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“El corazón da razones que la razón no comprende”. Esta frase es el mantra de vida de la chef guatemalteca Débora Fadul, un argumento poderoso con el que su padre le enseñó a ver la vida de una manera más ingenua, pero sensata. Ella es una gran parte de él en la tierra, él, es su mayor inspiración y quienes la conocen saben que es una mujer que cree fielmente en el poder que tiene la cocina para restaurar. Alegría, originalidad e inteligencia, son las tres claves para entender la gastronomía que promueve rescatando el verdadero valor del campo.
Se define a sí misma como una niña que está en constante aprendizaje y agradecimiento por las oportunidades que recibe a diario. Asegura también que desde muy pequeña le enseñaron en su casa a valorar y a darse cuenta de lo fácil que la tienen algunas personas en la vida y de lo difícil que la tienen otras para afrontarla. Siempre le gustó la cocina y a través de ella se dio cuenta que su verdadera misión estaba enfocada en servir. Sin embargo, recuerda entre risas, que su historia con los platos, los ingredientes y las ollas pasaron a un segundo plano cuando pensó que en el diseño gráfico estaba su verdadera vocación.
Una cena con su prima antes de irse a estudiar a España fue el punto de ebullición para entender que su vida tenía que estar entre olores y sabores, y como si se tratara de una receta de sabiduría que le estaba regalando el tiempo, sus planes “se quemaron”, la visa para irse de su país nunca llegó y perdió el cupo en la universidad a la que aspiraba entrar. Samuel, su padre siempre supo que había algo que no la convencía del todo en la que sería su profesión, por eso, al calor de un buen café, cuestionó qué era lo que de verdad le movía el alma, así que entre sorbo y sorbo decidieron irse por el universo de la gastronomía.
En Camille -una escuela de alta cocina en Guatemala- comenzó la aventura, se enamoró de sus espacios y fue el primer escalón para llegar a ser reconocida como una de las chefs más importantes del mundo por su cocina consciente, esa que conecta a sus clientes con la tierra y la misma que hoy en día le han permitido mantener en pie el restaurante más sostenible en América Latina.
Hay dos actores principales en la construcción de su profesión como cocinera, Samuel, su papá, y “Chapina”, su abuela. ¿Como esa fusión contribuyó para que se formara como una de las mejores del sector gastronómico?
Mi papá era una persona muy especial, paciente y sencilla. Empezó a trabajar desde los cinco años, fue ilustrador de zapatos. A los 11, los Franciscanos se lo llevaron a prepararlo para ser sacerdote y darle educación, sin embargo, cuando cumplió 18, decidió abandonar esta carrera y dedicarse a repartir esa espiritualidad infundida en el templo, a través de la educación. Se convirtió en asesor educativo, conoció a mi mamá y ahí arrancó la historia. Su forma de educarnos siempre fue con una frase que nunca se me va a olvidar: “¿lo quieres o lo necesitas?”, siempre había una conversación que nos hacía entender el porqué de nuestras decisiones, así que eso influyó mucho en mi forma de ser, en lo que soy hoy en la cocina y en lo que enseño a las personas con las que trabajo: pedagogía por medio de la comida, pero entendiéndola, sabiendo de dónde viene, quién la produce, en dónde se puede utilizar y para qué se va a usar.
En el caso de mi abuela el aprendizaje fue desde otros frentes. Ella dejó sembrada en mí la seguridad y la fortaleza de entender las virtudes que tenemos las mujeres y entender cómo somos primordiales en un ambiente como la gastronomía y la educación, para darle un balance al quehacer diario, ese que no está escrito, sino que se construye a partir de la experiencia de lo que ves, lo que tocas, lo que crees. Entre ambos aprendí a ser mi propio balance y complemento.
Su cocina es un templo, así que no está tan alejada del concepto en el que se formó su papá y que al final le dejó como herencia. ¿Cómo nació su restaurante Diacá?
No es un restaurante normal, más bien está siguiendo una luz para encontrar algo que todavía no sabemos qué es, pero que está vivo. Así se construyó mi “templo”, como una extensión de lo que soy como persona haciendo lo que amo. En el restaurante tenemos una sola regla y es el respeto, o sea, si tú te respetas a ti mismo, respetas el producto, respetas a tus compañeros y todo lo que hay alrededor, ya vas ganando en todos los aspectos de tu vida.
