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Cirle Tatis Arzuza decidió que iba a dejar de alisarse el pelo a los 26 años, cuando empezó a quedarse calva. Se había alisado por primera cuando tenía diez, vivía en Cartagena y quería verse “linda” en su primera comunión. Las burlas en el colegio por su pelo “rucho”, como se le dice al pelo rizado en Cartagena, y los comentarios sobre su color de piel, le hicieron creer que la belleza era ser lisa, costara lo que costara.
Ese día, llegó al colegio sin sus crespos y las personas a su alrededor cambiaron. No hubo burlas, hizo algunos amigos y dejó de sentirse relegada. La fórmula era mágica y sencilla: desaparecer los rizos, y la utilizó durante años. El procedimiento se lo hacían en el patio de una casa a las afueras de Cartagena. El piso era de tierra, el calor insoportable y mientras la señora le estiraba el pelo con la plancha, los cerdos y las gallinas corrían a su alrededor, en medio del piso sin baldosa, el agua estancada y sus propias heces.
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El tiempo pasó y Cirle se seguía sintiendo hermosa solo cuando tenía el pelo liso o estaba usando sus extensiones. Pero a los 26 años, el tratamiento a base de papa y soda cáustica con el que la alisaban por poco acaba con su pelo. Se le empezó a caer desde la raíz, se quedaba pegado en la almohada mientras dormía, tapaba el sifón de la ducha y la amenazaba con desaparecer. Entendió el peligro que se escondía detrás de la plancha y supo que iba más allá de la fragilidad de su pelo.
“Cuando eres una niña y te enseñan desde tan pequeña que para ser aceptada tienes que alisarte y cambiar tu apariencia, le están haciendo un daño muy grande a tu autoestima, que empieza a construirse sobre la base de algo que no eres”, explica Cirle, empresaria y comunicadora social de la Universidad de Cartagena.
La conclusión fue rápida: mejor el pelo crespo que no tener pelo. “Sin saber nada sobre peluquería, transición capilar o empoderamiento femenino; sin saber lo que era recuperar mis raíces, abrazar mi estética, hacer las paces con mi afrodescendencia, empecé. Lo hice sin saber nada sobre eso porque al comienzo solo estaba intentando salvar mi pelo”.
Así se veía el principio: esperar con paciencia que los rizos crecieran y esmerarse en cortar lo que nunca había sido suyo. Sentir que las personas a su alrededor cambiaban. Notar que la trataban diferente, que regresaban las burlas, los apodos y los comentarios racistas en la calle. “Eso pasa porque dentro del imaginario de lo que es bello, no estamos nosotras, las mujeres negras”, asegura Cirle, que hoy lleva sus rizos con orgullo.
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Una noche, durante ese proceso y después de haber pasado todo el día haciéndose trenzas dentro de su cuarto, salió emocionada a mostrarle a su mamá. “¿Y tú ahora te crees negra?”, fue su reacción. “Me dolió mucho, pero también fue la semilla que sembró en mí para empezar a construir mis propios conceptos de belleza y dignidad; para hacer las paces con mi pelo y con mi negritud; para entender por qué no la aceptaba y por qué no me reconocía como una mujer negra. Ahí empezó todo”.
Cirle decidió interpelar estos discursos racistas. Abrió una cuenta de Facebook en la que generaba conversaciones sobre el pelo crespo, ponía en evidencia falsos elogios que escondían entre líneas el racismo, aprendió de peluquería y tradujo el conocimiento que le dieron a las necesidades de los crespos. Empezó a cortarle el pelo a su mamá, a su hermana, a conocidas y seguidoras y mientras iba creciendo su pelo rizado, también iba emergiendo un sueño: poder decirle a las mujeres como ella que el pelo crespo también era un pelo bueno.
La sala de la casa de sus papás en el Olaya Herrera, un barrio popular de Cartagena, empezó a llenarse de clientes. No tenían lavabo, sillas de peluquería, ni espejos, pero a la gente parecía no importarle. Se sentaban en las mecedoras y los muebles de sala mientras esperaban en medio del calor. La explicación de Cirle para el éxito que la encontró peleando contra los estereotipos en su peluquería “rudimentaria”, como la llama ella, es que en la ciudad no había un lugar que invitara a las mujeres negras a ser quienes eran.
“Las mujeres de pelo rizado nunca nos habíamos sentido bien recibidas en las peluquerías tradicionales, por rechazo o desconocimiento. La peluquería tradicional siempre se ha encargado de embellecer los cabellos lisos o transformar los pelos rizados. Yo quise darles un espacio donde fueran tratadas con dignidad”.
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Las mujeres se lo agradecieron yendo tanto como podían. La peluquería salió de la casa en el Olaya Herrara a un pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados, donde Cirle vivía y trabajaba. De allí se mudaron a una casa más grande, donde pudieron hacer las primeras contrataciones, y poco después abrieron un local frente a La Serrezuela, uno de los centros comerciales más icónicos de la ciudad. Ahora, tienen sede en Cartagena, Medellín y Bogotá.
En ellas el cabello crespo es normal, le enseñan a niñas sobre sus cuidados y buscan alternativas que conserven sus raíces y las haga sentirse hermosas. Dan charlas, hacen talleres y se idean campañas con las que puedan abordar la afrocolombianidad; educan a las mujeres sobre la importancia de sentirse orgullosas de su identidad y exaltan a personajes negros que tienen un alto valor para ellas. “No solo queremos reivindicar el pelo, sino la estética en general, la afrodescendencia y la negritud”.
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Cirle dice que su camino, hecho de hebras y hebras de pelo rizado, la transformó. “Pueden pensar que es simplemente pelo, pero para una mujer que se lo negó por 26 años, dejarlo crecer significó dejar de pelear contra sí misma. Cuando lo recuperé empecé a aceptar cosas que iban más allá de él: mis piernas grandes, mi cadera ancha, mi corporalidad, mi negritud. El pelo me ha empoderado tanto que ya no me da miedo perderlo”.