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                                                                                                                                Diamantina Arcoíris: la diseñadora que puso de moda las segundas oportunidades

                                                                                                                                Cuando Diamantina descubrió que su hermano había sido asesinado como un falso positivo, se dedicó a usar la moda para ayudar a los consumidores de sustancias psicoactivas y habitantes de calle como si fueran su propia familia.

                                                                                                                                Daniela Villamarín Solorza

                                                                                                                                Redactora de “Género y Diversidad”
                                                                                                                                Diamantina Arcoíris, diseñadora de modas y creadora de "Amor Real", una fundación que se dedica a confeccionar prendas bordadas a mano.
                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Dándose puntadas para suturar una herida, Diamantina logró tejer un universo. Su fundación, Amor Real, escondida dentro de una casa rosada en el barrio Santa Fe de Bogotá, es una apología a las segundas oportunidades. Detrás de la reja metálica y un cartel neón que proclama: “El amor nos protege” está el taller donde les enseña a consumidores de sustancias psicoactivas y habitantes de calle el arte de la confección y el bordado, para que puedan, como ella, coserse un futuro diferente.

                                                                                                                                “Quiero ser para ellos lo que no pude ser para Camilo”, dice Diamantina Arcoíris, la diseñadora de modas que alguna vez se llamó Catalina Azuero y tuvo su marca de ropa en la zona rosa de Bogotá. Camilo era su hermano mayor. Cuando prestó el servicio militar se volvió adicto al bazuco y un año después, cuando regresó a su casa, era otra persona.

                                                                                                                                Diamantina recuerda que mentía, robaba a su familia para consumir, llegaba a la casa sin zapatos, sangrando y pidiendo ayuda. Aunque hicieron todo lo que estuvo en sus manos para ayudarlo, Camilo terminó en la calle y un día desapareció. Lo buscaron durante nueve años, hasta que en 2016 una llamada de la Fiscalía lo cambió todo: Camilo estaba muerto, era un falso positivo enterrado cerca de Medellín.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Enseñarles a bordar a los consumidores y habitantes de calle del barrio Santa Fe era la forma en la que Diamantina se sentía cerca de su hermano. Eventualmente, mantenerlo vivo se volvió un mandato de su corazón. Cerró su local, compró una casa en el barrio y mudó allí su taller. Abrió las puertas para que todos pudieran bordar, usar el baño, tomarse un caldo, una aguapanela o recostarse un rato en el sofá.

                                                                                                                                Más de una vez, las personas que acogía con la esperanza de que se rehabilitaran le robaron un celular, un computador o le dañaron sus máquinas de coser. Pero Diamantina había aprendido que ninguna cosa material cuesta lo que una vida y por eso nunca le cerró la puerta a ninguno de los que se equivocó.

                                                                                                                                “En todos los chicos del barrio empecé a ver a mi hermano, a recordar cuando llegaba y lo juzgamos o le cerrábamos las puertas. A pensar que yo había sido parte de una familia que no quería a un drogadicto, un mentiroso o un ladrón dentro de su casa. Fue justamente eso lo que me ayudó a comprender su realidad para hacer lo que hago. Quiero compensar con ellos lo que no fui capaz de entender con Camilo”, cuenta sentada en el segundo piso de su casa, que está casi vacío porque se han ido llevando todo.

                                                                                                                                En la pandemia, cuando salir estaba prohibido, militarizaron el barrio y obligaron a todos a quedarse encerrados en sus casas. Como las personas que bordaban con Diamantina no tenían una, los dejó quedarse a vivir con ella. Estuvo una semana recibiendo gente. Hasta que no hubo nadie más afuera y no cupo nadie más adentro. Casi treinta personas se acomodaron en hamacas, colchonetas y cobijas. Bordaban en las noches, hacían manillas de tela, usaban las máquinas de coser mientras cantaban. Con el tambor y la aguja iban tejiendo sus historias al ritmo del rap. “La casa se volvió un lugar seguro y nosotros nos sentíamos como en familia. Después de ser mamá, esa es la mejor experiencia que he vivido”. Muchos de ellos dejaron las drogas porque desde entonces y hasta ahora la regla para entrar a la casa ha sido la misma: no pueden consumir.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dejar la droga significaba tener la puerta abierta para entrar a un espacio seguro, trabajar, tener dinero para pagar su habitación, comprar el mercado, dejar la calle, volver a empezar. Diamantina los sigue empleando para que borden en su taller, les paga para que modelen la ropa en las pasarelas y los ayuda a encontrar otros trabajos en empresas de amigos o conocidos. Hace desfiles en las calles del barrio, organiza sancochos, clases de peluquería y escucha atentamente sus sueños para que ellos no los olviden.

                                                                                                                                “Se trata de involucrarlos en cadenas productivas para desligarlos de otras que son nocivas. En la calle también se trata de supervivencia. Cuando dejaron de sentir la necesidad de pelear o robar para conseguir un pan, una habitación, o un camarote, empezaron a pensar qué podían hacer con toda esa energía y casi siempre eran cosas buenas. Muchos dicen que yo los cambié, pero fueron ellos los que me cambiaron. Me mostraron una forma más compasiva de vivir”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Para Diamantina todo es cuestión de apoyo. De darles una mano para salir de los escenarios difíciles en los que crecieron o a los que llegaron. Del amor. “Aquí decimos que el amor es la ley porque vivimos en un barrio donde la autoridad es subjetiva. Es el amor el que nos protege. El que nos ha llevado lejos. El que nos ha mantenido unidos”.

