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Durante décadas, Rioblanco, Planadas, Ataco y Chaparral (Tolima) han sido puntos estratégicos para el desarrollo del conflicto armado en el país. Estar en la cordillera Central les ha significado ser parte importante de la violencia bipartidista de los años 50 y del interminable conflicto entre guerrillas, paramilitares y agentes del Estado.
Por muchos años las tierras fértiles de Chaparral, propensas para la siembra de café, cacao y aguacate en el sur del Tolima, no fueron cultivadas, pues mientras la región era el fuerte de los campesinos liberales, los conservadores y la violencia hicieron de esos suelos el destino de más de 3.500 muertos y, después de la década de los 60, un punto clave para los grupos armados con corredores para la movilización entre el Pacífico, los departamentos de Cauca y Nariño, y el centro del país, dejando más víctimas en el proceso.
Las mujeres, como en todos los conflictos siempre dominados por hombres, eran invisibilizadas, al igual que sus derechos, y era común que los actores del conflicto las vieran como botines de guerra, como objetos sin voz ni voto. Sin embargo, la historiadora de la Universidad Nacional Myriam Moreno Patiño relata los cambios que trajo el conflicto en el rol de las mujeres en su tesis de maestría “Presencia de las mujeres en la violencia del Tolima 1948-1964, casos en los municipios de Chaparral, Planadas y Rovira”, donde la incursión de la guerrilla replanteó sus tareas.
“Todas las mujeres que ingresaban al comando formaban parte del comité y era obligación ser alfabetizadas y capacitadas según sus características, en muchos aspectos desempeñándose en labores como recolectoras de alimentos y provisiones, enfermeras, profesoras de escuelas de niños y de adultos, empadronadoras y otras funciones además de las domésticas”.
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El trabajo de las chaparralunas
Este pueblo, ubicado a 166 kilómetros de Ibagué, capital del departamento, ha vivido la violencia de Colombia en todas sus etapas y, como resultado, desde 2016 forma parte de los 170 municipios que fueron priorizados en el Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc, una posición que todavía no logra reparar todos los efectos de la guerra, pero que al menos ya reconoce que estos territorios y su población fueron los más afectados por el conflicto armado (que no termina) con mayores índices de pobreza, presencia de cultivos ilícitos, grupos armados y ausencia del Estado y los incluye en los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), que contribuirán a mejorar sus condiciones, según lo pactado en el Acuerdo.
Ese proceso de reconocimiento les ha dado a las mujeres de Chaparral un impulso para que su labor en la comunidad también sea distinguida y valorada, han buscado espacios de participación en las políticas de paz para tener incidencia local y plantar el enfoque de género como una prioridad que atraviese sus actividades políticas, económicas y de convivencia.
Se trata de una búsqueda que se inició mucho antes del Acuerdo de Paz, que se empezó a notar a finales de los 90 y principios de los 2000 gracias al trabajo de mujeres que rechazaron la idea de seguir siendo invisibilizadas. Dagmar Lucía Hernández y María Ximena Figueroa trabajaban en sus comunidades, una como catequista y la otra como lideresa de los pueblos pijaos de la región, pero como ellas dicen, “una golondrina no hace llover”.
Fue en la asociatividad que poco a poco fueron encontrando mujeres afines a su causa común: trabajar por las demás. “Las mujeres han empezado a asumir un rol protagónico dentro de las comunidades, hay gobernadoras, guardias indígenas, hay más participación, pero en algunas comunidades, no en todas, por eso buscamos acompañar a esas mujeres e impulsar su participación y capacitación”, explica Figueroa.
Cuando las integrantes de la Red de Mujeres Chaparralunas por la Paz recuerdan a Dagmar Lucía sonríen y agradecen, pues dicen que “siempre estuvo pendiente de nosotras y buscó cómo ayudar a las mujeres de las veredas”; trabajó en la Red que cofundó hasta 2020, cuando el 26 de abril, en medio de la pandemia, falleció.
Hernández contó su historia en las memorias de la red “Tejidos de paz y sororidad”, que fueron publicadas meses después de su muerte. Allí cuenta que su trabajo en la JAC de la vereda Las Tapias estuvo enfocado en trabajar la prevención de las violencias basadas en género (VBG), la promoción de la conciliación en equidad y los comités de asuntos femeninos, “reconociendo las necesidades de muchas mujeres, como era la de organizarnos en red para buscar un horizonte común que articulara nuestras luchas para educarnos y acceder a la justicia y a la salud”.
Su misión de conformar una asociación de mujeres sólida estuvo acompañada por María Ximena Figueroa, quien es integrante, cofundadora y funge como representante legal de la Red. Ella es una mujer indígena pijao perteneciente a la comunidad Matora de Maito de Chaparral, la encargada de recibir a los visitantes y de mantener cerca a las mujeres de la Red, incluso en los momentos en los que tuvieron que trabajar con un “bajo perfil” por temor a las acciones de los grupos armados entre 2007 y 2011.
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Después de los ires y venires a los que las obligaban las condiciones de seguridad en el pueblo, una casa tradicional a un par de cuadras del parque principal de Chaparral se convirtió en su punto de encuentro, un espacio con varios cuartos que sirven de oficinas y sitios para cada uno de sus programas, está adornada con fotos de los encuentros de mujeres que han llevado a cabo, con camisetas, gorras y artesanías hechas por ellas, y a la entrada, con un cuadro de una familia que las representa, Figueroa mira el cuadro fijamente y da un vistazo a la reacción de los invitados a los que les presenta el arte. “Este cuadro simboliza la armonía familiar, todos, el hombre, la mujer y los hijos, todos tienen rasgos indígenas, tenemos representados el Sol y la Luna, y en las raíces están los productos que se dan en nuestra tierra, los frutos de nuestro trabajo”, explica.