Me encanta ver la emoción de mi jefe de cocina, por ejemplo, cuando llega una zanahoria, la forma en que todos la miran y la analizan, es gratificante y sí, es una zanahoria, pero es la materia prima con la que trabajamos, esa sensación tan agradable se da porque cuando tomé la decisión de tener un equipo, jamás pensé en que debía estar lleno de profesionales increíbles cocinando, eso lo puedes encontrar donde sea. A cocinar le puedes enseñar a cualquiera, a cortar una cebolla, a partir un ajo, cualquiera puede aprender a crear cosas, pero no cualquiera es una buena persona, no cualquiera tiene esa esencia de servicio, de amor, de respeto, de conciencia, el corazón es el mayor ingrediente y ese solo se da en casa.
En mi restaurante no hay nada escrito sobre piedra, todos pueden opinar y lo más importante en esta construcción diaria es la comunicación, si algo se hace bien se habla entre todos, si algo sale de forma equivocada también se analiza y así nos vamos formando entre todos, no se trata de servir únicamente los mejores sabores, sino de entender que detrás de cada creación hay una persona que tiene potencial especialmente para hacer de la comida una obra de arte que jamás termina. Y todo esto con un propósito de fondo, revivir el respeto por las tradiciones culturales, visibilizar el trabajo de las comunidades locales y exaltar esos ingredientes ancestrales que han forjado las culturas gastronómicas latinoamericanas a través de nosotros.
El corazón, la comunicación, la familia y la razón son los pilares de su cocina. ¿Cómo se fusionan para tener el restaurante más sostenible de América Latina?
De todas las formas posibles. Recuerdo que hace un tiempo tuvimos a alguien que hizo pruebas en el restaurante, estuvo dos días y eso fue lo que duró porque fue muy difícil hacerle entender nuestra filosofía. Detrás de cada cosa que hacemos hay un tiempo y un proceso, nosotros no desperdiciamos nada y en eso también está inmersa la palabra respeto.
Cuando yo veo que agarran los ingredientes como si fueran un animal muerto ahí es que me doy cuenta de que muchos “apasionados por la cocina” no entienden qué significa realmente ser sostenible y ¿qué significa eso? Entender que eres parte de algo más grande que lo que está pasando a tu alrededor, es tener esa sensibilidad y esa humildad de decir, yo no soy lo importante, lo importante es lo que vivo y cómo lo vivo. En el restaurante somos sostenibles desde los uniformes que usamos, que son telas de hilo reciclado hasta el entendimiento del por qué a veces no tenemos cebolla para servir.
Lo más importante en la sostenibilidad es la comunicación, porque estás hablando directamente con la persona que está manipulando lo que vas a utilizar y te está contando todo lo que vivió en el proceso para proveértelo, la sostenibilidad no es que todo lo que necesito lo uso en mi cocina o todo lo produzco yo, eso para mí no es ser sostenible. Para mí la sostenibilidad va de la mano de todo un ecosistema de producción, desde el material en donde recibimos el producto hasta el análisis de este y la relación con el productor. Eso es en lo que hay que trabajar, en un “gana y gana” donde sepamos qué es lo que verdaderamente pasa con los ingredientes, aquí tenemos que ganar todos y eso solo se logra escuchando y dándole a los productores la tranquilidad de entender que se pueden presentar cosas en el camino que se salen de las manos, pero que entre todos podemos solucionar. Al final el cliente tiene que entender, cuando hay, hay, cuando no hay, no hay, y cuando no hay, no se saca ese plato, sino que se buscan opciones que puedan también conquistar paladares.
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Usted tiene un don en la lengua y en la nariz, es decir, sabe catar ingredientes. ¿Cómo empezó a desarrollar estas habilidades?
(Risas) Cuando era pequeña no me gustaba que se me juntara la comida en el plato, si algo se tocaba con algo era verdaderamente dramático. Por esa época la paciencia de mi mamá estuvo al límite, sin embargo, nunca me regañaban. Ella encontró una solución en platos con divisiones para que pudiera comer tranquila y la hora de la cena fuera algo divertido y no trágico, así empezó un poco la historia, de hecho, teniendo la edad que tengo sigo aplicando el mismo método en mi vida y en la cocina.
