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Con una camiseta gris adornada con un marciano verde, una gorra con el nombre de su restaurante, sonriente y desparpajado, Eduardo Martínez abrió las puertas de un espacio que expone la riqueza de una filosofía culinaria que ha roto paradigmas y le ha dado paso a pensamientos y sabores más conscientes, alrededor de una mesa que revaloriza la cocina colombiana.
Camilo Torres y Angelita Prieto nunca se imaginaron que la casa que soñaron para formar su familia en 1940 se transformaría en una escuela donde la investigación y la creación culinaria abriera las mentes de quienes tienen en sus platos gestiones sostenibles y culturales que abrazan la geografía de un país que sigue descubriendo su diversidad. Eduardo es el nieto de esta pareja y uno de los artífices de un proyecto que a diario se nutre del respeto por lo propio.
El ingeniero agrónomo se define como “el niño travieso” que habitó el lugar que siempre olía a algo diferente. “En el patio había un brevo y ese olor lo tengo grabado. En esta casa siempre había dulce de mora, de papayuela y del tradicional borracho”. Este fue el primer acercamiento a un mundo que más temprano que tarde comenzaría a explorar haciendo un homenaje a su patria.
“Una cocina sorprendentemente colombiana”
Mini-Mál es el resultado de varias coincidencias. Eduardo, junto con algunos socios y amigos, tenían una ONG que trabajaba principalmente en proyectos de desarrollo sostenible con comunidades de territorios de alta biodiversidad. Siempre tuvieron claro que ellos como profesionales no eran los que tenían la solución a los desafíos, sino que, por el contrario, era su propia gente la que sabía cómo se podían resolver diferentes situaciones. Ellos solamente eran facilitadores.
Martínez sabía que los temas agroindustriales no eran su mundo, sino que su verdadera conexión era con el sector rural. Tomó una línea de profundización en la universidad en desarrollo sostenible y terminó haciendo sus prácticas en el Pacífico, investigando sobre el uso de la biodiversidad y el estudio de los sistemas productivos tradicionales de la comunidad afro en esta región.
Eso fue ampliando su comprensión y logró encontrar lo que le interesaba. “Mientras pasaba todo esto nos encontramos trabajando con grupos de mujeres en los que la cocina era ese espacio ideal para recrear el uso de la biodiversidad”. Esta experiencia aclaró una cosa que para él y su grupo de trabajo era pura intuición, pero que en el ejercicio diario se encontraron con que el recinto es el lugar donde la cultura se autodefine.
La cocina hasta ese momento había sido una afición para Martínez, no obstante, en el momento que se dio cuenta de que en ella se afirma o se empobrece una cultura dejó de ser un “juego” y se volvió un tema de profundización e investigación, que lo llevó a cuestionarse el reclamo de las comunidades que aseguraban que había muchas iniciativas de la gente, pero que eran invisibles en la ciudad, exponiendo así la necesidad de un vehículo que se articulara con los territorios.
“Al principio nosotros decíamos que Mini-Mál iba a ser como una revista en vivo, pensábamos cuál iba a ser la manera de sensibilizar a un público urbano sobre eso que nos interesaba a nosotros. El discurso ambiental y poder contar el valor de lo que la gente hace en el territorio, por la protección de los ecosistemas, por proteger la cultura, y por mantener vigoroso el campo desde el regaño, siempre me ha parecido que no cala, porque eso al final solo produce inmovilidad”.
Una revista en vivo
Con esto claro decidieron darle la vuelta a ese concepto para encontrar la manera de movilizar a las personas. Mini-Mál comenzó así, como una especie de revista en vivo donde esas preocupaciones se expresaban principalmente desde un restaurante, pero también desde una tienda de diseño, desde el desfile de una diseñadora de modas o desde un artista plástico.
Hace más de 20 años, la casa, que hoy es reconocida como una de las principales propuestas gastronómicas del país, nació como un pop-up, que era un restaurante con una galería de diseño y arte, con la idea de poner en escena eso que sus fundadores tenían en la cabeza. “Abrimos el 13 de diciembre de 2001 y el día de la inauguración colapsamos, pero como no se sabía bien lo que era el formato, pues nadie se indispuso. Al otro día abrimos, y con el restaurante disponible dijimos ‘bueno, vamos a ver qué pasa’”.
A simple vista parecía que la idea había tenido respuesta, sin embargo, no estaban preparados para lo que habían creado. El 13 de enero hicieron una segunda inauguración, y testearon qué seguía ocurriendo con su modelo. Ajustaron algunas cosas y se lanzaron al ruedo con un café, dos sándwiches, dos entradas, dos sopas, dos fuertes y dos postres.
