Los japoneses, la pasta y la música de viento
Aprender qué se puede hacer y qué no se puede hacer con los palillos para quedar como un hombre civilizado y no como un bárbaro occidental.
Caius Apicius - EFE
Han pasado ya ochenta y cinco años desde que el español Julio Camba escribió unas deliciosas páginas sobre la cocina italiana, y muy especialmente sobre la pasta, en el para mí más interesante y ameno de todos los libros sobre gastronomía escritos en castellano: "La casa de Lúculo o el arte de comer".
El autor, que prefería ser considerado periodista y no escritor, afirmaba que "lo más difícil de las pastas es el modo de comerlas".
Explicaba el procedimiento (heterodoxo, pues emplea la cuchara para apoyar el tenedor a fin de formar su "ovillo" de pasta) y concluía que, si se siguen sus instrucciones, "lograrán comer sus spaghetti de manera decorosa y, al mismo tiempo, distraerán a sus vecinos de mesa con un bonito número de circo". No hace falta que les diga que Camba destilaba ironía, rasgo muy típico del humor gallego (entiéndase aquí "gallego" solo como natural de Galicia).
Las cosas han cambiado mucho. La gente se ha acostumbrado a los spaghetti, a los tagliatelle, a las pappardelle e incluso a pastas con franca tendencia a resbalar del tenedor, caso de los bucatini.
Nadie, o casi nadie, se ayuda con la cuchara; la verdad es que, salvando las lógicas dificultades iniciales, de las que no creo que se libren ni los niños italianos, la cosa no tiene muchos lances. Mera práctica.
Camba escribió también de cocina china, desde la lejanía. No lo hizo sobre la cocina japonesa. En China y Japón se comen pastas equivalentes a los spaghetti, pastas largas, que en este caso no hay que enrollar en el tenedor, que no usan, sino llevarlas a la boca sin más instrumento que los palillos. Dirán ustedes que, con práctica, también será sencillo. Pues, no. De sencillo, nada. Y además es muy chocante para un occidental el modo japonés de comer fideos largos.
Como ustedes saben, el hecho de comer, en Japón, está rodeado de un muy estricto protocolo, de un código de buenas costumbres. Deberá usted aprender qué se puede hacer y qué no se puede hacer con los palillos para quedar como un hombre civilizado y no como un bárbaro occidental. Todo es elegancia (pero su elegancia, la de ellos), discreción, silencio, hasta que llegan a la mesa los soba o los udon, que es como se llaman allí estas pastas largas.
Ustedes verán que ellos se limitan a capturar unos cuantos fideos con sus palillos y, sin preocuparse ni poco ni mucho de enrollarlos y formar el clásico ovillo, se los llevan a la boca. Una vez que los tienen entre los labios, los sorben. Bueno, dirán ustedes; también hay occidentales que sorben el final de cada ovillo de sus spaghetti, esos spaghetti que, fieles a la ley de Murphy, quedan siempre colgando.
Pero ustedes los sorberán con la máxima discreción, casi como pidiendo perdón por su torpeza; en cambio, ellos los sorberán ruidosamente, para extrañeza de quien empieza a adentrarse por la complejidad de la ceremonia del té (cha no yu), que se espera de un japonés en la mesa cualquier cosa menos esos sonoros sorbidos. Pero su estupor llegará al máximo cuando le expliquen que es que es así, que lo correcto es sorberlos haciendo el mayor ruido posible.
Ustedes verán lo que hacen; yo, por si acaso, evito comer pasta en un restaurante japonés: me falta el instrumento perfecto, que es el tenedor (de cuatro púas, por favor), y me sobra la que llamaré, finamente, "música ambiental".
Vamos, hombre; con lo que insistían nuestros padres, en nuestra infancia, en que no hiciésemos ruido al comer para que una comida, encima en una postura incomodísima, se convierta en un concierto de la sección de viento de la Orquesta Sinfónica de Tokio.
