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Podría decirse, sin temor a equivocaciones, que Beatriz Rodríguez Rengifo nunca se resignó a ser una prostituta. Después de todo, fue un oficio que ella jamás escogió. Su inicio en la llamada vida fácil, que más bien es todo lo contrario, hace parte de una época negra a la cual poco le gusta referirse: cuando tenía 15 años y crecía en el seno de una familia muy humilde de Dosquebradas (Risaralda) perdió la virginidad con un novio de cuyo nombre ya no se acuerda. Su madre, indignada, dolida e ignorante, creyó que luego de eso la muchacha “ya no servía para nada” y que su destino irremediable, a partir de entonces, eran los prostíbulos. Y hasta allá la llevó.
Allá la llevó la madre y allá la mantuvo la falta de oportunidades durante casi 20 años. Las carencias de todo tipo también la arrastraron hasta la, por aquel entonces, capital favorita de las trabajadoras sexuales: Florencia, Caquetá, ciudad en la que no había dios o ley diferente a las Farc. Región donde estaban en auge el narcotráfico y el dinero. Las putas compartían con los altos mandos de la guerrilla y a veces eran remuneradas con coca. El famoso ‘polvo por polvo’. Era 1992.
Por supuesto, la mujer comenzó a ganarse lo suyo. En ocasiones, hasta 400.000 pesos por fin de semana ‘pasando mercado’, que es como le llaman en esta zona del país al acto de viajar de municipio en municipio alquilándose en una cama. De lunes a viernes, entre las nueve de la mañana y las siete de la noche, trabajaba en el bar California, en el centro de Florencia, adonde llegó a vivir con sus tres hijos.
Hoy, a sus 40 años, Beatriz, cabello corto, contextura gruesa, formas generosas; cuenta que si, ciertamente, alcanzó a percibir algún dinero, también le tocó pagar un precio muy alto. El precio de mezclar de manera explosiva el drama de la prostitución con el de la guerra.
El mismo conflicto que le quitó a muchas de sus compañeras y que la llevó a ella a tener que hablar con los propios autores de la violencia para que las dejaran vivir tranquilas, para que no las mataran.
Beatriz es la representante legal de la Asociación de Mujeres Productoras de Cárnicos del Caquetá, más que una microempresa, una opción de recuperación para decenas de ex prostitutas que no se resignan a sus pérdidas. Un proyecto que casi una década después de su fundación recoge frutos con una postulación al Premio Nacional de Paz 2008 y, más allá, con varias vidas restablecidas y reivindicadas.
Me encuentro con ella en el llamado Mirador de Florencia, desde donde se puede ver la zona suroriental de la ciudad. La tarde cae hermosa y, apenas por un instante, Beatriz se ve un poco triste cuando dice que a su madre no tiene nada que perdonarle. “Mi mamá estaba sujeta a una cultura”.
Con sus hijos, de 16, 24 y 25 años, tampoco ha tocado nunca el tema de su antiguo trabajo. “Ellos viven. Solamente viven. Y me ven vivir, y me ven hacer y me han visto llorar y sufrir”.
Magola Ríos, compañera de luchas de Beatriz, retoma el relato de la historia de la violencia en contra de las prostitutas de Florencia. Cuenta que fueron muchas a las que tocó ir a recoger literalmente en pedazos. Todas las semanas, sin falta, desaparecía una. Salían a los pueblos a ‘pasar mercado’ y no regresaban. No las dejaban regresar. Después, había que recoger dinero entre los propios clientes, y algunos pocos amigos, para traer los cuerpos y enterrarlos, o devolverlos a su ciudad de origen.
Magola tiene 54 años y luce como una abuelita viuda. Viste pantalón negro, camisa gris, zapatos café y usa lentes de aumento. Si no fuera porque de alguna manera sus cejas tatuadas revelan un pasado agitado, jamás hubiese creído que se tratara de una ex prostituta. Nació en Cartago (Valle) y también como Beatriz llegó en busca del dinero que parecía sobrar en Florencia. Fue en 1998.
En palabras de Beatriz, el cuerpo y la vida de las mujeres en situación de prostitución se vuelven un botín dentro del conflicto. Las circunstancias, por ejemplo, las convierten en confidentes de los actores armados de todos los bandos. En personas que, a la luz de una vela y al calor de unos tragos, sin querer se enteran de los ataques sorpresa al enemigo, de las venganzas y, en general, de todo lo que se está fraguando en cada uno de los frentes de batalla. A ella muchas veces les sucedió. Y eso la victimizó.
“Uno en un prostíbulo no pregunta ¿cuál es su ideología?, simplemente uno está interesado en la plata. Lo que pasa es que muchas veces las trabajadoras sexuales terminan convertidas en trabajadoras sociales”, y se ríe. “¿Las represalias? Depende del comandante de turno, o del tipo al que supuestamente se le hizo la ofensa. En ocasiones fueron golpes o amenazas. A algunas les costó la vida”.
La conclusión de Beatriz es que conflicto y prostitución van de la mano. En Florencia circulaba el dinero mal habido a manos llenas. Había putas. Ahora ya no hay tanta riqueza, pero sí quedan los hombres de la guerra, como lo señala un sargento del Ejército, quien me cuenta que en el Caquetá operan tres de las 10 brigadas móviles que funcionan en el sur del país, cada una de ellas con cuatro batallones de soldados. Estamos en la zona de Colombia que mayor presencia de la Fuerza Pública tiene. Eso significa muchos, pero muchos hombres solos.
