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Adorada Antonia,
Esta tarde, cuando tu abuela y yo conversábamos por teléfono y me enteré de que te había llegado la menstruación por primera vez, mi presente quedó suspendido en una remembranza. Volví a tener doce años, a vivir en Bucaramanga y a caminar los domingos a la iglesia con mi mamá y mis hermanas. Hasta ese día no había oído hablar de la “regla”. Supongo que mis amigas del colegio, entre esas tu abuela, no la conocían todavía y que mis hermanas, con quienes compartía cuarto, me la ocultaron u olvidaron mencionarla.
Ese domingo, mientras cruzábamos el Parque De los Niños para llegar a misa, sentí mis pantis mojados. Creí que sería algo pasajero, opté por el silencio y protegí mi ropa con papel periódico, que en esa época era escaso. Pero la sangre no se detenía y empecé a pensar que estaba muy enferma. No tuve miedo, pero no quería contarle a mamita Lola porque se me hacía un nudo en el pecho con solo pensar en decirle que me iba a morir. Finalmente se lo dije. Todavía puedo evocar la paciencia y la ternura con la que me explicó que todo iba a estar bien porque aquello era de lo más normal.
Sé que vives en un mundo diferente al mío y en el tuyo la menstruación ya no es un mito amenazante. A tu edad, mis amigas y yo no hablábamos de nuestros cuerpos, ni de sexualidad, ni sobre derechos de ninguna clase. Recuerdo que cuando estábamos en cuarto de bachillerato y empezábamos a aprender anatomía con un libro, la profesora nos hizo omitir varias páginas sin razón. Estábamos felices porque, en principio, eso significaba tener que estudiar un poco menos. Pero la curiosidad nos llevó a revisar las páginas prohibidas y descubrimos que eran todas sobre los órganos reproductivos y nuestros genitales.
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Antonia, tú sabes que lo prohibido tiene un encanto especial. Después de clase, tu abuela y yo nos sentamos alrededor del libro y lo leímos con escrúpulo y asombro. Ahora, podrá parecer una anécdota insignificante, pero en ese tiempo estudiaba en un colegio femenino, de monjas, donde tenía que actuar según las normas religiosas para ser una buena mujer. Comulgar, confesarme, ir a misa, pasar las tardes junto a mis compañeras aprendiendo a coser. No escabullirme entre libros vetados para aprender eso que al parecer no había sido escrito para mí.
Pero esa es solo una parte de la historia. En el colegio fui feliz, viví y aprendí a ignorar el velo ritual y religioso con el que querían cubrirlo todo. El mismo con el que a tu abuela y a mí nos sugirieron volvernos monjas y que luego, cuando entré a la universidad, simplemente desapareció. Me quedé con las sonrisas, la camaradería, las amistades, las melcochas, las empanadas bailables, las fiestas con vinilos y el club de cocina de los sábados por la tarde en la casa de mis amigas, con quienes seguí reuniéndome hasta hace poco, cuando la mayoría de ellas enfermaron y otras, como sabes, ya no nos acompañan.
Estoy agradecida porque aprendía a enhebrar una aguja y porque todavía, con buena luz y pese a mis limitaciones visuales, puedo sentarme a remendar. Ni tu mamá, ni tus tías saben poner un botón y supongo que ese es un arte que tú tampoco aprenderás. Mi mundo no era ni siquiera un pálido reflejo del que vives, con todo lo que hemos conseguido para ti.
Antes no pensábamos en salir solas, tener el pelo largo, la falda por encima de la rodilla y muy pocas de nosotras podíamos entrar a la universidad. No era fácil enamorarse o tener novio. Recuerdo que una de mis grandes amigas quedó paralizada de miedo cuando su novio le dio la mano en el cine porque pensó que iba a quedar embarazada. Los libros eran escasos, inocuos y escurridizos. No hablábamos sobre nuestros sentimientos y rara vez mencionábamos el amor.
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Como bien sabes, llevo cincuenta años, más de la mitad de mi vida, empujando con cuerpo y alma la reivindicación de los derechos de las mujeres en nuestro país. Cuando encontré el feminismo por casualidad, sobre la mesita de novedades de una librería de la Universidad de Wisconsin, en Estados Unidos, que tenía títulos de los que nunca había oído hablar en Colombia, no llegué a imaginar todo lo que íbamos a conseguir después.
Pasar mi vida investigando la situación de las mujeres en Colombia, luchar por los derechos a la tierra de las mujeres rurales, ser una de las primeras feministas en salir a la calle a exigir derechos para las trabajadoras domésticas y enseñarles a tantas mujeres todo lo que aprendí sobre género son cosas de las que me siento muy orgullosa. Pero saber que tú vives en un mundo mejor que el mío es lo que me hace realmente feliz. Hoy somos más libres y las ganancias en posibilidades de elección para nuestras vidas son extraordinarias.
Me habría gustado que no me hubieran educado en medio de tantas capillas, pero no busco con añoranza las cosas que nunca tuve. Estoy contenta de todo lo que hemos conseguido, aunque no desconozco que los retos siguen siendo enormes y que vivimos en un país desigual y violento, no muy diferente a la Colombia en la que vivía cuando mi familia tuvo que salir de Barichara porque la violencia bipartidista había aniquilado cualquier posibilidad de regocijo.
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Me duele la certeza de saber que no voy a ver el final de esta violencia. Quizás tú veas algunos avances en el camino, pero yo ni siquiera podré ver el principio del fin. Esto es tan complejo, y va tan lento, y el cambio debe ser tan profundo, que seguramente la vida no me va a alcanzar para verlo. Soy consiente tanto de que la vejez es una etapa difícil, como de que estoy en ella. Pero también de que quiero vivirla mientras siga siendo autónoma y no me convierta en una carga para las personas que amo.
Hoy casi no se habla sobre la vejez, así como en mi época nadie hablaba de la menstruación. Esta no es la séptima maravilla del mundo, es difícil para el cuerpo, para la memoria que se debilita y para el espíritu, por las personas que se van. Pero me puse la tarea de vivir cada segundo con plenitud y seguir activa en mi compromiso con los derechos para las mujeres. Esa es mi filosofía, la llamo la “filosofía del segundo”: estar tan cerca como podamos de todo lo que nos haga felices y tan lejos como sea posible de lo que pueda causarnos dolor. Sí, es una quimera, pero vale la pena intentarlo.
No sé cómo más decirte que te quiero, así que me limitaré a decirlo así, sin eufemismos: Te quiero.
Tu segunda abuela.
*Esta carta fue elaborada a partir de la entrevista hecha por Daniela Villamarín, periodista de El Espectador, a propósito de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer.