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Memorias de un memorable

Un perfil muy familiar del destacado pensador, famoso por sus escritos en periódicos como El Espectador, que a los 91 años sigue lúcido.

Ana Cristina Restrepo Jiménez
01 de agosto de 2009 - 10:00 p. m.
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Los nosecuántos metros cuadrados de su apartamento son el lugar más densamente poblado del planeta. Los personajes de sus libros le huyen a la letra muerta: se secretean con el dueño de casa, pasean por el corredor y saludan a los invitados.

Y es que él habla de los escritores como si fueran sus amigos de infancia, y de cada lectura como una experiencia vivida.

Con 91 años, Antonio Panesso Robledo conserva la lucidez de El Caballero de la Tenaza, la sátira de Pangloss, y la gracia y elocuencia de los Temas de nuestro tiempo.

Sus columnas y análisis han pasado por las páginas de El Correo, La Defensa, El Tiempo y El Espectador, de publicaciones internacionales como The Economist; y de programas radiales y televisivos. Entre sus publicaciones escritas, tipo ensayo, están El tercer mundo en Ginebra (1965), La espada en el arado (1975) y La torre de marfil (1979).

Se oyen afuera los gritos de un voceador de periódico, cuando me siento al lado de Pangloss, en un rincón de su biblioteca…

El hijo del ebanista

Año 1925. Cuando el pavimento no había llegado a las montañas del oriente antioqueño y, a lomo de mula, los caminos de herradura parecían víboras enrolladas en peñascos; Alejandro Panesso y su esposa, Teresa, empacaron baúles y un montón de hijos (doce), para emigrar de su natal Sonsón al Valle de Aburrá.

Panesso, el padre, ebanista y dibujante, tallaba en madera altares de inmensas iglesias (como La Inmaculada, en el barrio Manrique, de Medellín); y con el mismo esmero con que esculpía lo sagrado, moldeaba caballitos para sus hijos.

Las memorias más lejanas de Antonio Panesso están en el lugar donde conoció el abecedario e hizo la Primera Comunión: la escuela de María Quintero, que quedaba al lado de un templo gótico, después borrado del mapa por un brutal terremoto.

Para perpetuar la tradición familiar, Pangloss ingresó a la escuela de Derecho, la cual abandonó después de un año, por seguir el camino de la naciente facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Antioquia. Se entregó a la Filología, en especial idiomas extranjeros y clásicos (algunos creían que iba para el seminario, por su interés en latín), becado por la Universidad de Cambridge, Inglaterra; y estudió francés en París.

A su regreso a Colombia fue profesor de Filosofía y Letras, y se dedicó al trabajo en los medios.

Hoy, sus ojos, presos de la penumbra, no definen formas con precisión. Sin embargo, conservan una mirada fija, atenta. Y dulce. Su voz pausada —que me devuelve a la infancia— en vez de revelar el cansancio de los años, juega con los picos e ímpetus del que apenas empieza a vivir…

¿Cómo se da su contacto con los medios?

A todo lo que he hecho en mi vida, me han llamado. La primera conexión con medios fue con El Tiempo, el doctor Eduardo Santos me llamó para que me encargara de la subdirección. Fui subdirector un par de años, pero no nos entendimos, no hubo peleas ni desacuerdos: eran modos de trabajar. Él era absorbente y yo un poco más libre, me gustaba tener más amplitud. Llegamos a la conclusión de que era mejor hacer otra cosa, pero eso se quedó en el aire. Mientras estaba en ese interregno, me llamó don Gabriel Cano, de El Espectador. Estuve muchos años allí, como columnista. Ha sido mi experiencia más larga en periodismo.

Sus seudónimos siempre han tenido origen literario…

El Caballero de la Tenaza, es de Francisco de Quevedo. Pangloss pertenece a un autor que yo quiero mucho, Voltaire; es de un estilo satírico, una novela de tipo enciclopédico, muy del sigo XVIII, por eso me llamó la atención, pero la gente no sabía pronunciar la palabra (con acento en la última sílaba) y todo el mundo me decía Pánglos, y como coincidía con Panesso, un poco, prescindí de ese seudónimo. Y se quedó Temas de Nuestro Tiempo, que también es un nombre literario, de Ortega y Gasset. Y ese fue el que conservé hasta el final.

En el estilo satírico de sus columnas se sienten los fantasmas, el estilo de G.B. Shaw y Chesterton. ¿Qué influencias siente en sus escritos?

Justamente Shaw y Chesterton son autores muy queridos para mí, los conozco muy bien. Pero Voltaire tuvo que ver mucho en mi estilo y en mi modo de tratar las cosas, aunque él no fue propiamente periodista, pero fue el más periodista de los escritores de la Revolución. Entre otros fueron los ingleses, Chesterton y Shaw. Otros, que parece que no tuvieran relación, me influyeron inconscientemente por el humor, como Oscar Wilde: tiene una manera de decir las cosas seria y sumamente graciosa, es un juego muy inglés tomarle el pelo al tema.

