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“Así secuestramos a Camila Michelsen”

La reconstrucción del cautiverio de la hija del presidente del Grupo Grancolombiano en los años 80, Jaime Michelsen Uribe, es tal vez el capítulo más revelador de ‘Ahí les dejo los fierros’, la nueva obra periodística del escritor Alfredo Molano del sello editorial Aguilar. Fragmento.

Especial para El Espectador
08 de agosto de 2009 - 10:00 p. m.

Por esa misma época, Belisario Betancur y los Cano, de El Espectador, tenían entre ojos los malvados manejos del dinero de los ahorradores que hacía el señor Jaime Michelsen Uribe, presidente del Grupo Grancolombiano. Su figura y su imagen eran sostenidas a punta de pauta en los periódicos y, sobre todo, de la publicidad de Cine Colombia, que pagaba una o dos páginas diarias. Las denuncias de los Cano fueron retaliadas: suprimieron la pauta en El Espectador. Belisario los llevó a los tribunales. El desprestigio y la impopularidad del grupo, y de los Michelsen en particular, eran crecientes, y en el eme se comenzó a rumorar la idea de un gran golpe publicitario y económico.

Tiramos a lo más alto, con la oposición de Carlos, que había estudiado en la Javeriana con Pablito Michelsen. Carlos era un tipo de lealtades y gran militar, como lo había demostrado con el secuestro del gerente de la Texas y de Germán Ribón. Se opuso, pero no tuvo éxito. Se planeó la detención de Camila, hija de Michelsen. Fui uno de los compañeros destacados para hacer una de las operaciones más arriesgadas. Sabíamos que, como ninguna otra, la vida estaba de por medio, la nuestra y la de nuestra cautiva, porque la consigna era salir coronados con dólares o con flores de azucena.

Camila estudiaba finanzas en el Politécnico Grancolombiano uno de los tentáculos del Grupo. La seguimos unos días. Teníamos compañeros en su curso. Sabíamos detenidamente sus rutinas. Y un día, le llegamos a la clase. Golpeamos. Nos bajamos las capuchas. El profesor nos abrió. Le apuntamos con un r-15 que llevábamos. En ese momento se filmaba una telenovela en los predios de la universidad y el profesor creyó que formábamos parte del equipo; se rió, trató de chancearse con nosotros hasta cuando alzamos a Camila, le metimos un pan francés entre la boca y nos bajamos al vuelo por las escaleras al parqueadero. Le disparamos a un guardia de seguridad, que moriría después, y salimos por la portería sin más.

Habíamos acondicionado un apartamento donde vivían dos compañeros como una parejita enamorada. La caleta donde íbamos a meter a Camila la hicimos como una cabina de radio, a prueba de ruido. Disparamos un par de tiros de fusil para probar su aislamiento. Era perfecto. Entramos a Camila.

Lloraba; mejor, sólo sollozaba. Nos identificamos como delincuentes comunes. “No me vayan a hacer nada, mi papá les paga, por favor. Él tiene, él tiene. Por favor”. Nada le respondíamos. Ni una palabra salió de nuestra boca en tres días. Ella imploraba: “Por favor, por favor, yo no tengo nada que ver, yo soy estudiante, mi papá es el rico, él responde”. Le dábamos pastillas para calmarla y mantenerla medio dopada. Era obediente, sólo nos reclamaba: “No me vayan a hacer daño, por favor, respétenme”. Nada se le contestaba ni nada se le aclaraba. Duró tres días moqueando sin comer, pero al tercer día pidió Corn Flakes. Le trajimos veinte paquetes, como diciéndole: la cosa es larga.

Una compañera psicóloga de la Nacional la acompañaba sin decirle nada. Cuando se fue calmando, la compañera le fue conversando, llevándola al paso. Le propuso que escribiera. Yo la visitaba de tanto en tanto. Éramos diez compas, armados de fusiles y granadas. El apartamento estaba minado en ciertos sitios que, como es obvio, sólo conocíamos nosotros. Cada uno tenía su puesto de combate. Camila no sabía nuestros dispositivos. Tampoco los vecinos, que sólo veían entrar y salir a una parejita enamorada.

Pasaron varias semanas. El escándalo en prensa, radio y televisión subía de nivel día a día. Pero el gobierno no tenía ni una pista. Nuestra compartimentación era perfecta. La mano izquierda no debía saber lo que hacía la derecha, según la Biblia.