Me gusta que las cosas estén separadas, no porque crea que no se deben mezclar, sino porque me gusta saber cómo saben mezclándose una con la otra, pero desde el ingenio y la creatividad propia, disfrutando sus olores y probando diferentes formas, esto te va a dar la posibilidad de tener variaciones de sabor y eso es lo lindo, desarrollar una experiencia en la que cada bocado deje de ser aburrido y despierte los sentidos, no de forma tradicional, sino desde la exploración con la cuchara. Te aseguro que te vas a sorprender y aprenderás a identificar los ingredientes que se fusionan para complacer a tu paladar. También hay espacio para el descarte, claro.
¿Cómo aprendió a hablar con los ingredientes?
Es chistoso porque es la única forma como le puedo explicar a la gente lo que pasa en mi cocina. Los seres humanos somos decodificadores y para eso están nuestros sentidos. Creo que nos separaron mucho de los ingredientes y de utilizarlos porque siempre nos dijeron: “esto sabe a esto”, “esto a lo otro” y ya te hacías un imaginario que te permitía clasificar las cosas como ricas y feas. Antes había una conexión más directa con ellos. Entonces, cuando digo que hablo con los ingredientes es literal, me siento, me tomo el tiempo de probarlos, de hablar conmigo misma, de entender qué estoy sintiendo y qué información estoy recibiendo. O sea, cuando tú comes, tu cuerpo está decodificando, imagínate la cantidad de información que tiene un solo ingrediente.
Lo lindo de esto es que sin que hablemos el idioma de ellos, lo entendemos, porque hay formas de nuestro lenguaje, que no es el que emitimos por la boca, sino el lenguaje que tenemos internamente con nosotros mismos, el que está conectado con nuestro cerebro, ese es el que te permite llegar a ese punto. Entonces, el comer y escucharnos es lo que hace que hablemos con ellos.
Hay que entender el ingrediente a fondo para saber cómo trabajar con él, para saber cómo manipularlos y para saber cuál es la forma de cocinarlos de forma adecuada, no se trata de decir va guisado, va frito, va a la plancha, sino de entender su desempeño a la hora de conectarse con él.
Su cocina es conexión pura. ¿De qué manera sus propuestas gastronómicas hablan de las experiencias sociales de Guatemala?
Guatemala no solo es la diversidad de cultura que tenemos, también es la forma de hacer las cosas, nuestro comportamiento, la forma en la que hablamos, y todo esto va muy ligado a la psicología social. Mucha de nuestra cocina parte del entendimiento del comportamiento del guatemalteco, así que creo que expresar la localidad no necesariamente se hace solo con la gastronomía específica del lugar, tampoco con el lenguaje de este, ni con las técnicas ni con las sensaciones que te despiertan los espacios. Todo parte de la experiencia, muchos turistas e incluso gente que vive en Guatemala vienen al restaurante porque los sabores evocan recuerdos de sus familiares, de sus abuelos e incluso de sus regiones. Hay cosas que solo a partir del paladar puedes asociar y eso es magia en mi restaurante. Sí, soy guatemalteca pero mis creaciones pueden hacer que sea una habitante, incluso de tu casa, porque entiendo el producto, hablo con él y quiero que despierte todo lo que hay en ti.
Colombia y Guatemala siguen siendo países latinos y nos parecemos mucho, pero tú vas a Guatemala y es otro aroma, hay otras forma de ser de la gente, de comportarse, les gustan cosas distintas, es otra historia. Entonces, no se trata de apropiarse territorialmente de un sitio, sino de entender cómo nos socializamos los seres humanos dependiendo del lugar en donde estamos y cómo se logra a través de la comida. Lo que buscamos es que nuestros clientes sientan que Guatemala tiene una diversidad de sentimientos y de emociones en cada cucharada, pero con un toque de sabor de muchas partes, que incluso desconocemos y despierta nuestra curiosidad cuando los comensales asocian el producto con sus naciones.
Algo que despierta la curiosidad del comensal es que en el restaurante no hay un menú específico, sino un agricultorio. ¿De qué se trata esto?
