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El sonido de las sirenas y las luces de las patrullas policiales interrumpieron el silencio de la madrugada y tiñeron de rojo y azul las paredes del barrio El Olimpo, en Cali. Eran alrededor de las 2:00 a. m. Desde una ventana, Isabella Ortiz, de 10 años, observaba con incertidumbre a los vecinos murmurar frente a su casa, mientras su abuela, con lágrimas silenciosas, intentaba distraerla sin éxito. Aquella noche marcó un quiebre: su madre, Claudia, fue víctima de feminicidio, un hecho que no solo la privó de su presencia, sino también de la infancia plena que todo niño merece. Aunque nadie se lo dijo entonces, Isabella asegura que lo supo en el momento en que el bullicio de la calle atravesó las paredes de su hogar y todo pareció romperse.
Con el tiempo, ella logró expresar lo que esa noche no comprendía. “Es como crecer en el silencio, en un país que no reconoce nuestro dolor ni nuestra existencia. Ni siquiera sé cuántos niños como yo hay, porque nadie se preocupa por contarnos”, dice con una mezcla de serenidad y tristeza. Hoy, como adulta, lucha contra el vacío que dejaron las ausencias en momentos cruciales, aquellos que deberían estar llenos de amor y celebración, pero que para ella están marcados por un dolor inquebrantable.
Cifras invisibles, realidades ignoradas
Entre 2017 y 2023, al menos 815 niños y niñas en Colombia quedaron huérfanos a causa de feminicidios. En lo que va de 2024, ya se han registrado 215 casos, para un total de al menos 1.030 eventos en solo ocho años, según datos del Observatorio Colombiano de Feminicidios. Sin embargo, estas cifras son apenas una estimación, ya que el país carece de un registro oficial que refleje con precisión el impacto real en las familias de las víctimas.
De los 745 feminicidios reportados hasta octubre de 2024, un número que supera los registros de los últimos siete años, no existe un sistema capaz de dimensionar plenamente las historias de las madres e hijos que forman parte de esta tragedia. Es una realidad silenciada por un sistema que, hasta ahora, parece incapaz de responder a las necesidades que dejan esta violencia patriarcal.
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El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la Secretaría de la Mujer de Bogotá, la Defensoría del Pueblo y la Fiscalía General de la Nación, instituciones claves para abordar esta problemática, no respondieron a las solicitudes de información enviadas para este reportaje hasta el momento de su publicación. Su silencio perpetúa la invisibilidad de los niños y niñas que quedan atrás, sin apoyo ni reconocimiento.
En 2015, la Ley Rosa Elvira Cely marcó un hito al tipificar el feminicidio como un delito autónomo, un esfuerzo por visibilizar y combatir la violencia de género. Sin embargo, para los hijos e hijas de las mujeres asesinadas, esta legislación no basta, carece de recursos específicos y de rutas de atención que les permitan sanar y reconstruir sus vidas.
Isabella Ortiz lo sintetiza con desconsuelo: “Es como si no existiéramos, como si el dolor de perder a nuestras madres de forma abrupta y violenta no importara. Exigir que no se nos violente, abuse o mate, ya es difícil. Imagínese una niña a la que siempre le recuerdan la muerte de su mamá, que ya de por sí es difícil. Y aunque mi abuela me cuidó con mucho amor, de otras formas sentí el abandono y ninguna garantía”.
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¿Un sistema incapaz de proteger?
Marcela Boyacá, fundadora de la colectiva Huérfanos por Feminicidio en Colombia, ha dedicado años a visibilizar esta problemática: “Los niños quedan atrapados en una dinámica familiar y social que no está preparada para atenderlos. No solo pierden a sus madres, sino que también enfrentan la revictimización constante de un sistema que no los entiende ni los protege”.
Ante la falta de rutas específicas, muchos terminan en hogares de paso o al cuidado de familiares que no siempre cuentan con los recursos emocionales ni económicos para sostenerlos.
Edgar Martínez sabe lo que significa esa situación. En el 2015, su hermana Lorena fue víctima de feminicidio, dejando huérfanas a dos niñas, de 6 y 8 años.
“Cuando ella murió, me tocó hacerme cargo de mis sobrinas, porque no quería que terminaran en manos del sistema”, cuenta, con la voz quebrada por los recuerdos. “Solo éramos Lorena y yo. Tenía apenas 19 años, y en ese momento fue una carga emocional y económica que nadie debería enfrentar solo”. Así, sin preparación ni apoyo, Édgar se convirtió en padre de golpe, enfrentando una responsabilidad que nunca imaginó cargar tan pronto.
