Ante la imposición de hablar como hombre, abrazo mi voz de mujer
Mi voz es la voz del mundo, al menos del que me habita. Hoy le dedico estas palabras de reconciliación y agradecimiento, pues sin ella no habría llegado a donde estoy.
Catalina Sanabria Devia
Hace un par de semanas me arriesgué a grabar un video con contenido de género para redes sociales. Y uso la palabra “arriesgar” porque, aunque parezca sencillo, es en realidad un reto mostrar la cara en una plataforma con miles de usuarios. Es, de algún modo, exponerse. Para mí significaba enfrentar mis miedos y situaciones de ansiedad. Razón tenía.
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Hace un par de semanas me arriesgué a grabar un video con contenido de género para redes sociales. Y uso la palabra “arriesgar” porque, aunque parezca sencillo, es en realidad un reto mostrar la cara en una plataforma con miles de usuarios. Es, de algún modo, exponerse. Para mí significaba enfrentar mis miedos y situaciones de ansiedad. Razón tenía.
Alguien, vale aclarar que alguien con quien nunca he sostenido una conversación, dejó uno de los primeros comentarios: “¿Por qué hablas como niña consentida?”. Mi trabajo, lo que había de fondo en ese video, fue puesto en entredicho por algo innato como lo es mi voz.
Podría tomar tiempo y párrafos enteros para describir los sentimientos que, en su momento, me atravesaron. Incluso para los que me llegan ahora que lo rememoro. Pero prefiero tomar aire. Prefiero alimentarme de entendimiento e indagar qué hay detrás del hecho. Un artículo del Instituto Español de la Voz (IEV) plantea que, socialmente, las voces femeninas tienen una connotación peyorativa.
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Aun cuando no hay rasgos acústicos que lo demuestren, estas suelen asociarse “con aspectos negativos de afectación, emoción, tamaño pequeño o incluso irritación”. De allí que me hayan hecho tal comentario, que la voz aguda de una mujer pueda resultar molesta mientras que una grave sea aceptable. Esto incluso da luces de por qué algunos hombres son juzgados por tener un tono femenino.
Verónica París, comunicadora social, actriz, cantante y mentora de oratoria, expone las razones de esta concepción. Debido a que históricamente los hombres han ocupado los roles de poder, es lógico que ellos sean los referentes de expresión oral que relacionamos con cualidades como el liderazgo, la credibilidad, la persuasión, etcétera. En cambio, una voz dulce nos recuerda elementos culturales como las princesas de Disney, cuyas vidas están intercedidas, en su mayoría, por un hombre.
“¿Qué pasa?”, explica París, “las personas dicen que no hay problema con que las mujeres ocupen roles de poder, pero hay una disonancia cognitiva y es que no cumplen con las características de lo que eso ha significado”. De hecho, la investigación del IEV señala que, como consecuencia de esa interpretación instaurada en la mente colectiva, las mujeres pueden sentir que sus voces son inapropiadas y tratar de masculinizarlas.
Un claro ejemplo de ello fue Margaret Thatcher. La exprimera ministra británica hablaba agudo, pero a nivel social eso podía ser incoherente con la figura que ella representaba, era “La dama de hierro”. Entonces, Thatcher acudió a un experto para bajar el tono de su voz en 60 hercios y así sonar más “autoritaria”.
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La BBC reportó que las voces de las mujeres son cada vez más graves. Sea de manera consciente o no, parecemos estar transformando nuestro perfil vocal para adaptarnos a las circunstancias y a las oportunidades. Sin embargo, según el IEV, la práctica de cambiar la voz puede ser nociva para la salud. Verónica también asegura que esto implicaría riesgos físicos y psicológicos.
Y que no se me malentienda, la voz sí se puede trabajar, hay oficios que lo requieren y expertos que brindan el apoyo necesario. Con técnica, podemos explorar nuestra dicción, el volumen, el timbre, nuestros tonos de voz y la velocidad. Pero hacerlo de manera irresponsable podría generar quistes, afecciones vocales o nódulos en la garganta. Y a nivel mental, al pretender ser alguien que no somos, se generarían confrontaciones personales. En cualquier caso, la idea no es cambiar la voz como tal.
Le pregunté a Verónica cómo podríamos tumbar esa verdad impuesta de que debemos sonar como los hombres, a lo que me respondió: “Permitámonos ser nosotras mismas sin que la voz signifique que somos competentes o incompetentes. Cambiar nuestra voz es negar nuestra capacidad de ser líderes, no por el intelecto o nuestra formación, sino por algo que viene de nacimiento, y eso sería supremamente anulador”.
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En su taller de oratoria, Verónica trabaja la comunicación interna de las mujeres para así lograr que nos expresemos mejor hacia afuera, hacia el mundo. No es raro que nos sintamos inseguras sobre nosotras mismas, mucho menos si nos llegan comentarios como el que me llegó a mí.
Eso puede alimentar el síndrome del impostor, ese que nos hace creer que no somos suficientes y que siempre nos faltan cinco centavos pal peso. “Y a nosotras nos afecta más porque las mujeres nos estamos abriendo camino en un mundo que le ha pertenecido en su mayoría a los hombres”, asegura la experta.
Con esta reflexión se me presenta la oportunidad de sanar mi relación con mi propia voz. Verónica dice que, al abrazar las cualidades emocionales que se tienen al hablar, la energía se dispara. Al cierre de nuestra entrevista, ella compartió conmigo un poema que la motivó a hacer lo que hace. Es de Marianne Williamson y se encuentra en su libro “Volver al Amor”. Su fragmento favorito dice:
Si dejamos brillar nuestra propia luz, inconscientemente daremos permiso a los demás para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia, automáticamente, liberará a los demás.