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Cinco de las niñas más grandes contaron por primera vez, en 2016, que el profesor Libar Ropero Mandón las sentaba en sus piernas y tocaba sus cuerpos. “Más grandes” es una forma de decirlo, porque no tenían más de diez años y cursaban la primaria en un colegio de una vereda de Puerto Asís, Putumayo. Hablaron por ellas y por sus compañeras de preescolar, que tenían a lo sumo cinco años. Y lo hicieron frente al rector de la escuela, que les respondió que ya estaban “grandecitas” para decir “no” y aseguró haberle llamado la atención a Ropero, para que tomara medidas y frenara esos “rumores”. Nada más pasó.
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Tres años después, las niñas volvieron a intentarlo y se acercaron a dos profesoras mujeres, quienes sí les creyeron. La verdad de ellas se regó en la escuela y más niñas reconocieron entonces que esos tocamientos del profesor les hacían daño. Los relatos eran similares: Ropero tapaba las ventanas del salón de clases con cartulinas, llenaba de libros y cuadernos su escritorio y llamaba a las estudiantes a su puesto para “evaluarlas”. Las sentaba en sus piernas, las tocaba o accedía por debajo de la falda y les hacía saber que, si se callaban, iba a compensarlas con buenas calificaciones.
Tiempo después, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) llegó al lugar a verificar la situación. La gente de esa vereda recuerda que los funcionarios fueron salón por salón señalando a las niñas que hablaron sobre la violencia sexual y les pidieron salir al patio. “Tú, tú y tú. Salgan”. Así fue como todos se terminaron de enterar del dolor de sus cuerpos y empezaron a etiquetarlas “Las violadas”. El trauma y el estigma obligó a algunas menores a abandonar la escuela y a otras a migrar a Ecuador.
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Pero la mayoría de las mamás les creyeron a sus hijas y, gracias al acompañamiento de las dos profesoras, decidieron bajar por río hasta Puerto Asís y denunciar al profesor en la Fiscalía. Otros miembros de la misma comunidad se opusieron, respaldaron a Ropero y, en vez de repudio, hubo complicidad. Para ellos, era poco creíble que ese hombre tan “chévere” fuera un agresor sexual.
Había sido docente de la vereda desde 2014 y tuvo a su cargo los cursos de preescolar, primero y segundo de primaria, y algunos ciclos de bachillerato. Todos sabían quién era Libar Ropero Mandón. Vivía en una casita cerca al colegio y era de los pocos que tenía Internet, así que varias de las niñas eran invitadas por él para que usaran la conexión y “estudiaran”. Se había ganado la confianza del pueblo, cantaba vallenatos con su guitarra y a menudo era el que amenizaba los festejos familiares, como bautismos y cumpleaños.
Luz Piedad Caicedo Delgado, antropóloga, feminista y codirectora de la Corporación Humanas, la organización que representa a las víctimas de este caso, explica que esta reacción social no es exclusiva de esta vereda y suele ser común, porque generalmente las sociedades son misóginas y adultocéntricas, es decir, que priorizan a los adultos sobre los niños y las niñas.
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“Lastimosamente, es frecuente que los hombres abusen sexualmente de las niñas y la sociedad considere que no es abuso, aunque la ley lo defina como delito. Es una ambigüedad peculiar, porque el agresor tiene claro que su comportamiento está por fuera de la ley, porque inmediatamente comete la agresión sexual, amenaza a las agredidas para que guarden silencio y recaiga en ellas la culpabilidad”, agrega Caicedo.
La experta sostiene que las sociedades adultocéntricas no le dan crédito a los niños y las niñas, creen que los menores de edad tienen más capacidad de olvido, que la infancia está llena de “accidentes” y que la vida de un adulto puede verse perjudicada más que la de un niño. Bajo esta premisa, la comunidad de la vereda pudo decir: “No le vamos a dañar la vida al ‘pobre’ Libar, que tiene una carrera y puede verse manchada por un hecho fortuito”.
Otro imaginario que se observa en esta historia, según Caicedo, es que el mundo privado y público son distintos, que la sexualidad de Ropero no afectaba su rol de maestro y que las niñas podían actuar para “seducir a su profesor”. “Se les olvida quién es el adulto y se les da un poder de seducción inexistente a las niñas”, concluye Caicedo.
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Este discurso les sirve a los agresores sexuales para no hacerse responsables de sus acciones ni reconocer el abuso de autoridad. “Aquí las agresiones sexuales se cometieron en periodos específicos, cuando el profesor hacía las evaluaciones, que es un momento de gran vulnerabilidad para las niñas porque si pierden la materia, van a tener problemas en sus casas. Y eso es fatal. Para las niñas, el mundo escolar lo es todo, así como puede serlo el trabajo o la casa para un adulto”, puntualiza la antropóloga Caicedo.
