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                                                                                                                                Una más en la familia

                                                                                                                                Este es el relato de la primera marcha del Orgullo LGBTIQ+ a la que fui con mi prima en Medellín durante 2022. Además de gustos y posiciones en la vida, las dos también compartimos la misma orientación sexual, y a ella le agradezco vivir fuera del clóset en familia.

                                                                                                                                Luisa Fernanda Orozco

                                                                                                                                Periodista de la sección Colombia
                                                                                                                                Luisa (izq) y su prima Adriana.
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular

                                                                                                                                En el puente que cruzaba la avenida Colombia, en Medellín, sobre las miles de personas que hacían parte de la marcha del Orgullo LGBTIQ+ de 2022, recordé la única vez que lloré en el colegio. Yo tenía unos siete, ocho años, y mi prima Adriana rondaba los veintidós o veintitrés. Lloraba porque ella se iba indefinidamente para Holanda a hacer una maestría. “¿Qué te pasa?”, me preguntaron mis compañeros cuando empezó la jornada, y yo, con la cabeza sobre el pupitre, les respondí eso, que mi prima favorita se iba para Holanda y que no sabía cuándo iba a volver a verla. Mi prima, la mejor estudiante de su generación y del pregrado en Física que cursó en la Universidad de Antioquia. Mi prima, la más inteligente de la familia, la becada en Europa; el punto que yo me imaginaba en el cielo cuando levantaba el rostro para verlo.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Así la seguí mirando mientras ella vivió en Holanda. Para mantener el contacto, aunque fuera lejano, nos mandábamos mensajes a deshoras por Messenger y Hotmail. Algunos eran cortos y otros más largos en los que ella me explicaba su vida en otro país, el trabajo con su equipo de investigación y los viajes en bicicleta que hacía de su casa a la universidad. Cuando volvió en diciembre del 2008, yo creía que lo había hecho momentáneamente, durante apenas unos meses, por la muerte de nuestra abuela. La primera imagen que tengo de ella después de no verla durante varios meses fue la de su cuerpo muy quieto en la sala de la casa donde mi abuela vivió toda la vida. Ahí, sobre un neceser, estaba la caja con sus cenizas. Adriana le tocó la inscripción que decía su nombre con la yema de los dedos. Creí ver, también, que se limpió la cara con las mangas de su camisa. Luego me enteré de que su regreso a Colombia era indefinido. Había renunciado a la beca porque ya no se quería dedicar a la física, sino al arte, y así lo hizo: cursó sus nuevos estudios en la Universidad de Antioquia, se graduó y continuó con su vida.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Tuvieron que pasar varios años, mientras estaba en séptimo de bachillerato, que lo descubrí por mí misma: el significado de los celos que sentía cuando mi mejor amiga hablaba con alguien más, la atracción que me generaban las profesoras que me dictaban clase, y el interés particular por que solo ellas, y no sus compañeros hombres, me prestaran atención. Con esas sensaciones llegaron las miradas de otras como yo; los besos que nos dimos escondidas en los baños del colegio, y las manos entrelazadas que tenían que soltarse por si veían a alguien venir. Estábamos en un colegio católico, de la arquidiócesis de Medellín, y aunque la homosexualidad masculina era mucho más visible, y notoriamente más castigada que la de las mujeres, igual experimentábamos miedo. Al principio me nombraba bisexual para dejar una especie de puerta abierta, la posibilidad de que se me fuera a pasar, que se tratara de una mera curiosidad. Luego no porque llegó la certeza del primer amor, la sensación inequívoca que atraviesa el cuerpo, y el abrazo a la palabra con todas sus letras: lesbiana.

                                                                                                                                Cuando se lo conté a mi mamá, pasó tranquilamente durante otro almuerzo en el que era el comedor de nuestro anterior apartamento. Ella, también con tranquilidad, me dijo “pues no eres la única en la familia”, y yo, con inocencia, le pregunté, “¿ah, sí? ¿Y quién más?”. “Pues Adriana, tu prima”, me confirmó ella, y fue así como llegó la memoria y la certeza: el almuerzo que había tenido con ella y con mi tía, y la manera en que ambas lo negaron indirectamente.