Él recuerda los interminables trámites legales para obtener la custodia de sus sobrinas como un proceso desgastante y solitario. “El Estado no facilita las cosas. Es como si no les importara lo que pasa con estos niños después de que sus madres son asesinadas”, dice, mientras sus manos inquietas juegan con un lapicero. La desesperación del recuerdo aún lo acompaña.
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Las cicatrices en la salud mental y la falta de políticas públicas
Pero las huellas de esta situación son más profundas. Marcela, de la colectiva Huérfanos por Feminicidio, también señala el trauma que muchos niños cargan tras presenciar el asesinato de sus madres o conocer los detalles de sus muertes. A pesar de ello, la sociedad les exige seguir adelante como si nada hubiera pasado.
“Imagina a un niño que regresa a la escuela días después del feminicidio de su madre y tiene que responder preguntas sobre por qué ella no fue al Día de la Madre. ¿Cómo esperas que ese niño sobreviva emocionalmente sin apoyo?”, cuestiona con firmeza.
Las sobrinas de Edgar, que ahora son jóvenes, todavía enfrentan las secuelas de aquella pérdida. “Durante meses lloraban cada noche, preguntándome si su papá vendría a buscarlas y llevarlas a su hogar. Yo trataba de calmarlas, pero no tenía las herramientas para manejar esta situación. Hasta para mí era difícil… cómo les iba a decir que quien mató a su madre fue él”, relata.
Daniela Pérez, psicóloga que trabaja con menores huérfanos de feminicidio, explica que muchos de ellos desarrollan trastornos emocionales, como ansiedad, depresión e incluso tendencias autolesivas.
“El trauma es profundo y a menudo se agrava porque no tienen acceso a terapia ni a un sistema de apoyo que los valide y les ayude a sanar”, afirma.
Aunque se esperaría que el Estado respondiera acertadamente a estas violencias, Ruiz critica la falta de formación en las instituciones encargadas de proteger a los menores.
“El ICBF no tiene un protocolo específico para atender a los hijos de mujeres víctimas de feminicidio. Se les trata como cualquier otro menor en situación de vulnerabilidad, ignorando el contexto único de violencia de género que rodea sus casos”, explica la psicóloga.
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Una respuesta integral que camina a paso lento en el Congreso
En el Legislativo, algunas iniciativas buscan cambiar esta realidad. La representante a la Cámara Carolina Giraldo lidera el proyecto de ley “Huérfanos por Feminicidio”. Esta propuesta tiene como objetivo garantizar derechos fundamentales para los niños afectados, incluyendo acompañamiento psicosocial, asistencia legal y económica, continuidad educativa y la creación de un registro nacional que permita dimensionar el problema.
“Si no hay feminicidios, no hay huérfanos de esta violencia. Ser mujer no debería ser un factor de riesgo”, afirma Julieth Ríos, asesora en temas de género y economía de la congresista Giraldo.
Esta iniciativa, que busca asignar un apoyo económico a los huérfanos de feminicidio, enfrenta resistencias por su costo fiscal.
“Se propuso un subsidio mensual de 456.000 pesos, suficiente para mantenerlos por encima de la línea de pobreza, aunque debería ser un salario mínimo que garantice un mínimo vital. Pero nos tocó optar por la primera opción para mitigar el impacto fiscal”, agrega Ríos, quien ha estado en varias mesas de trabajo con el Ministerio de Hacienda y Prosperidad Social.
Colectivos como el de Marcela Boyacá intentan suplir la ausencia estatal con redes de apoyo y orientación para las familias afectadas, pero con recursos limitados y sin desconocer que ese trabajo es responsabilidad del Estado.
“Hay quienes priorizan el costo fiscal sobre la urgencia del problema. No son cifras, son mujeres asesinadas. Reducir los feminicidios también disminuiría el número de huérfanos y el costo del programa, pero ni siquiera eso están dispuestos a hacer”, apunta Ríos.
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Una causa que no cede
Para Isabella Ortiz, su dolor se ha convertido en una causa. “No pedimos caridad, exigimos justicia para nuestras madres y para nosotros, que también somos víctimas de esta violencia. Una violencia que surge de un pacto patriarcal, donde la responsabilidad recae en el feminicida, y en el Estado que forma parte de ese mismo pacto”.
Edgar, por su parte, sigue adelante con la crianza de sus sobrinas. Cada día es un recordatorio de lo que han perdido, pero también un acto de resiliencia. “Sigo aquí porque alguien tiene que hacerlo. No voy a llenar el vacío de su mamá, pero quiero que sepan que nunca van a estar solas”, asegura.
Sus historias son una muestra de que, en Colombia, los feminicidios no solo terminan con la vida de mujeres, sino que destruyen familias enteras y condenan a generaciones a vivir con las cicatrices de esta violencia.