                                                                                                                                Cuando era pequeña, antes de Camilo, antes de estudiar diseño de modas, antes de la casa en el barrio Santa Fe, Diamantina jugaba en la fábrica de textiles de sus papás y recogía los retazos de tela para hacerle ropa a sus muñecas. Desde entonces pensaba que lo roto importa y que se puede volver a coser. Hoy cree que es posible tejer un futuro diferente o, como dice ella, bordar un país mejor. “Camilo está aquí. Somos él y yo haciendo esto juntos”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Lea también: Amaranta Hank se pronuncia sobre absolución de Alberto Salcedo Ramos

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                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Dándose puntadas para suturar una herida, Diamantina logró tejer un universo. Su fundación, Amor Real, escondida dentro de una casa rosada en el barrio Santa Fe de Bogotá, es una apología a las segundas oportunidades. Detrás de la reja metálica y un cartel neón que proclama: “El amor nos protege” está el taller donde les enseña a consumidores de sustancias psicoactivas y habitantes de calle el arte de la confección y el bordado, para que puedan, como ella, coserse un futuro diferente.

                                                                                                                                “Quiero ser para ellos lo que no pude ser para Camilo”, dice Diamantina Arcoíris, la diseñadora de modas que alguna vez se llamó Catalina Azuero y tuvo su marca de ropa en la zona rosa de Bogotá. Camilo era su hermano mayor. Cuando prestó el servicio militar se volvió adicto al bazuco y un año después, cuando regresó a su casa, era otra persona.

                                                                                                                                Diamantina recuerda que mentía, robaba a su familia para consumir, llegaba a la casa sin zapatos, sangrando y pidiendo ayuda. Aunque hicieron todo lo que estuvo en sus manos para ayudarlo, Camilo terminó en la calle y un día desapareció. Lo buscaron durante nueve años, hasta que en 2016 una llamada de la Fiscalía lo cambió todo: Camilo estaba muerto, era un falso positivo enterrado cerca de Medellín.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Más de una vez, las personas que acogía con la esperanza de que se rehabilitaran le robaron un celular, un computador o le dañaron sus máquinas de coser. Pero Diamantina había aprendido que ninguna cosa material cuesta lo que una vida y por eso nunca le cerró la puerta a ninguno de los que se equivocó.

                                                                                                                                “En todos los chicos del barrio empecé a ver a mi hermano, a recordar cuando llegaba y lo juzgamos o le cerrábamos las puertas. A pensar que yo había sido parte de una familia que no quería a un drogadicto, un mentiroso o un ladrón dentro de su casa. Fue justamente eso lo que me ayudó a comprender su realidad para hacer lo que hago. Quiero compensar con ellos lo que no fui capaz de entender con Camilo”, cuenta sentada en el segundo piso de su casa, que está casi vacío porque se han ido llevando todo.

                                                                                                                                En la pandemia, cuando salir estaba prohibido, militarizaron el barrio y obligaron a todos a quedarse encerrados en sus casas. Como las personas que bordaban con Diamantina no tenían una, los dejó quedarse a vivir con ella. Estuvo una semana recibiendo gente. Hasta que no hubo nadie más afuera y no cupo nadie más adentro. Casi treinta personas se acomodaron en hamacas, colchonetas y cobijas. Bordaban en las noches, hacían manillas de tela, usaban las máquinas de coser mientras cantaban. Con el tambor y la aguja iban tejiendo sus historias al ritmo del rap. “La casa se volvió un lugar seguro y nosotros nos sentíamos como en familia. Después de ser mamá, esa es la mejor experiencia que he vivido”. Muchos de ellos dejaron las drogas porque desde entonces y hasta ahora la regla para entrar a la casa ha sido la misma: no pueden consumir.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Dejar la droga significaba tener la puerta abierta para entrar a un espacio seguro, trabajar, tener dinero para pagar su habitación, comprar el mercado, dejar la calle, volver a empezar. Diamantina los sigue empleando para que borden en su taller, les paga para que modelen la ropa en las pasarelas y los ayuda a encontrar otros trabajos en empresas de amigos o conocidos. Hace desfiles en las calles del barrio, organiza sancochos, clases de peluquería y escucha atentamente sus sueños para que ellos no los olviden.

                                                                                                                                “Se trata de involucrarlos en cadenas productivas para desligarlos de otras que son nocivas. En la calle también se trata de supervivencia. Cuando dejaron de sentir la necesidad de pelear o robar para conseguir un pan, una habitación, o un camarote, empezaron a pensar qué podían hacer con toda esa energía y casi siempre eran cosas buenas. Muchos dicen que yo los cambié, pero fueron ellos los que me cambiaron. Me mostraron una forma más compasiva de vivir”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Para Diamantina todo es cuestión de apoyo. De darles una mano para salir de los escenarios difíciles en los que crecieron o a los que llegaron. Del amor. “Aquí decimos que el amor es la ley porque vivimos en un barrio donde la autoridad es subjetiva. Es el amor el que nos protege. El que nos ha llevado lejos. El que nos ha mantenido unidos”.

                                                                                                                                Cuando era pequeña, antes de Camilo, antes de estudiar diseño de modas, antes de la casa en el barrio Santa Fe, Diamantina jugaba en la fábrica de textiles de sus papás y recogía los retazos de tela para hacerle ropa a sus muñecas. Desde entonces pensaba que lo roto importa y que se puede volver a coser. Hoy cree que es posible tejer un futuro diferente o, como dice ella, bordar un país mejor. “Camilo está aquí. Somos él y yo haciendo esto juntos”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Lea también: Amaranta Hank se pronuncia sobre absolución de Alberto Salcedo Ramos

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                                                                                                                                Comunicadora Social con énfasis en periodismo y producción audiovisual de la Universidad Javeriana. @Dvillamarinsdvillamarin@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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