En serio: los tenedores y las sillas, ¡qué dos grandísimos inventos occidentales!
Han pasado ya ochenta y cinco años desde que el español Julio Camba escribió unas deliciosas páginas sobre la cocina italiana, y muy especialmente sobre la pasta, en el para mí más interesante y ameno de todos los libros sobre gastronomía escritos en castellano: "La casa de Lúculo o el arte de comer".
El autor, que prefería ser considerado periodista y no escritor, afirmaba que "lo más difícil de las pastas es el modo de comerlas".
Explicaba el procedimiento (heterodoxo, pues emplea la cuchara para apoyar el tenedor a fin de formar su "ovillo" de pasta) y concluía que, si se siguen sus instrucciones, "lograrán comer sus spaghetti de manera decorosa y, al mismo tiempo, distraerán a sus vecinos de mesa con un bonito número de circo". No hace falta que les diga que Camba destilaba ironía, rasgo muy típico del humor gallego (entiéndase aquí "gallego" solo como natural de Galicia).
Las cosas han cambiado mucho. La gente se ha acostumbrado a los spaghetti, a los tagliatelle, a las pappardelle e incluso a pastas con franca tendencia a resbalar del tenedor, caso de los bucatini.
Nadie, o casi nadie, se ayuda con la cuchara; la verdad es que, salvando las lógicas dificultades iniciales, de las que no creo que se libren ni los niños italianos, la cosa no tiene muchos lances. Mera práctica.
Camba escribió también de cocina china, desde la lejanía. No lo hizo sobre la cocina japonesa. En China y Japón se comen pastas equivalentes a los spaghetti, pastas largas, que en este caso no hay que enrollar en el tenedor, que no usan, sino llevarlas a la boca sin más instrumento que los palillos. Dirán ustedes que, con práctica, también será sencillo. Pues, no. De sencillo, nada. Y además es muy chocante para un occidental el modo japonés de comer fideos largos.
Como ustedes saben, el hecho de comer, en Japón, está rodeado de un muy estricto protocolo, de un código de buenas costumbres. Deberá usted aprender qué se puede hacer y qué no se puede hacer con los palillos para quedar como un hombre civilizado y no como un bárbaro occidental. Todo es elegancia (pero su elegancia, la de ellos), discreción, silencio, hasta que llegan a la mesa los soba o los udon, que es como se llaman allí estas pastas largas.
Ustedes verán que ellos se limitan a capturar unos cuantos fideos con sus palillos y, sin preocuparse ni poco ni mucho de enrollarlos y formar el clásico ovillo, se los llevan a la boca. Una vez que los tienen entre los labios, los sorben. Bueno, dirán ustedes; también hay occidentales que sorben el final de cada ovillo de sus spaghetti, esos spaghetti que, fieles a la ley de Murphy, quedan siempre colgando.
Pero ustedes los sorberán con la máxima discreción, casi como pidiendo perdón por su torpeza; en cambio, ellos los sorberán ruidosamente, para extrañeza de quien empieza a adentrarse por la complejidad de la ceremonia del té (cha no yu), que se espera de un japonés en la mesa cualquier cosa menos esos sonoros sorbidos. Pero su estupor llegará al máximo cuando le expliquen que es que es así, que lo correcto es sorberlos haciendo el mayor ruido posible.
Ustedes verán lo que hacen; yo, por si acaso, evito comer pasta en un restaurante japonés: me falta el instrumento perfecto, que es el tenedor (de cuatro púas, por favor), y me sobra la que llamaré, finamente, "música ambiental".
Vamos, hombre; con lo que insistían nuestros padres, en nuestra infancia, en que no hiciésemos ruido al comer para que una comida, encima en una postura incomodísima, se convierta en un concierto de la sección de viento de la Orquesta Sinfónica de Tokio.
En serio: los tenedores y las sillas, ¡qué dos grandísimos inventos occidentales!