de Bogotá, tenemos más o menos cuatro proveedores. Entre ellas se destacan las begonias, los yuyos, los pensamientos, las centaureas y las capuchinas. En realidad son muchas.
A solas con el sommelier
¿Cómo llegó a ser sommelier?
Arranqué en este mundo por la cocina en realidad. Inicié trabajando como cocinero y me di cuenta de que había muchas más opciones de las que uno cree conocer cuando llega a estudiar cocina. Entonces, empecé a ver otras posibilidades, temas administrativos, de bebidas, y particularmente el tema del vino me llamó la atención. En ese momento, no había facilidades para entrar a estudiar eso acá en Bogotá, y dije, no, creo que mi camino va más hacia lo gerencial, así que voy a irme a estudiar hotelería a Francia.
Ese era el plan A. Empecé a estudiar francés, hice todo el proceso y me negaron la visa de estudios. Ya tenía todo cuadrado, universidad, hospedaje, todo y no tenía plan B. Ahí mi papá me dice, “bueno, ¿y ahora qué vas a hacer?”, le contesté que honestamente no sabía. Él estaba viviendo en Perú y me contó que en Lima también había Cordon Bleu y que por qué no miraba si había algún programa que me llamara la atención. Me metí inmediatamente a buscar eso, y estaba el programa de vinos. Le conté y me dijo que iba a averiguar.
El cuento es que no averiguó, sino que fue que me fue inscribiendo de una, viajé dos días después y así me fui a vivir a Perú. Inicialmente, eran 10 meses y me quedé 10 años porque terminé de estudiar mi programa de vinos y a la vez estudiaba y trabajaba en una bodega de vinos peruana. Cuando cumplí el primer año de haber regresado a Colombia, me llaman del restaurante Central y me dicen “oye, estamos buscando un asistente de sommelier, ¿te interesa?”, y a las pocas horas estaba allá presentando la entrevista, pasé y tomé el trabajo.
Crecí muchísimo, fui aprendiendo, estuve casi ocho años con ellos y terminé a cargo del programa de bebidas, bar y vinos, también desarrollé productos de investigación, hacíamos fermentos, destilación, etc., y ya cuando cumplí todo ese proceso, vengo a Colombia después de pandemia a ver a mi familia, y me doy cuenta de que aquí hay oportunidades muy interesantes, me veo con Jacobo y con Laura, y así empezó la historia de Debora.
¿Qué sabor tiene Debora?
A champán, es una de mis denominaciones favoritas. Lo veo muy elegante, con mucho trabajo manual por detrás, llevado a otro nivel.
¿Cuáles han sido los mejores descubrimientos en el restaurante en torno a la gastronomía líquida?
Químicamente, hay unas cosas lógicas que te llevan a hacer las uniones de la cocina y el vino, pero cuando tú le pones un poco más de arte a todo lo que hacemos, y empiezas a encontrar cómo unir las cosas de acuerdo con su origen, me parece que hay una lógica mayor inclusive más importante que la química. Entonces, empezar a encontrar el origen de por qué el vino sabe de una manera o por qué la acidez se hace presente de alguna forma, entre otros, es un descubrimiento constante.
Hacer match entre la gastronomía sólida y líquida tiene todo el sentido en Debora. Por ejemplo, nuestro chipichipi, que es con ají dulce, tiene unas notas muy particulares. Cuando lo mezclamos con el trabajo artesanal del vino, en este caso, los vinos naturales, los sabores se destacan de una manera increíble.
¿La amistad y las sociedades se sirven en copa de vino?
Es difícil, pero curiosamente nos ha funcionado bien con Jacobo.
Si pudiera ser un sabor de vino, ¿cuál se ajustaría más a su personalidad?
Un vino tinto, bien clásico, pero que conforme lo empiezas a probar y a conocer, puede ir cambiando.
¿A qué sabe la gastronomía líquida en Colombia?
A autenticidad y a sabores naturales, caseros, cero pretenciosos.
¿Cuál es el vino que se tomaría si fuera su último día?
Ya me lo tomé (risas). Esa es una historia muy bonita. Recuerdo que lo compré con mucho esfuerzo, era un champán del noventa, el mismo año de mi nacimiento y además estaba firmado por su enólogo, lo tuve guardado muchos años. Siempre estaba esperando el momento exacto para hacerlo. Toda mi familia está en diferentes partes del mundo, pero un día resultó que todos estuvieron en Debora a la vez. Habíamos abierto el restaurante recientemente, yo tenía la botella ahí guardada y dije, hoy es el día. Destapamos el vino, estaba hermoso y vivo todavía. Así que valoro y no cambio ese momento por nada en el mundo.
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