El paraíso del diablo
Escenario de la explotación del indígena por los empresarios del caucho a comienzos del Siglo XX, y ubicada en el Amazonas, fue centro de horrores, vejaciones y asesinatos.
Fernando Araújo Vélez
Veinte años después de que Julio César Arana hubiera mandado a construir el primer muro de lo que se llamaría la Casa Arana, en 1903, un hombre desesperado decía en las páginas de un libro inmortal que antes de que se hubiera apasionado por mujer alguna, había jugado su corazón al azar y se lo había ganado la Violencia. Hablaba de Violencia, así, en mayúsculas, pues la Violencia era lo único que había conocido hasta entonces. Lo único que conocería, muy a pesar de sus amores y sus esporádicas alegrías. Violencia de caucheros que se desparramaba entre ríos, humedales y arbustos. Violencia de ambiciones que se apropiaba del mundo y sus hombres. Violencia que había exterminado a 40 mil indígenas por oro o caucho, que a la hora de las cuentas significaba lo mismo.
El libro fue La vorágine. El hombre desesperado, Arturo Cova. Y el escenario, la mansión de Arana en la selva colombiana de la Amazonia, que desde finales del siglo XIX se convirtió en el destino de las multinacionales caucheras, o en la guerra y el infierno del caucho. La historia se había iniciado con la explotación de la quina, hacia 1860. Varios empresarios colombianos que se anticiparon a las necesidades europeas de promoverla. Rafael Reyes fue uno de ellos. Su hermano Néstor, incluso, murió en la manigua, afectado por los difíciles climas y los animales silvestres. En las últimas décadas del siglo, sin embargo, la bonanza se despedazó.
Con la Guerra de los Mil Días el negocio terminó de colapsar. Reyes, uno de los promotores, se había dedicado a la política. Su familia había quebrado, muy a pesar de que en reuniones sociales sostenía que la nueva mina de oro en las selvas era el caucho. Hubo quienes escucharon la premonición. Sabían, de oídas, que en el Perú había una empresa, la Peruvian Amazon Company, que comerciaba con los indígenas, los maltrataba, vendía, compraba, hería, mataba, si con ello ganaba un dólar más. Su gerente y propietario era Julio César Arana.
En 1907 su emporio comenzó a derrumbarse. Unos textos semiperdidos, escritos por un ingeniero norteamericano de apellido Hardenburg, alertaron al periódico inglés Truth sobre diversos asaltos a mano armada de trabajadores de Aldana contra intermediarios caucheros colombianos, y contra los indígenas de la región. Los agresores iban secundados por el ejército peruano. Aquel era “El paraíso del diablo”, según Hardenburg. Así tituló sus escritos diletantes el diario. La Foreingn Office intervino, y el gobierno británico comisionó a Sir Roger Casement, cónsul en Río de Janeiro, para que constatara los hechos.
Casement viajó al Putumayo en 1910 y recorrió gran parte del área de La Chorrera. Entrevistó directamente a los trabajadores negros provenientes de Barbados, y comprobó la situación. Presentó ante su gobierno un informe pormenorizado en el cual corroboraba las afirmaciones de Hardenburg. Los indios, dijo, eran forzados a extraer el látex. Si no entregaban las cuotas exigidas por los caucheros, eran castigados en el cepo, flagelados, torturados. Arana protestó. El gobierno peruano se comprometió a intervenir. En 1912, el Parlamento británico abrió una investigación pública para determinar el grado de responsabilidad de los directivos de la Peruvian Amazon Company. Todos declararon, menos los indígenas y los negros. La Primera Guerra Mundial desvió los juicios, los artículos de prensa y la indignación. La Casa Arana continuó laborando hasta los años 30, muy a pesar de José Eustasio Rivera y su Vorágine. Muy a pesardel exterminio indígena.
Veinte años después de que Julio César Arana hubiera mandado a construir el primer muro de lo que se llamaría la Casa Arana, en 1903, un hombre desesperado decía en las páginas de un libro inmortal que antes de que se hubiera apasionado por mujer alguna, había jugado su corazón al azar y se lo había ganado la Violencia. Hablaba de Violencia, así, en mayúsculas, pues la Violencia era lo único que había conocido hasta entonces. Lo único que conocería, muy a pesar de sus amores y sus esporádicas alegrías. Violencia de caucheros que se desparramaba entre ríos, humedales y arbustos. Violencia de ambiciones que se apropiaba del mundo y sus hombres. Violencia que había exterminado a 40 mil indígenas por oro o caucho, que a la hora de las cuentas significaba lo mismo.
El libro fue La vorágine. El hombre desesperado, Arturo Cova. Y el escenario, la mansión de Arana en la selva colombiana de la Amazonia, que desde finales del siglo XIX se convirtió en el destino de las multinacionales caucheras, o en la guerra y el infierno del caucho. La historia se había iniciado con la explotación de la quina, hacia 1860. Varios empresarios colombianos que se anticiparon a las necesidades europeas de promoverla. Rafael Reyes fue uno de ellos. Su hermano Néstor, incluso, murió en la manigua, afectado por los difíciles climas y los animales silvestres. En las últimas décadas del siglo, sin embargo, la bonanza se despedazó.
Con la Guerra de los Mil Días el negocio terminó de colapsar. Reyes, uno de los promotores, se había dedicado a la política. Su familia había quebrado, muy a pesar de que en reuniones sociales sostenía que la nueva mina de oro en las selvas era el caucho. Hubo quienes escucharon la premonición. Sabían, de oídas, que en el Perú había una empresa, la Peruvian Amazon Company, que comerciaba con los indígenas, los maltrataba, vendía, compraba, hería, mataba, si con ello ganaba un dólar más. Su gerente y propietario era Julio César Arana.
En 1907 su emporio comenzó a derrumbarse. Unos textos semiperdidos, escritos por un ingeniero norteamericano de apellido Hardenburg, alertaron al periódico inglés Truth sobre diversos asaltos a mano armada de trabajadores de Aldana contra intermediarios caucheros colombianos, y contra los indígenas de la región. Los agresores iban secundados por el ejército peruano. Aquel era “El paraíso del diablo”, según Hardenburg. Así tituló sus escritos diletantes el diario. La Foreingn Office intervino, y el gobierno británico comisionó a Sir Roger Casement, cónsul en Río de Janeiro, para que constatara los hechos.
Casement viajó al Putumayo en 1910 y recorrió gran parte del área de La Chorrera. Entrevistó directamente a los trabajadores negros provenientes de Barbados, y comprobó la situación. Presentó ante su gobierno un informe pormenorizado en el cual corroboraba las afirmaciones de Hardenburg. Los indios, dijo, eran forzados a extraer el látex. Si no entregaban las cuotas exigidas por los caucheros, eran castigados en el cepo, flagelados, torturados. Arana protestó. El gobierno peruano se comprometió a intervenir. En 1912, el Parlamento británico abrió una investigación pública para determinar el grado de responsabilidad de los directivos de la Peruvian Amazon Company. Todos declararon, menos los indígenas y los negros. La Primera Guerra Mundial desvió los juicios, los artículos de prensa y la indignación. La Casa Arana continuó laborando hasta los años 30, muy a pesar de José Eustasio Rivera y su Vorágine. Muy a pesardel exterminio indígena.