Al mes, Pedro Pacho comenzó a negociar desde Panamá, donde el Grupo tenía otros tentáculos: “Treinta millones de dólares o nada. Punto”. El mero sostenimiento de nuestro aparato del operativo nos costaba dos millones de pesos de la época. Mucho dinero. Yo conversaba con Camila de temas pendejos, trataba de distraerla, pero ella se fue pillando que no éramos tan delincuentes comunes. Camila, que poco a poco recuperaba su control, se pillaba nuestro mensaje silencioso, hasta que se me olvidó la capucha. “No importa –le dije–, ya nos hemos visto el alma”. La verdad, me sentí bien, porque nunca me gustó la capucha, que me recordaba la que usaban en la brigada para torturarme. A veces nos vendaban para no ver a nuestros asesinos.

Un día hubo una emergencia. Yo andaba hablando con ella sobre El hombre que calculaba, un libro dedicado entre otros a “todos los que estudian, enseñan o admiran la prodigiosa ciencia de las magnitudes, de las formas, de los números, de las medidas, de las funciones, de los movimientos, de las fuerzas”. Yo trataba de mostrarle que nuestra fuerza era un movimiento, la forma que tomaba la injusticia y la arbitrariedad calculada. Cuando de pronto, la alarma. Teníamos la Policía enfrente, formada. Cada uno se puso en su puesto de combate. Los dedos índices sobre los gatillos. A Camila se le informó: “Calma, niña, calma; estamos en una emergencia, pasamos por una turbulencia”. Sonrió. Era inteligente.

Si la Policía hubiera dado dos pasos, doy la orden de disparar. Habrían caído por lo menos diez de una sola pasada. Nada ocurrió, sin embargo, era un ejercicio de rutina. Pero yo quedé con ganas de volver a ver sonreír a Camila.

Yo me había puesto el nombre de Belisario. Cuando ella me preguntó cómo me llamaba, le dije: “Belisario”. “Que nombre tan feo, odio ese nombre”. “Pues, ¿cómo quiere que me llame?”. “Camilo”, dijo, y Camilo me quedé. Cada vez conversábamos más y más. Los dos necesitábamos distraernos. Nos aburríamos vigilándonos mutuamente. A veces caíamos en bolsas de silencio. Nos mirábamos.

Pedro Pacho ya había llegado a una cifra: treinta paquetes. Ellos sólo ofrecían diez. La distancia era todavía muy grande. Pero la que había entre Camila y yo disminuía. Tuvimos una segunda emergencia. A un compa se le salió un tiro de fusil cuando le hacía aseo. Un tiro que dio en el techo, cimbró la construcción, porque era de un r-15. Camila enmudeció porque ya se le permitía salir a la sala. Nada pasó. Nadie se dio cuenta de que hubo un disparo en un apartamento donde vivían dos palomitos.

A Pedro Pacho lo siguieron y lo desaparecieron. A nosotros, los que cuidábamos a Camilita, nada nos dijeron para evitar todo tipo de represalias. Supimos después que ya había negociado por quince millones de dólares. Rosemberg quedó como negociador, dada la experiencia que tenía como Comandante Uno.


La revista Semana sacó en carátula a Maza Márquez, director del DAS, presentándolo como el Kojak colombiano. Camila decía: “Venga, general, venga si puede”. Ella ya se burlaba de la inteligencia del gobierno, como nosotros. El puente estaba hecho. No lo buscamos, pero, como sucede a veces, las cosas llegan por la espalda. Mis compañeros siempre supieron de la amistad entre Camila y yo; nunca la censuraron, y ella siempre tuvo claro que en cualquier momento teníamos que separarnos.

No sé si supe que nos habíamos enamorado. Nunca lo hablamos. Creo que los dos sabíamos que estábamos tratando de sobrellevar en buenos términos una relación muy difícil. Participábamos de las “cadenas de oración”, la herencia que nos dejó Clementina, la mamá de El Flaco, y que se convirtió en un ritual para soportar lo que todos vivíamos en un sitio tan estrecho para vivir. Catorce meses hombro con hombro, cara con cara, humores, lágrimas, risas. Hablando siempre a media voz. Los únicos autorizados para conversar en tonos normales eran los palomitos que, por lo demás, se odiaban.

Sólo salí una vez a un operativo nocturno de la Fuerza Especial, y volví al hueco. Ni veíamos el cielo. Una noche llegó Alvarito Fayad a contarme que nos íbamos a tomar el Palacio de Justicia para denunciar la violación constante de la tregua. No era sitio para contármelo, sabiendo lo que estábamos haciendo. Y sabiendo, de añadidura, que unos días antes habían cogido a Blanquita Chavarro con “los planos del polvorín”. Se me hizo una locura. Una locura más. Yo confiaba en Lucho Otero, que era un militar curtido. Había peleado en el Escambray contra los bandidos “comevacas” de la CIA.