La esperanza
La matanza a las prostitutas de Florencia fue consecuencia de una noticia radial emitida en toda la ciudad una mañana de 2000. Según un periodista, de quien pocos se acuerdan, las trabajadoras sexuales que de casa en casa iban vendiendo chorizos preparados por ellas mismas, como parte de un proceso de recuperación, estaban contagiadas de sida. Ni siquiera ocho años después existe una cifra oficial de cuántas mujeres fueron asesinadas por cuenta de ese rumor.
Luis Carlos Montoya, el hombre que se ideó la Asociación, había ido hasta los propios bares para hacerles la oferta de tener una nueva vida. Durante varias semanas de 1998, las visitó, se tomó unos tragos con ellas, hasta que logró ganarse su confianza. Este hombre, zootecnista, nacido en Paujil, a pocos minutos de Florencia, estaba encargado por la alcaldesa, Lucrecia Murcia, para desarrollar el proyecto productivo.
En el abanico de las ofertas figuraba también aprender a elaborar pan, trabajar lácteos o frutales amazónicos y educarse en asuntos de belleza.
La Administración les entregó 500.000 pesos para comprar materia prima, vender las carnes y, con la ganancia, volver a invertir en insumos. Lo que les quedaba al final del día, definitivamente no les alcanzaba como para dejar el trabajo sexual.
“Ahí va Montoya con las putas”, murmuraba la gente en la calle cuando veía pasar al grupo de mujeres y al empleado público, cargando en neveras repletas de icopor los cárnicos.
Dos años después, todo se vino abajo. El rumor del sida se regó como pólvora, como es apenas natural en una población pequeña. Y empezaron a desaparecerlas.
Hasta que la líder de las mujeres productoras de cárnicos, junto con varias de sus compañeras, tomó la decisión de acabar con el problema de raíz hablando directamente con la guerrilla que, además de atacarlas, había empapelado las calles de varios municipios con las fotos de las prostitutas junto a grandes letreros de ‘Se busca’.
Beatriz prefiere no precisar a qué campamento fueron ni con cuál comandante guerrillero hablaron. El caso es que las Farc aceptaron parar la masacre con la condición de que todas las trabajadoras sexuales del departamento se sometieran, cada tres meses, a exámenes para detectar enfermedades venéreas, que debían ser practicados por ellos mismos.
Esta mujer, que parece no temerle a nada, siguió firme en lo de la producción de carnes, a pesar de que muchas de sus compañeras habían huido despavoridas de la región para salvarse.
Desde hace varios años, ninguna ejerce la prostitución. Ahora son ex trabajadoras sexuales orgullosas que caminan con la frente en alto.
Armaron una organización de vivienda con unos lotes que les fió la administración, así que desde hace cinco años la mayoría tiene casa propia. Mejor dicho, tienen barrio propio. Se llama Villa Lucrecia y está ubicado sobre un terreno ondulado, rodeado de fincas, en las afueras de Florencia.
Beatriz vive, sube, baja, saca cuentas, arma proyectos como una Casa de la Mujer, lee sobre derechos humanos, viaja a atender invitaciones de organizaciones sociales, no sólo de Colombia, sino también de España y sonríe. Todo el tiempo está sonriendo.
Su hogar lo comparte desde hace 12 meses con Aníbal Hurtado, un profesor de matemáticas chocoano que hace tres años llegó a trabajar en la microempresa, y quien asegura que jamás le ha importado el pasado de Beatriz.
La mujer tampoco parece haber tenido nunca problemas con eso. Es imponente y orgullosa. Y se ríe duro. En este punto, recuerdo la anécdota de Luis Carlos Montoya. Hace 10 años, cuando le preguntaron a Beatriz por qué prefirió dedicarse a los cárnicos, en vez de a la panadería o a las frutas amazónicas, ella, socarrona, respondió: “Es que nuestra vocación siempre ha sido el chorizo”. Así resiste todo.
La industria de la superación
La Asociación de Mujeres Productoras de Cárnicos del Caquetá está ubicada en el centro de Florencia. En una casa de dos pisos funcionan las oficinas de la empresa y la planta en la que se producen las hamburguesas, los chorizos, las chuletas vallunas, las costillas en salmuera y ahumadas, los dedos de pollo, que son distribuidos por pedido, proceso que coordina Magola Ríos.
Cerro Pinel es la marca de los cárnicos que se venden en distintas tiendas de la ciudad, y también en la misma sede. La producción, para ahorrar costos, se realiza una vez al mes. Por ahora, el grupo de 67 mujeres cuenta con una tajadora, embutidora y un cuarto frío, con capacidad para seis toneladas de carne, que esperan adecuar para obtener una licencia que les permita entrar a mercados fuera del Caquetá.
La vivienda, en la que alguna vez funcionó el basurero municipal, tiene un contrato gratuito –comodato– con la Alcaldía, que hace 10 años la prestó como apoyo al proyecto.
Más que una industria para lucrarse, es evidente que la microempresa es un elemento pedagógico. Aquí es donde las trabajadoras sexuales, desplazadas o cualquier otra mujer víctima de la violencia encuentra la posibilidad de tener, como mínimo, un cambio de empleo que les ayude a mantenerse.