Usted vivió el conflicto en el Oriente Medio…

Primero fui a Israel, invitado por la Embajada. Era completamente independiente, por suerte, como periodista. Como es un país pequeño se conoce fácilmente y me hice amigo personal de varios personajes de la historia de entonces; como el primer ministro, que fue asesinado, Isaac Rabin, con quien luego me relacioné como embajador. Cuando me nombraron embajador en Israel, ya tenía el terreno abonado, tenía amigos y conocía muy bien el país. No fui realmente corresponsal de guerra, escribía sobre temas de la guerra porque era la noticia y todavía sigue siendo: es un conflicto insoluble. Y durará lo que han durado los judíos: llevan dos mil años. Y probablemente seguirá otros tantos.

¿Cuáles considera como los momentos más conmovedores del acontecer mundial, bajo su óptica de columnista?

¡Esa pregunta es muy trascendental! En Colombia es muy fácil: los cambios tan bruscos y violentos que ha habido en el país y que sigue habiendo, los ensayos de política que ha habido de un presidente a otro, de un régimen a otro. La parte de violencia que me ha tocado a mí como a cualquier otro, y a veces más, en el sentido de que he estado metido allí, no como protagonista sino como víctima o como espectador. Literalmente como El Espectador —enfatiza con una risa sonora—. Fuera del país, lo que más me impresionó fue aquello que presencié en Israel: las luchas con los musulmanes, la formación de nuevos grupos y la situación peculiar que yo tenía de poder ir de un sitio a otro por mi carácter diplomático. Tuve esa experiencia, muy impresionante y sin peligro. Podía analizar los hechos directamente y muchas veces con los protagonistas mismos. Alguien que me impresionó muchísimo fue el general (Moshe) Dayan, que murió no hace mucho, y le faltaba un ojo. Era el primer general del ejército israelí que había nacido en el territorio, porque todos los que conocía antes habían venido de otra parte, sobre todo de Polonia, empezando por (David) Ben-Gurion, y el que renunció hace poco. Otro personaje es Shimon Peres, tiene un nombre absolutamente español: es el mismo Pérez nuestro, pero lo escribe con “s”, y es polaco. Habla muy bien el inglés y, por supuesto, el hebreo. Es muy amigo mío, me tocó cuando él era primer ministro y yo embajador.

Usted ha estado rodeado de grandes personajes, sin embargo algunos dejan huella. ¿Cuáles rasgos hacen que ellos trasciendan en usted?

Creo que el hombre y sus circunstancias es lo que hay en la historia, aunque es una frase muy conocida, una expresión de Ortega y Gasset. De pronto las circunstancias hacen a la gente, porque están ahí. Les tocó porque estaban allí, simplemente. Por ejemplo, entre los primeros pioneros que llegaron a Israel, antes de la existencia del Estado, están estos personajes de los que te hablo. Porque llegaron allí y estaban allí: hicieron la política y fundaron el Partido Laborista, que fue el primero que fundó el Estado. Y luego otras generaciones como las que están tratando ahora de llegar al poder, de tipo más conservador, pero igualmente feroces en contra de los musulmanes que, a su vez, son víctimas de sus propias circunstancias porque son muy distintos los musulmanes de Israel de sus vecinos de al lado, los egipcios, que son musulmanes también. Y no son feroces, son gente muy civilizada… tal vez por las pirámides (risas). No son fanáticos. Cuando yo estaba en Egipto, donde he estado varias veces, las relaciones con las administraciones musulmanas han sido sumamente cordiales, y las tengo todavía.


Klim decía: “Antoñitos como Antoñito Panesso sólo hay uno; cuando las enciclopedias lo ven, se les ruborizan todas las páginas, avergonzadas de su ignorancia”. ¿La memoria es don o ejercicio?

Yo creo que ambas cosas. Y más que todo, tiene su raíz en la palabra interés. Uno recuerda muchas cosas que no son literarias, no las ha leído ni le han contado, pero las ha vivido. La Primera Comunión, la primera novia, el primer viaje: vienen de la vivencia, de haberlo vivido y del interés vital que uno tiene en eso. Por otra parte: hay gente que no tiene memoria porque no tiene interés, porque no vive las cosas con intensidad, me imagino yo.

Las herramientas de búsqueda en internet: ¿son la biblioteca soñada de Borges o están acabando con nuestra capacidad investigativa y ritmos de lectura?

Debo ser franco: no he tenido esa experiencia extrema del modernismo. No me ha tocado. Ya estoy retirado, hay cosas que no conozco ni las sé manejar. Sigo pensando, conservadoramente, que lo antiguo fue mejor. Para mí, la simple lectura es la fuente de lo que yo recuerdo y que me interesa.

Los suplementos literarios están agonizando y sus contenidos se banalizan…

Creo que es una cuestión comercial. El periodismo hoy es muy comercial, es un negocio y esa es su manera de sostenerse. Un periódico no es una obra de beneficencia, es costoso: la influencia de la publicidad es inevitable, no solamente en Colombia.