Es verdad. En el agricultorio lo que encuentras son los ingredientes, de dónde provienen, la finca, la región, el clima, etc. Así que vas a encontrar desde los sabores más suavecitos hasta los más potentes. Como te dije hace un rato, nosotros no hacemos las cosas como normalmente funcionan y es porque siento que en una carta cuando te ponen el menú a disposición, el plato es el protagonista, no el ingrediente, que es la materia prima, y qué pasa si no tienes el ingrediente, pues que no hay plato, así que aquí alguien se está “robando” el protagonismo.
Cuando tú abres el agricultorio, están los ingredientes de la A la Z, del más chiquito al más grande que utilizamos en el restaurante. En este momento ya vamos por un 95 % de saber el 100 % de los ingredientes que utilizamos, todos son de compra directa al productor local, y ese 5 % que nos falta descifrar es porque no hemos encontrado un proveedor directo.
Cuando el comensal llega no sabe qué platos son los que le van a pasar, pero lo que sí saben es qué van a tener. Entonces la gente se asombra porque los frijoles que piden del agricultorio, resultan ser unos chorizos de frijol que hacemos en el restaurante y que te van a sorprender viviendo una experiencia que no vas a encontrar en otro lugar.
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Empatía y nostalgia son los ingredientes que siempre están presentes en su cocina. ¿A qué cree que se debe esto?
Estoy conmovida realmente con esto. Diacá es una caja de pandora, lo que hace en nuestros comensales es maravilloso. Siento que nuestros sabores se conectan 100 % con nuestros comensales. Todavía hay mucho desconocimiento de todo lo que puede proveer Guatemala en el sector de la gastronomía, incluso localmente hablando. Somos un país impresionante, rico en fríjoles, en productores locales, deberíamos sentirnos orgullos de tener el tercer lugar del mundo en hongos y que otros lo reconozcan definitivamente activan la empatía y la nostalgia.
Hemos tenido gente de Rusia, Italia, España, Colombia, que quedan fascinados con lo que ofrecemos porque también tiene una dosis de descubrimiento, de recordar sus raíces, y eso se traduce en que en mi cocina el cariño, el amor y el tiempo de cada preparación, es la verdadera receta del éxito. Hay una anécdota muy bonita que nos pasó con una persona de Rusia que se conmovió en el restaurante y me dijo: “nunca en la vida pensé venir a un país al que por primera vez vengo, probar un zapote que además es una fruta que nunca había probado en mi vida y que ese sabor me llevara de regresó al jardín de mi abuela comiéndome un plato que ella hacía”, esa es la magia que provocamos en nuestros clientes.
Sin embargo, mi parte favorita en todo esto es cuando los productores locales ven servidos en las mesas sus ingredientes, se me llena el corazón de esperanza, me entra una dosis de felicidad inexplicable porque ahí me doy cuenta de que estoy haciendo bien la tarea.
¿Cómo encontró la gastronomía colombiana en esta visita al restaurante de Leo?
A mí Colombia siempre me impacta, me encanta. Algo que hablamos mucho con mi esposo es que, a pesar de que ustedes creen que todavía les falta valorar su producto local, están a años luz de Guatemala en este sentido, a nosotros todavía nos falta mucho por descubrir, por investigar, por agradecer, a veces no sabemos ni qué tenemos. Además, los colombianos tienen una particularidad y es que no importa con quién hables, siempre saben del plato de la región, de dónde viene, por qué se hace así, cómo lo hacen, saben mucho de gastronomía.
Otra cosa que realmente me impactó de mi visita fue cuando fui al supermercado, encontré producto colombiano por todas partes, visité el mercado de hierbas y no podía creer que en mi país no existiera algo así. En Guatemala el 40 % es nacional y el resto es producto importado, entonces, ver eso en Colombia es hermoso. También la amabilidad y la forma de ser de ustedes es excepcional. Los colombianos tienen mucha fuerza y siempre tienen ganas, eso es de apreciar y valorar. Me gusta también la forma en que utilizan sus productos, la yuca, el maíz, esta despensa es fantástica. Por cierto, probé el pandebono y me conquistó (risas).
Estos son algunos de los platos que la chef guatemalteca ofreció en la visita que hizo a Bogotá, una exclusiva cena donde mezcló todo lo mejor de las raíces guatemaltecas con varios ingredientes propios de Colombia:
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) o al de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