                                                                                                                                Cuando estaba a punto de graduarme del colegio, Adriana y yo comenzamos a acercarnos mucho más. Una vez, salimos a comer algo y, cuando llegamos a mi casa e íbamos a despedirnos, nos quedamos en la entrada y se lo conté de repente, el que a mí también me gustaban las mujeres. “¿Y tus papás ya saben?”, me preguntó, y yo les respondí lo único que me ha dicho mi mamá durante toda mi vida que se ha sentido como una punzada en el estómago, un golpe al vacío: “¿En serio? No te creo. Lo último que quiero es que sufras en la vida como ya le ha pasado a las mujeres de la familia”.

                                                                                                                                Adriana me escuchó en silencio, con paciencia, y como si se tratara de una conversación que se tiene todos los días, se volteó para mirarme y me dijo, “pues mírame a mí, que me ha ido muy bien. En todo caso, bienvenida. Una más en la familia”, y las dos nos reímos durante tanto tiempo que se nos olvidó despedirnos.

                                                                                                                                Desde eso, nuestra relación se transformó en una sensación de hermandad, en la certeza de una conversación que se prolonga en la pantalla a varias ciudades de distancia, ella en Medellín y yo en Bogotá; la convicción de que existe una pertenencia en medio de una familia tan reducida como la nuestra. Ahí, en el puente que cruzaba la avenida Colombia, y en la que era la primera marcha del orgullo a la que iba con Adriana, agradecí que el sol no me cegara más la vista, sino que se hubiera convertido en una especie de medalla con doble cara: la de dos planetas que se orbitan mutuamente con la certeza de ser par.

                                                                                                                                Luisa (izq) y su prima Adriana.
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular

                                                                                                                                En el puente que cruzaba la avenida Colombia, en Medellín, sobre las miles de personas que hacían parte de la marcha del Orgullo LGBTIQ+ de 2022, recordé la única vez que lloré en el colegio. Yo tenía unos siete, ocho años, y mi prima Adriana rondaba los veintidós o veintitrés. Lloraba porque ella se iba indefinidamente para Holanda a hacer una maestría. “¿Qué te pasa?”, me preguntaron mis compañeros cuando empezó la jornada, y yo, con la cabeza sobre el pupitre, les respondí eso, que mi prima favorita se iba para Holanda y que no sabía cuándo iba a volver a verla. Mi prima, la mejor estudiante de su generación y del pregrado en Física que cursó en la Universidad de Antioquia. Mi prima, la más inteligente de la familia, la becada en Europa; el punto que yo me imaginaba en el cielo cuando levantaba el rostro para verlo.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Comencé a ir a la marcha del Orgullo en 2017 con amigos del colegio, pero la marcha de 2022 fue la primera a la que fui con Adriana. Aunque ella siempre había querido ir, no lo había hecho hasta que, de alguna manera, lo decidimos entre las dos cuando empezamos a ser más cercanas, porque al cielo se le mira con sumisión, y yo, a mi prima, con una admiración que muchas en mi familia -casi toda compuesta por mujeres- nombraban de ciega; no conocía de dolor en los ojos, tampoco de fatiga, por más que mirara al sol.

