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Hace diez años Colombia estaba a punto de ser un Estado fallido, como lo definió el Departamento de Estado múltiples veces. Las Farc rondaban ciudades como Bogotá y Cali. El presidente saliente, Ernesto Samper, ni siquiera tenía visa para entrar a Estados Unidos. Entre la violencia indiscriminada de la guerrilla y la mafia, el país deambulaba entre el terror de secuestros, bombas y el sueño de un diálogo que pusiera fin a una guerra de casi medio siglo.
Los colombianos eligieron en 1998 a Andrés Pastrana por la promesa de un proceso de paz. Sin embargo, ya en su primer encuentro con Manuel Marulanda, en junio de ese año, Pastrana le advertía al viejo comandante: “Voy a construir un ejército para la guerra o para la paz, usted decide”, según recuerda el ex presidente en conversación con El Espectador.
Así fue.
Dos días antes de su posesión, en agosto de 1998, en la Oficina Oval de la Casa Blanca, Pastrana recuerda que le propuso al entonces presidente Bill Clinton “un plan que fuera represivo con la producción y el tráfico de drogas, pero que también fortaleciera las Fuerzas armadas y las instituciones democráticas, y aumentara la inversión social”.
Y así nació el Plan Colombia. Diseñado posteriormente entre el hoy subsecretario de Estado James Steinberg y el entonces director de Planeación Nacional, Jaime Ruiz, y puesto en marcha con una inversión inicial de US$1.300 millones. Objetivo: reducir los cultivos de coca en Colombia en un 50% en cinco años.
En diez años de Plan, el gobierno estadounidense ha invertido cerca de US$8.000 millones. Hasta 2007, los aportes fueron de US$700 millones anuales; ahora, rodean los US$400 millones.
Hoy, Colombia ya no es un Estado fallido; sino un Estado con porvenir. Las Farc están tan desmanteladas como desacreditadas internacionalmente. Ya no explotan bombas en las ciudades del país, las carreteras están blindadas y la inversión extranjera ha aumentado notablemente. Según cifras del Gobierno Nacional, los secuestros se han reducido un 88% y la tasa de homicidios, 45%.
En Washington aplauden y dicen que es hora de que Colombia se encargue de su continuación. “Gran error”, opina el ex presidente Pastrana. “El Plan fue hecho bajo el principio de corresponsabilidad en la lucha contra las drogas”. Lo mismo reiteró esta semana el presidente Obama: “Tenemos una importante obligación: reducir la demanda de drogas y cerrar nuestras fronteras a las armas y las finanzas de los traficantes”.
Y eso dictaría la lógica de la corresponsabilidad: Colombia produce cocaína porque el mundo la consume, en especial Estados Unidos, que es el principal mercado. El Congreso norteamericano, por esa línea, no debería reducir los aportes.
Pero viendo el recrudecimiento de la violencia entre los carteles mexicanos y, sobre todo, dado que la situación de la economía interna de Estados Unidos ha estado tan golpeada, el mejor escenario para el Plan Colombia sería que se mantenga como está actualmente, que no se reduzca aún más. Volver a lo que fue inicialmente es prácticamente imposible.
Hay logros: el Plan Colombia ha funcionado de maravilla para controlar a las Farc. Pasaron de tener veinte mil hombres a menos de diez mil, mientras que el país fortaleció su capacidad de acción, hasta el punto que hoy exporta conocimiento sobre cómo combatir el narcotráfico y el terrorismo en lugares como Afganistán, Uruguay, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago, Jamaica, México y Haití.
Pero el Plan también dejó mucho que desear desde una perspectiva global. El último informe de las Naciones Unidas afirma que la producción de cocaína se redujo en Colombia en 58%, comparado con el año 2000; sin embargo, aumentó en Perú. Además, el narcotráfico sigue siendo el negocio más lucrativo del planeta y la cocaína se consigue en donde se le busque.
En Washington se reflexiona al respecto: “La producción de Colombia es sólo parte del problema. Debemos enfocarnos en coordinar mejor la lucha contra el narcotráfico en el hemisferio e intensificar los esfuerzos para hacer frente a la inmensa demanda de drogas ilegales en los Estados Unidos”, le dijo a El Espectador el representante demócrata Elliot Engel, presidente del Subcomité del Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes de Estados Unidos.
Desde este principio, Engel propuso la creación de un comité que se encargue de repensar la estrategia antidrogas de Estados Unidos. Ya fue aprobado por la Cámara, pero falta el Senado. “Esto significa no sólo mejorar lo que se ha hecho, sino aumentar la inversión en programas y tratamientos de prevención de consumo en Estados Unidos. Creo que el futuro de los esfuerzos antinarcóticos en Colombia y el hemisferio se beneficiarían con un pensamiento fresco”, recalcó.
Críticos del Plan Colombia, como la Oficina de Washington para América Latina (Wola, por sus siglas en inglés), afirman que el exceso de poder que han obtenido las Fuerzas Armadas se ha cristalizado en violaciones a los derechos humanos, aún sin resolver, como los llamados falsos positivos; el daño ambiental que han causado las fumigaciones con glifosato son incalculables y los cuatro millones de desplazados que ha dejado el conflicto son manchas que impiden cualquier aplauso.
Diez años después, Colombia se prepara para una nueva fase. Una en la que se logre la colaboración con los vecinos en la lucha contra las drogas y contra el miedo; y una fase en la que se logre consolidar la presencia del Estado más allá del poderío militar. Un Estado que empiece a tejer un camino para la paz.