Para el colombiano esto significó un cuestionamiento de vida profundo, mientras que sus hermanos -que también encabezan el proyecto- siguieron con sus vidas, él y su socio, Manuel Romero, debieron ponerse al frente del negocio completamente. “Ya habíamos matado el tigre, cómo nos íbamos a asustar con el cuero. Pero el pánico era total, yo no era cocinero, pero había que hacerle”.
Décadas de sabor con evolución
La intención con este restaurante estaba clara desde el principio. En su primera carta ya existía el atún ahumado de Bahía Solano, un interés de las cabezas de esta propuesta por enfocarse en mostrar los productos de las comunidades y contar historias. Pero, en sus primeras exploraciones, había una mezcla y adaptación de influencias orientales.
Con el paso del tiempo y ante los descubrimientos, esto fue quedándose a un lado y su oferta se transformó en recetas de investigación local. En poco tiempo su menú experimentó un crecimiento con cosas sencillas para el momento gastronómico que estaba viviendo Bogotá. “Creo que Mini- Mál siempre ha respondido a imaginarios de cliché cultural. Antes todo el mundo nos decía que por qué no hacíamos cocina típica, y nuestra respuesta era porque, por un lado, eso ya estaba posicionado y no había mucho más que hacerle, y por el otro había que tomar distancia y hacer visible la cocina que habita en diferentes partes del país”.
El método de investigación de Mini-Mál es constante, los platos parecen ser una “luz” que responde a elevar esos sitios donde se ha construido un “prejuicio cultural gastronómico” como lo manifiesta Martínez. Siempre han tenido ingredientes andinos en la carta que van desde los cubios hasta las chuguas para que la gente se vea confrontada con esos imaginarios colectivos donde se critica el sabor e incluso el origen de sus componentes.
Eduardo es un cocinero por evolución, no ha abandonado la agronomía y la cocina se ha vuelto otra manera de profundizar sus conocimientos. Nunca se ha desligado de los alimentos ni de los campesinos, tampoco de lo que está pasando en el territorio y mucho menos de las preocupaciones que tiene con la conservación de los ecosistemas. El ejercicio de encontrar una herramienta de expresión en la cocina es su mayor evolución.
En ese sentido, está seguro de que esa es la principal diferencia con otros cocineros. Mini-Mál es un proceso que surgió al revés de lo que hacen ahora las nuevas generaciones con afinidad a la cocina. Nació de la preocupación del origen de las cosas, de ir a investigar qué pasaba en el territorio, por eso sus creadores llegaron a la conclusión de que su restaurante es una plataforma interesante para terminar esa investigación que comenzaron in situ y que debía terminar en el consumidor final, el comensal.
El territorio, una pizca de inocencia en sus recetas
Los 23 años de experiencia de este restaurante hacen que hoy en día sean catalogados como los pioneros en hablar de territorio desde los ingredientes en el país. El cocinero empírico asegura que todo empezó como un plan -en cierta medida- “inocente”, pero que ha dejado como resultado la intención de mantener un vínculo constante con las regiones y sus pobladores, siendo un puente de divulgación de sus sabores y de su riqueza tradicional, parental, étnica o como bien pueda llamarse.
Sabe a ciencia cierta que la biodiversidad y diversidad cultural de Colombia son los pilares de una propuesta de desarrollo alternativo del que hace 25 años muchos veían como un potencial, sin embargo, lo que los ha mantenido en acción es poder materializar eso que no era una hipótesis ni una posibilidad, sino una realidad.
La apuesta de Mini-Mál siempre se ha basado en no hablar de la cocina de afuera, durante estas décadas han aportado a crear un movimiento de interés que explore la cocina colombiana trabajando desde distintos ámbitos, por ejemplo, estimulando las cocinas populares en las plazas de mercado.
“La confianza cultural está muy lastimada porque somos hijos de un proceso colonial y de exclusión. Hay que darle la vuelta a eso. Se necesita que haya un mercado en la ciudad que se aprecie y que eso empiece a circular en otras políticas estrechamente relacionadas con la gastronomía. Todo eso que nosotros nos imaginamos hace 20 años ya hace parte de un avance, es muy chévere y por demás satisfactorio”.
Mantenerse vigentes con las nuevas tendencias es “raro” para Eduardo. Sabe que ahora no es tan fácil sorprender y que esa dinámica requiere de más esfuerzo, a pesar de eso, cree que hay una cosa que la gente sigue apreciando y es el espacio en el que Mini- Mál se sitúa. Por un lado, nunca fue su interés estar ubicados en una propuesta “fancy” o de moda, aunque sigan siendo un motivo de conversación. Ahora mismo están en un sitio intermedio que le permite a la gente tener y acceder a un discurso cercano para todas las generaciones.