                                                                                                                                Así la seguí mirando mientras ella vivió en Holanda. Para mantener el contacto, aunque fuera lejano, nos mandábamos mensajes a deshoras por Messenger y Hotmail. Algunos eran cortos y otros más largos en los que ella me explicaba su vida en otro país, el trabajo con su equipo de investigación y los viajes en bicicleta que hacía de su casa a la universidad. Cuando volvió en diciembre del 2008, yo creía que lo había hecho momentáneamente, durante apenas unos meses, por la muerte de nuestra abuela. La primera imagen que tengo de ella después de no verla durante varios meses fue la de su cuerpo muy quieto en la sala de la casa donde mi abuela vivió toda la vida. Ahí, sobre un neceser, estaba la caja con sus cenizas. Adriana le tocó la inscripción que decía su nombre con la yema de los dedos. Creí ver, también, que se limpió la cara con las mangas de su camisa. Luego me enteré de que su regreso a Colombia era indefinido. Había renunciado a la beca porque ya no se quería dedicar a la física, sino al arte, y así lo hizo: cursó sus nuevos estudios en la Universidad de Antioquia, se graduó y continuó con su vida.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Tuvieron que pasar varios años, mientras estaba en séptimo de bachillerato, que lo descubrí por mí misma: el significado de los celos que sentía cuando mi mejor amiga hablaba con alguien más, la atracción que me generaban las profesoras que me dictaban clase, y el interés particular por que solo ellas, y no sus compañeros hombres, me prestaran atención. Con esas sensaciones llegaron las miradas de otras como yo; los besos que nos dimos escondidas en los baños del colegio, y las manos entrelazadas que tenían que soltarse por si veían a alguien venir. Estábamos en un colegio católico, de la arquidiócesis de Medellín, y aunque la homosexualidad masculina era mucho más visible, y notoriamente más castigada que la de las mujeres, igual experimentábamos miedo. Al principio me nombraba bisexual para dejar una especie de puerta abierta, la posibilidad de que se me fuera a pasar, que se tratara de una mera curiosidad. Luego no porque llegó la certeza del primer amor, la sensación inequívoca que atraviesa el cuerpo, y el abrazo a la palabra con todas sus letras: lesbiana.

                                                                                                                                Cuando se lo conté a mi mamá, pasó tranquilamente durante otro almuerzo en el que era el comedor de nuestro anterior apartamento. Ella, también con tranquilidad, me dijo “pues no eres la única en la familia”, y yo, con inocencia, le pregunté, “¿ah, sí? ¿Y quién más?”. “Pues Adriana, tu prima”, me confirmó ella, y fue así como llegó la memoria y la certeza: el almuerzo que había tenido con ella y con mi tía, y la manera en que ambas lo negaron indirectamente.

                                                                                                                                Cuando estaba a punto de graduarme del colegio, Adriana y yo comenzamos a acercarnos mucho más. Una vez, salimos a comer algo y, cuando llegamos a mi casa e íbamos a despedirnos, nos quedamos en la entrada y se lo conté de repente, el que a mí también me gustaban las mujeres. “¿Y tus papás ya saben?”, me preguntó, y yo les respondí lo único que me ha dicho mi mamá durante toda mi vida que se ha sentido como una punzada en el estómago, un golpe al vacío: “¿En serio? No te creo. Lo último que quiero es que sufras en la vida como ya le ha pasado a las mujeres de la familia”.

                                                                                                                                Adriana me escuchó en silencio, con paciencia, y como si se tratara de una conversación que se tiene todos los días, se volteó para mirarme y me dijo, “pues mírame a mí, que me ha ido muy bien. En todo caso, bienvenida. Una más en la familia”, y las dos nos reímos durante tanto tiempo que se nos olvidó despedirnos.

                                                                                                                                Desde eso, nuestra relación se transformó en una sensación de hermandad, en la certeza de una conversación que se prolonga en la pantalla a varias ciudades de distancia, ella en Medellín y yo en Bogotá; la convicción de que existe una pertenencia en medio de una familia tan reducida como la nuestra. Ahí, en el puente que cruzaba la avenida Colombia, y en la que era la primera marcha del orgullo a la que iba con Adriana, agradecí que el sol no me cegara más la vista, sino que se hubiera convertido en una especie de medalla con doble cara: la de dos planetas que se orbitan mutuamente con la certeza de ser par.

                                                                                                                                Por Luisa Fernanda Orozco

                                                                                                                                Periodista de la Universidad de Antioquia.@luisaorvallorozco@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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