En la casa también está Íngrid Gómez, una de las más jóvenes de la Red, encargada de los procesos pedagógicos que llevan a las veredas de Chaparral. Uno de los cuartos está lleno de material didáctico, pancartas, ruletas, acrósticos y un violenciómetro, un termómetro que muestra distintos niveles de VBG. Gómez explica que estas herramientas son indispensables para explicarles a las mujeres y sus familias sus derechos, pues la analfabetización persiste, y más en las veredas apartadas, que llegan a estar a cuatro horas del casco urbano.
En los talleres, las mujeres de la Red se centran en hacer pedagogía sobre los derechos de las mujeres, DD. HH. con enfoque de género y la importancia de que ellas puedan participar en espacios de toma de decisiones y tengan un trabajo remunerado. ”No tendría sentido capacitar solo a las mujeres, porque seguirían en esos círculos de violencia, lo que buscamos es que todos lleguen a esa cultura de la no violencia, de la inclusión, de la igualdad, y en ese sentido les enseñamos los tipos de violencia para que ya no sean naturalizadas”, dice Gómez.
En este sentido, las 20 asociaciones de mujeres que conforman la Red también acompañan a víctimas de VBG y son parte del Consejo de Política Social del Comité Municipal de Erradicación de VBG. Figueroa cuenta que “en la pandemia aumentaron los casos de violencia intrafamiliar y de género, entonces nos articulamos con la comisaría de familia, somos un puente entre la comunidad y la institucionalidad, orientamos a las mujeres para que puedan acceder a los servicios que necesitan”.
Por otro lado, estas mujeres también encuentran en la formación académica y capacitación una vía de progreso para ellas, para lograr su independencia económica, pues muchas son madres cabezas de hogar. La meta inicial es que todas puedan terminar sus estudios de bachillerato y, posteriormente, gestionan convenios con el Observatorio de DD. HH. de la Universidad del Tolima; con el programa Paz y Región de la Universidad de Ibagué, para hacer cursos, y con el Sena, para fortalecer sus habilidades en oficios que les puedan servir de guía para emprender.
¿Y la independencia económica?
Las mujeres en Chaparral no están afiliadas como individuos, todas son parte de asociaciones que se agrupan bajo la Red, pues desde la experiencia sus fundadoras encontraron que buscar apoyos de organizaciones y del Estado es muy difícil si no se hace en grupos grandes.
“Entendimos que el Gobierno no ayuda a una sola persona o a una sola finca, debemos estar organizadas para construir y gestionar nuestros proyectos; nos organizamos de manera que todas las mujeres, tanto del sector urbano como del rural, estuviéramos representadas”, comenta Figueroa.
Por eso se han agrupado en organizaciones de mujeres productoras de café, cacao, aguacate y varias hortalizas para ser parte de las iniciativas de los PDET. Dos asociaciones que trabajan juntas desde el corregimiento de Calarma y la vereda Alto Redondo son la Asociación de Mujeres Organizadas de Calarma (Amocal) y la Asociación de Productores Mixtos (Asopromix), a un poco más de dos horas del pueblo, sin contar que dependiendo del clima se pueden presentar derrumbes en el camino.
Allí, varias mujeres de ambas organizaciones hacen un balance positivo de algunas iniciativas PDET enfocadas en fortalecer los comités de convivencia de estas asociaciones con capacitaciones en resolución de conflictos y de problemas de violencia intrafamiliar; sin embargo, todavía no son claros los resultados en las iniciativas productivas.
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Flor Astrid Reinoso, representante legal de Asopromix de la vereda Risalda, explica que estas organizaciones dedicadas a la producción de café no están recibiendo ganancias por su trabajo, y en el caso de la siembra de hortalizas, en muchas ocasiones se limitan a cultivar para el consumo propio, pues no es rentable ir hasta el pueblo a venderlas a un precio tan bajo.
“Nosotras cultivamos el café, pero no lo procesamos, personas en Chaparral que tienen tostadoras lo procesan y nos lo entregan listo y empacado, pero lo vendemos por acá muy barato porque todavía no tenemos sellos, Invima ni código de barras. De todas formas, estamos perdiendo plata porque hay un tercero que lo transforma y nos cobra, no tenemos la maquinaria”, explica Reinoso.
Actualmente venden un kilo de café en Chaparral a $17.000, pero solo los transportes desde su vereda al pueblo cuestan $20.000, eso sin tener presente el pago a los terceros que transforman el café. Además de avanzar en la titulación de tierras a nombre de mujeres, Reinoso es reiterativa en que una de las principales necesidades de los integrantes de las asociaciones es la maquinaria para procesar el café: “Nos hace falta un apoyo de las instituciones para tener un lote con una infraestructura donde montar un centro de acopio y la maquinaria para transformar la materia prima, necesitamos capacitaciones para aprender a catar y a hacer todo el proceso, porque así como estamos lo que se gana no es nada”, añade.
Mientas la implementación de los PDET avanza, la Red de Mujeres Chaparralunas ha encontrado en el Fruver móvil Sazón y sabor de tu tierra una herramienta para ayudar a las mujeres de las veredas a comercializar sus productos. Una motocicleta adaptada para transportar y mostrar un mercado fresco va todos los días desde la sede de la red a las veredas recogiendo y vendiendo las hortalizas que cosechan las mujeres para venderlas.
“Debemos estar organizadas para trabajar en unión con otras mujeres y con otros hombres. Fortalecer nuestra participación es lo que permite sostener el tejido social asociativo, pero también el tejido social de las familias. Eso es lo que hemos hecho en la Red, por eso es importante que las mujeres estemos organizadas”, concluye Figueroa.