¡Este vino no huele bien!
Para los bebedores devotos, un envase así manipulado debe ponerse en reposo por una semana o algo más, antes de descorcharlo.
Clientes y proveedores de vinos y destilados están de plácemes.
La pandemia ha desatado un verdadero tsunami en la venta virtual y los despachos a domicilio, situando a estos productos de consumo entre los más demandados durante la gran cuarentena de 2020 y los intermitentes confinamientos de 2021.
Si bien es cierto que estas modalidades de comercialización cumplen con las variables de pronto despacho y agilidad en el recorrido, impiden, por otro lado, que el consumidor se cerciore sobre el manejo y estado del producto. Todo el proceso transcurre rapidísimo
En un restaurante, por ejemplo —donde los productos se guardan bajo mínimos estándares de conservación—, siempre será posible probar el vino antes de dar la señal de llenar las copas. Si la botella elegida presenta defectos, es viable devolverla y cambiarla.
En el caso de los domicilios, esos protocolos no se cumplen, porque, en vez del sommelier, el cuidado pasa a manos de tenderos móviles a bordo de motos y bicicletas, cuyos movimientos intempestivos agitan y desestabilizan el producto en el trayecto.
Para los bebedores devotos, un envase así manipulado debe ponerse en reposo por una semana o algo más, antes de descorcharlo. Pero esto no ocurre en la mayoría de los casos. La botella simplemente se abre justo después de recibida. Y ya es tarde para reclamar.
En cualquier caso, es clave empaparse de los principales defectos del vino; defectos que, en algunos casos, hacen muy desagradable su consumo.
Los dividiré en tres grupos: visibles, captados por olfato y expresados en el gusto.
Visibles: turbidez y opacidad en el líquido. Se derivan de la presencia de microorganismos procedentes de las levaduras utilizadas para convertir el azúcar en alcohol. Tampoco son inusuales los residuos cristalinos en el corcho o en el fondo de la botella, debidos al exceso de potasio y calcio. Y no menos frecuente es la oxidación, que se manifiesta en el líquido con un color marrón, similar al de una manzana cuando queda expuesta al aire. Hay oxidaciones prematuras por descuidos en el almacenamiento.
Captados por el olfato: el “mal de corcho”, o contaminación por tricloroanisol, se deriva de un compuesto presente en el tapón, que luego se transmite al vino y desata olores a papel, cartón húmedo o pelaje de perro mojado. Otros dos defectos de elaboración son la presencia de anhídrido sulfuroso (olor a fósforo recién quemado) o de ácido sulfhídrico, que desencadena tufos fuertes y desagradables como los de un huevo podrido. Uno más es el defecto del vino picado o avinagrado, producto del exceso de ácido acético en la elaboración o de resequedad en el corcho, que permite ingreso de oxígeno en la botella. La afectación por exposición prolongada a la luz (botellas dejadas cerca de ventanas o bajo claraboyas o focos) les da a los blancos y espumosos un hedor a lana mojada.
Expresados en el gusto: segunda fermentación, consistente en un cosquilleo inesperado, similar al producido por los espumosos, solo que, en este caso, aqueja a vinos tranquilos, los cuales no deben exhibir efervescencia. Tanto o más frecuente es la afectación por calor, generada por sobreexposición a la radiación solar. Un caso es el de los vinos transportados en contenedores metálicos o guardados en bodegas con techo de zinc, que producen en el paladar una sensación de azúcar tostada o reducción de vino en un sartén.
Con los domicilios en pleno auge, es clave mantenerse en estado de alerta para no tener que beber vinos defectuosos sin que lo sepamos.
Clientes y proveedores de vinos y destilados están de plácemes.
La pandemia ha desatado un verdadero tsunami en la venta virtual y los despachos a domicilio, situando a estos productos de consumo entre los más demandados durante la gran cuarentena de 2020 y los intermitentes confinamientos de 2021.
Si bien es cierto que estas modalidades de comercialización cumplen con las variables de pronto despacho y agilidad en el recorrido, impiden, por otro lado, que el consumidor se cerciore sobre el manejo y estado del producto. Todo el proceso transcurre rapidísimo
En un restaurante, por ejemplo —donde los productos se guardan bajo mínimos estándares de conservación—, siempre será posible probar el vino antes de dar la señal de llenar las copas. Si la botella elegida presenta defectos, es viable devolverla y cambiarla.
En el caso de los domicilios, esos protocolos no se cumplen, porque, en vez del sommelier, el cuidado pasa a manos de tenderos móviles a bordo de motos y bicicletas, cuyos movimientos intempestivos agitan y desestabilizan el producto en el trayecto.
Para los bebedores devotos, un envase así manipulado debe ponerse en reposo por una semana o algo más, antes de descorcharlo. Pero esto no ocurre en la mayoría de los casos. La botella simplemente se abre justo después de recibida. Y ya es tarde para reclamar.
En cualquier caso, es clave empaparse de los principales defectos del vino; defectos que, en algunos casos, hacen muy desagradable su consumo.
Los dividiré en tres grupos: visibles, captados por olfato y expresados en el gusto.
Visibles: turbidez y opacidad en el líquido. Se derivan de la presencia de microorganismos procedentes de las levaduras utilizadas para convertir el azúcar en alcohol. Tampoco son inusuales los residuos cristalinos en el corcho o en el fondo de la botella, debidos al exceso de potasio y calcio. Y no menos frecuente es la oxidación, que se manifiesta en el líquido con un color marrón, similar al de una manzana cuando queda expuesta al aire. Hay oxidaciones prematuras por descuidos en el almacenamiento.
Captados por el olfato: el “mal de corcho”, o contaminación por tricloroanisol, se deriva de un compuesto presente en el tapón, que luego se transmite al vino y desata olores a papel, cartón húmedo o pelaje de perro mojado. Otros dos defectos de elaboración son la presencia de anhídrido sulfuroso (olor a fósforo recién quemado) o de ácido sulfhídrico, que desencadena tufos fuertes y desagradables como los de un huevo podrido. Uno más es el defecto del vino picado o avinagrado, producto del exceso de ácido acético en la elaboración o de resequedad en el corcho, que permite ingreso de oxígeno en la botella. La afectación por exposición prolongada a la luz (botellas dejadas cerca de ventanas o bajo claraboyas o focos) les da a los blancos y espumosos un hedor a lana mojada.
Expresados en el gusto: segunda fermentación, consistente en un cosquilleo inesperado, similar al producido por los espumosos, solo que, en este caso, aqueja a vinos tranquilos, los cuales no deben exhibir efervescencia. Tanto o más frecuente es la afectación por calor, generada por sobreexposición a la radiación solar. Un caso es el de los vinos transportados en contenedores metálicos o guardados en bodegas con techo de zinc, que producen en el paladar una sensación de azúcar tostada o reducción de vino en un sartén.
Con los domicilios en pleno auge, es clave mantenerse en estado de alerta para no tener que beber vinos defectuosos sin que lo sepamos.