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A las mujeres les enseñaron que el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Al menos así lo vivió Ella, la protagonista de Malsano, a quien le enseñaron a ser dócil, olvidar rápido y perdonarlo todo. Sobre las tablas, Cabeza y Voluntad son personajes independientes, disociados de su cuerpo. Esa es la metáfora que utiliza Erika Ortega, dramaturga y directora de la obra, para contar la historia de una mujer víctima de violencia psicológica.
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“La voluntad no tiene cabeza”, explica Ortega, quien se inspiró en una historia real para crear el espectáculo con el que busca poner en entredicho la idea del amor romántico y reflexionar sobre la violencia psicológica dentro de las relaciones de pareja. “Lo que más me impresionó fue darme cuenta de que esto es un campo minado, donde mires hay una historia de violencia psicológica”. Dice que empezó a construir el relato después de encontrarse en redes sociales con la historia de Laura, una colombiana que se mudó a Alemania para perseguir el amor de un hombre.
“Leí una serie de situaciones violentas que me atravesaron como mujer y por eso decidí investigar, contactarme con ella y conocerla”. En una de sus conversaciones, Laura le contó que su Malsano le había quitado el pasaporte después de haber llegado a Alemania, que allí tuvo que padecer todo tipo de violencias y que no ha podido regresar a Colombia porque con él tuvo una hija que no puede sacar del país.
De las desventuras de Laura nace Ella, la protagonista de un embrollo emocional que en la obra se expresa con suspenso, a través del cuerpo, el alambre, la cuerda india y la acrobacia. “Ni siquiera el espectador logra percibir desde el principio el enredo que está tejiendo de manera astuta este verdugo”.
En estos casos de violencia psicológica, el placer, la euforia y el alivio, producidas por las demostraciones de amor desbordado, seguidas de la indiferencia absoluta y el desprecio del maltratador, generan una suerte de relacionamiento adictivo. Hay un vínculo traumático en el que las víctimas quedan atrapadas y del que es muy difícil desprenderse. Así lo explica Nancy Becerra, psicoterapeuta con perspectiva de género.
“Es muy difícil salir de una relación violenta porque la vida y la supervivencia de la víctima están íntimamente relacionadas con su agresor. También pasa que este la ha manipulado y degradado tanto de manera sistemática que la hace dudar de su propia cordura. Por eso, la víctima termina por creerse el discurso de un agresor que la culpa por todo lo que pasa. El cuerpo sí siente el dolor, pero la cabeza está confundida”, asegura Becerra, quien también es consultora de organizaciones que trabajan en pro de los derechos de las mujeres.
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Sin embargo, advierte que “quedarse” no responde solamente al autoengaño psicológico, sino al contexto en el que se padece la violencia. “El agresor la invalida y la aísla de sus redes de apoyo. Hay barreras económicas que le impiden salir de este círculo violento, amenazas, agresiones contundentes, miedo. Hay que seguir hablando del contexto o continuaremos reforzando la idea de que la víctima es el problema y no el agresor y los contextos de precarización de la vida. También tenemos que romper el mito de que las mujeres enamoradas somos bobas, lo que pasa es que nos educaron para ser adictas al amor y para vivir en función de complacer”.
Siéntese bien, párese derecha, sonríale al tío, no haga esa cara, póngase bonita, no coma tanto que se va a engordar, son algunas de las órdenes que, según Becerra, demuestran cómo somos educadas las mujeres. “A los hombres, por el contrario, les dicen: vaya, mijo, súbase a ese árbol que usted es un verraco y póngase una pantaloneta vieja para que se pueda ensuciar. A diferencia de nosotras, sí les enseñan a construir una mirada hacia ellos mismos”. Por eso, asegura, la gran victoria que han conseguido las mujeres es empezar a amarse en un lugar que les ha enseñado todo lo contrario.
Por su parte, la directora de Malsano cree que levantar el telón para narrar esta historia es otra forma de aportar a la conversación e interpelar a los asistentes sobre la naturalización de estas violencias. “Quiero poder pellizcar las cabezas del público, no complacerlos. Esta, particularmente, es una de las violencias más difíciles de reconocer, pero aunque no deja cicatrices externas, causa daños irreparables”.
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En medio de esta enrevesada violencia estructural, el arte juega un papel definitivo, pues, como explica Ortega, con él puede despertarse la sensibilidad humana. “La puesta en escena, el lenguaje artístico, el relato, no te hablan de manera maquiavélica sobre lo que está bien o mal. Te entregan un montón de información a través de los sentidos y te dejan libre para que elabores tu propio concepto y tomes conciencia del estado en el que te encuentras”.
Becerra concuerda con ella y dice que el arte puede incidir más en las personas que los mismos hechos violentos. “Por supervivencia, los seres humanos tenemos una suerte de rechazo hacia la información hostil, violenta y dolorosa. Por eso es tan común que frente a la violencia la sociedad mire hacia otro lado. El arte, en cambio, es un lugar seguro para cuestionarnos y para interpelar al otro sin que huya”.