Álvaro salió tarde de la caleta y al día siguiente, a las diez de la mañana, el eme se tomó el Palacio. Saltábamos de la felicidad, nos abrazábamos, Camila repartía besos. La fiesta duró poco. Hasta cuando vimos entrar el tanque, romper las puertas, disparar. No sé por qué me vino a la cabeza la imagen de Alfonso Jaquin. Parecía una despedida. Nunca pude saber si ese disparo del cañón del coronel Plazas, héroe de la democracia, lo había matado. No sé. Las imágenes de los compañeros que yo quería pasaban a medida que las descargas se oían.

De Elvencio Ruiz, que habían entregado encostalado por el MAS en el Park-Way como respuesta al secuestro de Martha Nieves Ochoa; de La Mona Enciso; del menor de los Erazo; de Irma, la abogada que no abandona la lucha veinte años después de ser asesinada. Estuvimos oyendo palabra por palabra, imagen tras imagen, la suerte de nuestros compañeros.

Se hace la negociación de Camila, nos despedimos, nos dimos un beso, nos deseamos mucha suerte. Yo sentía mucha ansiedad de volver a ver a los míos, de volver a la libertad, a recibir el sol. En la Avenida El Dorado, frente a Inravisión, se la entregamos al periodista Hernando Corral, quien la subió corriendo a los estudios donde en ese momento Pilar Castaño presentaba el Noticiero de las Siete. Hernando y Camila entran “en vivo y en directo”, como se decía. El país presenció la entrega. Misión cumplida y coronada, pensamos, pero poco después de separarnos mataron a Alvarito Fayad. Pena honda. Liberado de Camila, me voy a buscar a mis amigos escritores, pintores, políticos, para desahogarme de toda esa presión que había tenido durante catorce meses.

Regresé a la pelea casi un año después. En la conmemoración del primer aniversario me encontré con Édgar Molano. Me contó que al viejo, Augusto Lara, que yo quería mucho, lo había entregado el Ricardo Franco, entalegado en el mismo sitio donde habíamos dejado, años atrás, a José Raquel Mercado. Por supuesto, no había sido el Ricardo Franco. Y teníamos dudas porque, además, Hernando Pizarro, hermano de Carlos, era el segundo al mando. El Ricardo Franco era un grupo de asesinos, lo sabíamos, pero la información no les daba para tanto. El gobierno pasaba la cuenta de cobro.

Poco tiempo después me ordenaron subir a reforzar la retaguardia del Batallón América. Carlos estaba en Europa. A pesar de que Oty Patiño nos desautorizaba, yo resolví, con miedo, esperar a Carlos. Cuando nos encontramos, me dijo: “Hermano, yo siempre me opuse al operativo de Camila, pero cuando supe que estabas tú, me tranquilicé porque sabía que tú la tratarías bien y que la cosa saldría bien”. Le conté con detalle toda la historia. Él remató: “Hermano, pero sólo se recibieron quinientos mil dólares, de los quince millones que se habían acordado. ¿Sabe usted qué se hizo la diferencia?”. Quedé atónito y atónito sigo hoy, después de un cuarto de siglo.

La saga de Jaime Michelsen Uribe

Jaime Michelsen Uribe, cabeza del Grupo Grancolombiano, fue el protagonista del mayor escándalo financiero de los años 80. Sus maniobras fueron denunciadas durante largo tiempo por El Espectador. Él y sus principales socios fueron condenados en todas las instancias judiciales por la violación al régimen bancario, captación ilegal de dineros de los ahorradores colombianos y autopréstamos en el Banco de Colombia. La Unidad de Fiscalías Delegadas ante los Tribunales de Bogotá y Cundinamarca llamó a juicio a Michelsen, Alcides Caicedo Roa y Armando Carbonell Ospina por el delito de estafa agravada por valor superior a US$83 millones. Sin embargo, el banquero evadió la justicia refugiándose en Panamá y apenas alcanzó a pagar algunas semanas de prisión en la cárcel Modelo de Bogotá y luego de quedar libre por un Hábeas Corpus no se volvió a saber de él hasta que murió en una clínica de la capital del país en 1998 cuando tenía 68 años de edad.

Samper fue mediador

En septiembre de 1985 Colombia se conmocionó con uno de los secuestros más sonados en la historia del país cuando se confirmó que Camila Michelsen Niño, hija del entonces banquero más poderoso del país, Jaime Michelsen Uribe, había sido secuestrada por la guerrilla del M-19. Casi dos años después, el 31 de julio de 1987, fue liberada luego de un largo proceso de negociación que incluyó el pago de rescate y la mediación en San José de Costa Rica del ahora ex presidente Ernesto Samper Pizano, quien fue compañero de clase en la Universidad Javeriana de Carlos Pizarro Leongómez, el comandante de los alzados en armas.

Por Especial para El Espectador

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