Si se extinguen los espacios masivos difusores de ideas de los intelectuales y académicos, ¿cómo canalizar ese pensamiento?

La inteligencia tiene modos instintivos de defenderse y expresarse de alguna manera. Aun con la lengua oral: exposiciones orales por radio, la cátedra, que no desaparecerá; son medios de mantener una tradición literaria, científica, de análisis político. Esos son los medios que proveen la academia y los centros literarios. Cuando no había periódicos había tradición oral. La cultura busca una manera y sigue haciendo historia, y tiene muchas formas de expresión como la escultura, la pintura, la música —¡y de qué manera!—.

Lo que estamos haciendo aquí, tú y yo, es eso: manteniendo la cultura.

Desde muy temprano en su vida ha manifestado una pasión por las palabras, por el lenguaje…

La Filología por definición es el estudio de las palabras. El peligro de eso es que se cae en el purismo. En Colombia es muy frecuente eso, sobre todo en el periodismo, se usan solamente las palabras que están en el Diccionario de la Academia. Eso es muy colombiano: esa palabra no está en el diccionario y por lo tanto no se puede usar. Yo no participo de eso. Para mí el idioma es algo vivo, la palabra que existe es la que se usa, por rara e inusitada que sea. Las palabras no salen del diccionario al uso común: del uso común entran al diccionario. El lenguaje es hablado ante todo, es una forma artística, ahí entra el arte claramente y los instrumentos del arte, como la gramática y la estilística —sobre todo—, que es darle forma a una tendencia artística que es natural. Los niños hablan perfectamente bien y no necesitan ningún estudio previo, pero ya para darle forma artística está el lenguaje escrito, que es propiamente la literatura.

¿Cuántos idiomas domina?

La gente cree que dominar un idioma es hablarlo y no siempre es así. Yo por ejemplo no hablo latín, nunca se me ocurre porque no tengo con quién hablarlo, pero lo puedo leer. Hay idiomas que uno conoce y habla continuamente, los idiomas vivos, por ejemplo el inglés. Estamos un poquito en Babilonia.

¿Cuál es la rutina, hoy en día, de ‘El Caballero de la Tenaza’?

Mi principal rutina era la lectura. He viajado, lo disfruto mucho. El viaje para mí es siempre una forma de informarme y de visitar cosas interesantes. No es el viaje del turista, sino el del que se mete a un museo: yo hago esa cosa tontísima, voy a Londres y me voy para el Museo Británico y no para un café, pero no porque sea una persona extraordinaria o tenga un talento especial, es porque ese es mi gusto. Tengo un temperamento reflexivo y soy sumamente curioso. Cualquier cosa nueva me llama la atención, la estudio y trato de informarme de la manera más desinteresada. ¡Pude haber sido muy chismoso, pero no lo soy! (carcajadas).

¿Planes?

Vivir, lo que quede.

Cambio de hábito

Lo que otrora fue la lectura, hoy lo es una casa de campo en La Vega: el refugio de El Caballero de la Tenaza.

Pangloss analiza la actualidad mundial como el más hábil politólogo; no obstante las sombras le robaron el placer de leer, la radio internacional lo mantiene al día. No escribe, y no sólo por su dificultad visual, sino porque jamás adquirió el hábito de dictar: “Un periodista no dicta”.

Olor de mediodía dominguero en Bogotá. Un ajiaco humeante espera en la mesa.

Guardo el lápiz y la libreta de apuntes. En el perchero queda mi hábito de periodista.

Me siento a almorzar con mi prima, su esposo, y con mi tío abuelo, Antonio Panesso Robledo.

Intelectual de la academia y los medios de comunicación

Antonio Panesso Robledo fue profesor y filósofo de la Universidad de Antioquia. Se especializó en la Universidad de Cambridge y la Universidad de Nottingham en literatura germánica. Comenzó su carrera periodística en 1949 en El Correo, de Medellín, donde fue jefe de redacción y director. Además, durante ese período escribía comentarios para La Defensa, con el seudónimo de El caballero de la tenaza. En 1949 comenzó a publicar la columna Pangloss y el lector, respondiendo preguntas a los lectores. En 1951 empezó sus colaboraciones en el suplemento de El Tiempo, donde desarrolló su faceta de crítico literario. Panesso hizo programas radiales en La Voz de Antioquia, fue subdirector de El Tiempo y colaborador de revistas nacionales y extranjeras, como Revista de las Indias y The Economist, siendo corresponsal de guerra en Oriente Medio. A comienzos de los años sesenta escribió en El Espectador. En 1979 publicó Torre de marfil, una selección de sus artículos periodísticos. El Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar le fue otorgado en 1993 en la categoría “Toda una vida”. También publicó los libros Tercer mundo en Ginebra (1965) y La espada en el asado (1975).

Por Ana Cristina Restrepo Jiménez

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