El vino y su fuente de aromas
A la hora de entender los aromas del vino —o sea, los puntos cardinales de su fascinación—, debemos recurrir obligatoriamente a ese banco de recuerdos llamado memoria olfativa.
Hugo Sabogal
Cada vez que acercamos la nariz a una copa, intuimos muchas fragancias recogidas a lo largo de nuestras vidas. Tal vez en un comienzo no podamos nombrarlas como quisiéramos. Pero entre más comprensión del vino tengamos, mayor capacidad de identificarlas con precisión.
El primer gran resultado llega cuando logramos valorar las distintas sugerencias a plantas, hierbas, flores, frutos, granos, tallos, minerales y extractos naturales presentes en una bebida que alcanza más de un millar de posibilidades.
Y así, de repente, sentimos los perfumes de la lima en un Sauvignon Blanc; los de pera o manzana del Chardonnay; los de moras y cerezas del Merlot; los de arándanos del Cabernet Sauvignon, o los de ciruelas y violetas del Malbec.
Algunas veces debemos ir más allá, particularmente cuando bebemos un vino de crianza o con añejamiento, el cual nos invita a extraer recuerdos a madera, vainilla o coco. Y si la evolución del vino es todavía mayor, aparecen insinuaciones a frutas cocidas, hoja de tabaco o cuero.
¿Cómo explicar lo que ocurre?
Ante todo, debemos entender que tanto el fruto como el proceso de elaboración generan diferentes compuestos aromáticos. Para entenderlos —sin meterle tanta teoría química al asunto—, uno puede usar como pie de apoyo a portales como el estadounidense Wine Folly, cuyo objetivo es, precisamente, simplificar todo este aprendizaje. Al principio parece complejo, pero créame que no lo es.
La familia de los esteres, conformada por ácidos y alcoholes, nos entrega, por ejemplo, los aromas frutales y florales. Es así como brotan las esencias de manzana en un Chardonnay o las de frambuesa en un Garnacha.
El compuesto de la pirazina, por su lado, contiene un variado ramillete vegetal, y es notorio al olfato el rastro de pimentón verde en un Carménère y en un Cabernet Franc, o el de pasto recién cortado en varios Sauvignon Blanc.
Los terpenos, ricos en aromas herbáceos y florales, dan vida a olores delicados como el de rosas (en un Moscato Blanco) o el de lychee (en un Torrontés argentino).
La categoría de los tioles agrupa expresiones agridulces como aquella fragancia de grosella negra en un Cabernet Sauvignon o de fruto de la pasión (maracuyá) en un Verdejo.
Algo más complejos son los compuestos terrosos, sulfurosos o minerales, que dan pie a los olores de tiza, típicos en los Chardonnay de Chablis y en muchos champanes.
También causan sensaciones terrosas otros compuestos como la geosmina, que sugiere aromas a tierra mojada y champiñón, asociadas a muchos vinos del Viejo Mundo y a algunos del Nuevo Mundo.
Los suelos ferrosos, por su parte, nos transportan al olor de carne ahumada, principalmente en vinos de la variedad Syrah.
Y por increíble que parezca, es un hongo (Botrytis cinerea) el responsable de crear el sello de distinción de dos exclusivos y costosos vinos blancos dulces: el Tokaj de Hungría y el Sauternes del sudoeste francés, con sus recuerdos a miel y a jengibre.
Todo, como se ve, es una cuestión del olfato, o sea, el órgano del cuerpo humano que colma gran parte de nuestra imaginación.
Cada vez que acercamos la nariz a una copa, intuimos muchas fragancias recogidas a lo largo de nuestras vidas. Tal vez en un comienzo no podamos nombrarlas como quisiéramos. Pero entre más comprensión del vino tengamos, mayor capacidad de identificarlas con precisión.
El primer gran resultado llega cuando logramos valorar las distintas sugerencias a plantas, hierbas, flores, frutos, granos, tallos, minerales y extractos naturales presentes en una bebida que alcanza más de un millar de posibilidades.
Y así, de repente, sentimos los perfumes de la lima en un Sauvignon Blanc; los de pera o manzana del Chardonnay; los de moras y cerezas del Merlot; los de arándanos del Cabernet Sauvignon, o los de ciruelas y violetas del Malbec.
Algunas veces debemos ir más allá, particularmente cuando bebemos un vino de crianza o con añejamiento, el cual nos invita a extraer recuerdos a madera, vainilla o coco. Y si la evolución del vino es todavía mayor, aparecen insinuaciones a frutas cocidas, hoja de tabaco o cuero.
¿Cómo explicar lo que ocurre?
Ante todo, debemos entender que tanto el fruto como el proceso de elaboración generan diferentes compuestos aromáticos. Para entenderlos —sin meterle tanta teoría química al asunto—, uno puede usar como pie de apoyo a portales como el estadounidense Wine Folly, cuyo objetivo es, precisamente, simplificar todo este aprendizaje. Al principio parece complejo, pero créame que no lo es.
La familia de los esteres, conformada por ácidos y alcoholes, nos entrega, por ejemplo, los aromas frutales y florales. Es así como brotan las esencias de manzana en un Chardonnay o las de frambuesa en un Garnacha.
El compuesto de la pirazina, por su lado, contiene un variado ramillete vegetal, y es notorio al olfato el rastro de pimentón verde en un Carménère y en un Cabernet Franc, o el de pasto recién cortado en varios Sauvignon Blanc.
Los terpenos, ricos en aromas herbáceos y florales, dan vida a olores delicados como el de rosas (en un Moscato Blanco) o el de lychee (en un Torrontés argentino).
La categoría de los tioles agrupa expresiones agridulces como aquella fragancia de grosella negra en un Cabernet Sauvignon o de fruto de la pasión (maracuyá) en un Verdejo.
Algo más complejos son los compuestos terrosos, sulfurosos o minerales, que dan pie a los olores de tiza, típicos en los Chardonnay de Chablis y en muchos champanes.
También causan sensaciones terrosas otros compuestos como la geosmina, que sugiere aromas a tierra mojada y champiñón, asociadas a muchos vinos del Viejo Mundo y a algunos del Nuevo Mundo.
Los suelos ferrosos, por su parte, nos transportan al olor de carne ahumada, principalmente en vinos de la variedad Syrah.
Y por increíble que parezca, es un hongo (Botrytis cinerea) el responsable de crear el sello de distinción de dos exclusivos y costosos vinos blancos dulces: el Tokaj de Hungría y el Sauternes del sudoeste francés, con sus recuerdos a miel y a jengibre.
Todo, como se ve, es una cuestión del olfato, o sea, el órgano del cuerpo humano que colma gran parte de nuestra imaginación.