Saboreando un proyecto que habla de cultura
Más allá de vender comida o de tener un restaurante, quienes idearon esta propuesta gastronómica buscaron poner en circulación cuestionamientos sobre el valor de la identidad, posturas ambientales y el reconocimiento de la riqueza colombiana, entre otros. Y a pesar de que no son un restaurante étnico, la gente sí los asocia como un espacio de reflexión donde la población indígena, los afros y los campesinos cobran gran relevancia en la escena.
Aquí los comensales aprenden a disfrutar de forma consciente, como diría Eduardo, “sin estar dándoles lora”, ese ha sido también un interés para ellos. “Tenemos un amigo antropólogo que se llama Jaime Arocha, él tiene una expresión cuando empiezan a explicarle algo en algún sitio de comida, habla de “restaurantes con marco teórico” y tiene mucho sentido porque si el gesto y la intención están claros, es porque el concepto está bien construido, pero si uno tiene que explicar todo, pues algo faltó o no se está dando”.
El propósito de Mini-Mál se está cumpliendo, sus propuestas no requieren de tantas explicaciones, esa es la razón por la que siguen posicionados. Las estrategias que han usado durante 23 años han logrado revalorizar la cocina colombiana moviéndose en distintos frentes, el primero en confrontar a la gente con sus propios prejuicios; el segundo en que siguen sorprendiendo en la mesa con investigaciones y técnicas que se trasladan más allá del plato; el tercero, y quizá más importante, seguir entendiendo el espíritu y la esencia que tiene la cocina de territorio.
La investigación más exquisita que han hecho ha sido la del tucupí: Martínez la define como una “panacea” del sabor. “La primera vez que yo probé tucupí, no lo podía creer y cuando me contaron, además, cómo lo hacían, peor. Ver que la yuca desarrolla toda esa cantidad de sabor es increíble”. El ingeniero agrónomo no tiene muy claro cuál va a ser el futuro de la gastronomía colombiana, afirma que probablemente “está pasando al otro lado” y que le preocupa de alguna manera que lo que se ha avanzado en consolidar una identidad se deje atrás por una moda distinta.
Se pregunta constantemente qué les va a pasar a los que les está funcionando hablar de lo local cuando ya no sea suficiente marcar la diferencia desde ese ámbito. Hace énfasis en que hay que seguir construyendo confianza alrededor de las cocinas, y que todavía hay muchas cosas que hacen falta. “Creo que el público de la cocina tuvo un bache largo, quién sabe si motivado por el tiempo en que la gente tuvo que dejar de salir a lo rural. Ese bache no lo tiene Perú ni México, a pesar de que también requirieron de hacer ejercicios para volver a reconocerse. Ese espacio de hacer cultura gastronómica todavía nos hace falta”.
El panorama no es del todo sombrío para él, sabe que la gastronomía del país está mejor que hace unos años. Compara el proceso con el de un adolescente que antes no sabía qué quería, pero que ahora teniéndolo claro debe seguir buscando herramientas que requieren profundizarse desde la persistencia y la disciplina. “Estaría mal no tener esperanza desde la experiencia de Mini-Mál, pero hay que ver cómo lo va a asumir la nueva generación”.
Cocina al instante
¿Grupo musical favorito?
¡Ish! No, muy difícil, o sea... muy difícil. Es que a mí me gusta mucha música, pero ahora, me gusta mucho Edson Velandia.
¿A qué sabe la identidad de Colombia?
Como entre chontaduro y Tucupí.
¿Gastronomía, ingeniería o ciclismo?
Uy, no, que nunca me falte ninguna.
¿La carrera que más trabajo le ha costado?
Por trabajo, la cocina.
Su ciclista favorito
Nairo Quintana.
¿Qué le roba el aliento?
La sencillez de la humildad.
¿Qué le quita el sueño?
Colombia.
¿Qué territorio le hace falta explorar?
El Guainía.
¿Cree en Dios?
De una manera particular, pero creo que sí.
¿Qué diría su epitafio?
Que viví contento en Colombia.
Si pudiera ofrecerle una última cena a quienes más quiere, ¿cuál sería?
Probablemente algo amazónico.
¿El mejor recuerdo de trabajar en aquella ONG de desarrollo sostenible?
Es que hubo cosas lindas, pero probablemente la experiencia en el Atrato fue increíble, fue un momento de quiebre del país muy rudo.
Un plato para disfrutar en Mini-Mál
El pollo enchichado. Son muslos de pollo estofados con chicha y panela servidos con pesto de cilantro y queso Paipa, sobre puré de papa nativa. Un sorprendente y gustoso encuentro con los sabores del altiplano. ¡Aquí hay que probar de todo!
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