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Nos partió un Rayo

La obra del pintor Ómar Rayo, quien este año celebra sus 80 años de vida, ha cobrado un carácter universal y ha dado identidad al país en el exterior. La mayoría de los colombianos, sin ser expertos en arte, reconocen su obra.

Luis Merino / Especial para El Espectador
31 de julio de 2008 - 08:44 p. m.

A primera vista impresiona su aspecto de gran fortaleza física que contrasta con la convalecencia obligada por un reciente infarto. Sin embargo, el maestro Ómar Rayo, quien este año celebra sus 80 años, tiene motivos para celebrar, pues el museo que él creó hace 27 años expone dos de sus series, La odisea del equilibrio y La sombra del negro negror. Sumado a esto, la Universidad del Valle le otorgó hace poco un doctorado Honoris Causa en Artes Visuales, en reconocimiento a su obra artística y legado a la cultura. Y desde hace un año y medio disfruta de la presencia de Mateo, el primogénito de su adorada hija Sara.

Aunque en la actualidad le responde más la vivacidad de su cerebro que el cuerpo golpeado por dos infartos, no duda en asegurar que pronto volverá a tomar los pinceles, pues el duende de la pintura lo ha llamado nuevamente. Como lo hizo hace muchos años, cuando era un adolescente larguirucho que escapaba de clase con sus amigos para irse al cerro de las Tres Cruces, en Cali.

Mientras sus amigos cazaban pájaros, él se dedicaba a embadurnarse la boca de arrayanes, una especie de mora silvestre que crecía en el lugar. Allí vio por primera vez al duende: era muy pequeño, estaba descalzo y tenía un sombrero enorme como un techo de paja. Los otros muchachos huyeron despavoridos. Él se quedó observando, fascinado, la misteriosa aparición. Desde ese día, aquel personaje no se ha vuelto a marchar. Le sirve de asistente pero también le hace dar  rabias y frustraciones, tal vez como una forma de provocarlo para que no abandone los pinceles.

A sus 80 años, el maestro Ómar Rayo afirma que su cerebro se siente atrapado en ese cuerpo enfermo. “El pincel está afectado, pero la llama que anima a ese pincel está intacta. Y aunque el cerebro puede ser un  tirano, también puede ser un aliado. Depende de cómo lo guíes”, confiesa. Tal vez por eso busca mantenerlo en forma recordando anécdotas del pasado, haciendo anagramas o reflexionando sobre temas que le apasionan, temas que tarde que temprano remiten a sus dos grandes inspiraciones: la pintura y la poesía.

La pintura en primer lugar, pues ha sido por ella y para ella que ha trasegado el mundo y se ha metido de lleno en este exigente oficio que le ha traído por igual satisfacciones y frustraciones. Entre las dichas están los numerosos premios que ha obtenido: el Schell (1958), el Especial de Grabado II Bienal Interamericana de México en 1960; el del Museo de Arte de Filadelfia (1965); el de los salones XIX y XXI de Artistas Colombianos (1966 y 1970) y el de la Bienal de São Paulo (1971), entre otros.


Las frustraciones han venido por el trato que le han dado algunos colegas y críticos que han menospreciado su obra. El reconocido caricaturista Hernán Merino resumió en una ocasión ese resentimiento de sus enemigos en una caricatura donde un pintor le decía a otro: “Tómalo con calma. Nos partió un Rayo”.  Hoy en día el maestro se divierte con esa anécdota. Sabe de la importancia de su obra, la misma que estuvo exhibida tres años en las paredes del  Museo de Arte Moderno de Nueva York. Una exposición que le valió el que Jasper John, uno de los padres del arte pop, dijera alguna vez que había sido influenciado por el trabajo de Rayo.

Por otro lado está la poesía.  Aunque Rayo no la ejerce, sí la siente y la vive.

Su mismo nombre es un homenaje a un gran poeta árabe, Omar Kayam, a quien el maestro admira. Y la poesía recorre toda la obra de este artista, pues en ella se reúnen por igual elementos de un remoto pasado de culturas precolombinas ligadas  a los astros y las estrellas, y otros elementos que nos hablan de un desconocido futuro. “Es una geometría a la que se llega por evolución, por síntesis y también retomando el entorno natural que es geométrico. Todo está hecho de balances y equilibrios. Mi interés es llegar a lo más simple, a la síntesis. Allí reside el equilibrio, si no todo se viene abajo”.

Pero el llegar a estas conclusiones no ha sido fruto del azar, sino de una labor continua y de una exploración por el mundo. Una exploración que inició desde muy joven, cuando se fue de viaje por Suramérica, encontrándose en su travesía a una tribu indígena ecuatoriana que le enseñó algunas técnicas de grabado y a quienes les debe, en sus propias palabras, “el salto a la


abstracción, la geometría y la síntesis”. No contento con recorrer toda Suramérica durante cinco años, dio el salto a México, que le acogió con inmenso cariño y donde tuvo la oportunidad de entablar amistad con personajes de la talla de Juan Rulfo, Octavio Paz y el escritor colombiano de ciencia ficción René Rebetez, con quien diseñó una nueva versión del I Ching.

Allá, en México, también por “culpa” de un accidente de trabajo, o tal vez por una travesura de su duende, descubrió el intaglio, una técnica de grabado en alto relieve que le abriría definitivamente las puertas de importantes museos y galerías de arte. Con varias obras bajo el brazo, Rayo partió a Nueva York, donde no sólo conocería la fama, sino el gran amor de su vida: la poetisa Agueda Pizarro.

Ambos artistas han compartido el amor y la pasión por el arte. Con Agueda, desde novios y hasta el día de hoy, hacen anagramas, crean frases cortas que uno empieza y el otro termina. Ella está muy pendiente de él e incluso ha escrito sobre la obra del maestro. Él, a su vez, la apoya en todos sus proyectos, como el encuentro de mujeres poetas que se celebra cada año en Roldanillo. Fruto de esa cinematográfica pasión está otra creación poética de la cual el maestro se siente muy orgulloso: su hija Sara. Cuando ella nació, sus pinturas comenzaron “a llenarse de oxígeno, a hincharse”. Y para satisfacción de sus padres, su hija heredó ambos talentos: la escritura y la pintura.

Durante la entrevista notó que a sus pies se encuentran unas hojas garabateadas con juegos de palabras, anagramas y bocetos hechos a mano, señal de que su cerebro no puede someterse a la inactividad de su cuerpo, de que su duende aún busca maneras de expresarse.

Ómar vuelve al presente para observar a Mateo, su nieto, un pequeño rayo que va de un lado a otro de la casa, asombrándose con las extrañas formas y el colorido de la obra de su genial abuelo. Es en esos instantes de arrobamiento que es posible descubrir en el maestro la mirada de ese niño que una vez fue y que le impulsaba a rayar las paredes de su casa materna. En esa mirada también se intuye a un hombre que disfruta con la magia de sus creaciones y como si asumiera momentáneamente el papel de titiritero o de prestidigitador, concluye: “Yo defiendo la realidad del sueño, la veracidad de la ilusión y todas las verdades que pueblan lo fantástico”.

 

Por Luis Merino / Especial para El Espectador

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