El vino: ¿ciencia o arte?
Sorbos y bocados se entreveran en el paladar, obligándonos, no pocas veces, a cerrar los ojos para viajar a lugares recónditos de nuestra conciencia.
Sorbos y bocados se entreveran en el paladar, obligándonos, no pocas veces, a cerrar los ojos para viajar a lugares recónditos de nuestra conciencia.
Descorchar y apreciar el torrente aromático y gustativo de un Chablis de la Borgoña, un Pinot Noir de Vosne-Romanée, un Sauvignon Blanc de Nueva Zelanda, un Malbec de altura de Altamira, un Syrah costero de Leyda, un Barolo del Piamonte, un Garnacha del Priorato, un Pauilliac de Burdeos o un Riesling de Mosel eleva nuestra experiencia sensorial a territorios encantadores; pero de ahí a llamarlos obras de arte existe una gran brecha.
En un reciente escrito, cuyos conceptos comparto, el periodista argentino Giorgio Benedetti insiste en que un vino es un vino, y nada más. Aunque irriga y despierta nuestros sentidos del gusto, el olfato, el tacto y la vista, el vino, según Benedetti, está lejos de equipararse con la lectura de un poema, la observación detallada de una pintura o el deleite de una armoniosa y desafiante melodía.
En su artículo titulado “El vino, lo menos parecido al arte”, publicado recientemente en El Cronista, de Buenos Aires, Benedetti ilustra así su posición:
“Lo pienso y le doy vueltas, pero no me cierra. Que se incluya la creatividad, la inspiración o el talento personal me la banco; pero explicarme que un vino, por más rico que sea, es algo así como La anunciación, de Simone Martini, como los versos de Pedro Salinas o como el Quinteto para piano y cuerdas de Shostakóvich ya me parece demasiado. Eso es arte, esto es vino; no tiene nada que ver una cosa con la otra. Ni remotamente”.
Y agrega: “Yo creo que el vino es un montón de cosas maravillosas. Maravillosas o no tanto, pero un montón de cosas seguro. Tengo fehacientes testimonios de que el vino es una pasión, una enfermedad, un medio para hacer catarsis, una locura, una manera de entender la vida, una manera de expresarla; pero no un acto de redención ni de trascendencia como lo es el arte”.
Desde la orilla contraria, recurro al caso vivido en 2011 por Richard Hemming, un enófilo británico, quien en el pasado compartió conclusiones similares a las de Benedetti. Incluso, fue más lejos cuando empezó a redactar su ensayo final para obtener el esquivo título Master of Wine. La pregunta abierta era: “Is wine an art or a science?”
“Ni lo uno ni lo otro”, respondió Hemming, “es una bebida”; ahora, Hemming ha dado vuelta a su punto de vista y dice que el vino también es arte.
“Los enólogos pueden valerse de la ciencia para darles piso a sus acciones y apuntalar sus decisiones racionales, pero hacer vino también implica tomar decisiones arbitrarias que dependen del gusto, la personalidad y las preferencias estéticas del hacedor”. Y agrega: “Los grandes vinos poseen la capacidad de estimular la conciencia del bebedor de una manera que la ciencia, por sí sola, no puede hacer. Hay belleza en la ciencia, pero no se iguala a la reacción instintiva y emocional que caracteriza nuestro comportamiento frente a una gran obra de arte, incluido el vino… El vino comenzó a hacerse antes de que la ciencia pudiera explicarlo. Luego, entonces, el vino ha vivido sin la ciencia, pero no sin arte, lo cual refuerza mi creencia de que, primero y ante todo, el vino es arte, y también una bebida”.
He aquí dos interpretaciones para elegir la propia.
Sorbos y bocados se entreveran en el paladar, obligándonos, no pocas veces, a cerrar los ojos para viajar a lugares recónditos de nuestra conciencia.
Descorchar y apreciar el torrente aromático y gustativo de un Chablis de la Borgoña, un Pinot Noir de Vosne-Romanée, un Sauvignon Blanc de Nueva Zelanda, un Malbec de altura de Altamira, un Syrah costero de Leyda, un Barolo del Piamonte, un Garnacha del Priorato, un Pauilliac de Burdeos o un Riesling de Mosel eleva nuestra experiencia sensorial a territorios encantadores; pero de ahí a llamarlos obras de arte existe una gran brecha.
En un reciente escrito, cuyos conceptos comparto, el periodista argentino Giorgio Benedetti insiste en que un vino es un vino, y nada más. Aunque irriga y despierta nuestros sentidos del gusto, el olfato, el tacto y la vista, el vino, según Benedetti, está lejos de equipararse con la lectura de un poema, la observación detallada de una pintura o el deleite de una armoniosa y desafiante melodía.
En su artículo titulado “El vino, lo menos parecido al arte”, publicado recientemente en El Cronista, de Buenos Aires, Benedetti ilustra así su posición:
“Lo pienso y le doy vueltas, pero no me cierra. Que se incluya la creatividad, la inspiración o el talento personal me la banco; pero explicarme que un vino, por más rico que sea, es algo así como La anunciación, de Simone Martini, como los versos de Pedro Salinas o como el Quinteto para piano y cuerdas de Shostakóvich ya me parece demasiado. Eso es arte, esto es vino; no tiene nada que ver una cosa con la otra. Ni remotamente”.
Y agrega: “Yo creo que el vino es un montón de cosas maravillosas. Maravillosas o no tanto, pero un montón de cosas seguro. Tengo fehacientes testimonios de que el vino es una pasión, una enfermedad, un medio para hacer catarsis, una locura, una manera de entender la vida, una manera de expresarla; pero no un acto de redención ni de trascendencia como lo es el arte”.
Desde la orilla contraria, recurro al caso vivido en 2011 por Richard Hemming, un enófilo británico, quien en el pasado compartió conclusiones similares a las de Benedetti. Incluso, fue más lejos cuando empezó a redactar su ensayo final para obtener el esquivo título Master of Wine. La pregunta abierta era: “Is wine an art or a science?”
“Ni lo uno ni lo otro”, respondió Hemming, “es una bebida”; ahora, Hemming ha dado vuelta a su punto de vista y dice que el vino también es arte.
“Los enólogos pueden valerse de la ciencia para darles piso a sus acciones y apuntalar sus decisiones racionales, pero hacer vino también implica tomar decisiones arbitrarias que dependen del gusto, la personalidad y las preferencias estéticas del hacedor”. Y agrega: “Los grandes vinos poseen la capacidad de estimular la conciencia del bebedor de una manera que la ciencia, por sí sola, no puede hacer. Hay belleza en la ciencia, pero no se iguala a la reacción instintiva y emocional que caracteriza nuestro comportamiento frente a una gran obra de arte, incluido el vino… El vino comenzó a hacerse antes de que la ciencia pudiera explicarlo. Luego, entonces, el vino ha vivido sin la ciencia, pero no sin arte, lo cual refuerza mi creencia de que, primero y ante todo, el vino es arte, y también una bebida”.
He aquí dos interpretaciones para elegir la propia.