En la vereda donde ocurrió esto, muy cerca de la frontera con Ecuador, el Estado no tiene poder. Los grupos armados ilegales son los que mandan y solucionan los conflictos de la comunidad. Por miedo a ellos y a la reacción que tuvo la comunidad, las dos profesoras que acompañaron a las familias a denunciar tuvieron que desplazarse. Por “alborotar” el avispero, por “dañar” la imagen del profe Ropero, por “regar chismes”. Todos prejuicios machistas que terminaron siendo desbaratados en la investigación judicial. Aun así, las docentes tuvieron que trastocar sus vidas.
Por su parte, Libar Ropero, licenciado en Ciencias Religiosas y Ética y especialista en Ética y Pedagogía, huyó cuando la misma comunidad le avisó que lo iban a denunciar. No pudo ser capturado por más de cuatro años, aunque en las calles de la vereda siempre se supo que se la pasaba entre Ecuador, Puerto Asís y Mocoa (Putumayo), donde finalmente fue capturado hace dos semanas en un puesto de control en la vía que conduce a Pitalito (Huila). Su nombre y cara estuvieron en el cartel de los más buscados por violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes.
La Policía comunicó con grandilocuencia que “logró” la captura de Ropero, porque detuvo el carro en el que se movilizaba y verificó sus antecedentes. Sin embargo, fuentes cercanas a la investigación le contaron a El Espectador que Ropero se entregó voluntariamente en el puesto de control, pero los policías no tenían acceso al sistema para verificar sus antecedentes, así que tuvieron que llevarlo hasta la ciudad. Y solo así confirmaron que era un prófugo de la justicia.
Se cree también que la entrega voluntaria es un movimiento estratégico del imputado, pues en diciembre las abogadas de las víctimas, de la Corporación Humanas, habían logrado con su insistencia que la Fiscalía lo declarara persona ausente en el proceso penal, lo que permitía que pudiera ser condenado sin que estuviera presente para defenderse. “Alguien debió aconsejarle que era mejor que se entregara para que intentara defenderse”, añadieron las fuentes que pidieron reserva.
La Fiscalía le imputó a Libar Ropero los delitos de acceso carnal violento y actos sexuales con menor de 14 años agravado, los cuales no fueron aceptados. Y enfrentará su proceso penal en la cárcel. El expediente judicial afirma que 19 niñas fueron víctimas de las agresiones sexuales. El sujeto incluso contagió a una de ellas con una enfermedad de transmisión sexual.
Las familias de las víctimas celebran la captura, pero también están cansadas, agotadas, de que la justicia se haya tardado más de cuatro años para capturar a Ropero. Algunas de sus hijas se graduaron y otras no terminaron de estudiar. Pero en cada una de ellas persiste el dolor y las secuelas de las agresiones sexuales.
Por eso, las familias demandaron al Estado en 2021 y piden una reparación porque consideran que las instituciones les fallaron. Viviana Rodríguez Peña, coordinadora jurídica de Corporación Humanas, explicó a este diario que este caso evidencia varias fallas. “Primero, los entornos educativos no son entornos seguros para las niñas. La masividad de las agresiones fue por la falta de hacer del colegio. No solo no creerles a las niñas, sino saber qué pasaba y permitirlo. El fiscal compulsó copias al rector del colegio por el delito de omisión de denuncia, y no ha pasado nada. Legalmente, él tenía el deber de denunciar y activar ruta para las violencias basadas en género.
Segundo, el ICBF falló al llegar al colegio y hacer un acto que estigmatiza a las niñas. Al ver esa escena, cualquier niña agredida dice: ‘no denuncio’. Eso no es protección. Tercero, falló la Fiscalía, porque su gestión solo se ha mantenido por la presión de la Corporación Humanas. Por último, falló la Procuraduría. A diciembre del año pasado, no había investigación contra el agresor ni contra el rector por la violencia sexual, sino por abandono del cargo”.
La Procuraduría, sin embargo, aseguró a este diario que el profesor Ropero sí está siendo investigado por los presuntos abusos sexuales contra sus estudiantes. En un auto del 29 de noviembre de 2023, se lee que el caso está ya en etapa de juzgamiento, por la falta disciplinaria gravísima de desplegar “conductas inapropiadas y alejadas del decoro de su investidura, al realizar actos sexuales a las estudiantes”. El juicio disciplinario continúa en la entidad y está a la espera de que cada una de las partes aporte sus descargos, solicitudes y pruebas.
Mientras tanto, la demanda administrativa de las víctimas ya fue admitida, el pasado mes de enero se llevó a cabo una audiencia y se espera que en septiembre se lleve a cabo otra diligencia judicial. “¿Cómo se restablecen estos derechos? Hay una gran pregunta de qué puede restaurar este agresor y todas las autoridades que fallaron. Estas niñas necesitan oportunidades de educación, becas; y atención psicosocial. Queremos una intervención de la estructura del colegio para cambiar ese salón oscuro y tapado; y que el acceso a Internet sea para todos. Todas estas cosas son simbólicas que ayudarían a las niñas”, reflexiona la abogada Viviana Rodríguez.