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Me bajo de la lancha que me trajo desde Tumaco a este caserío sobre el río Mira y noto que hay algo extraño en el vientre de Dayerli, la niña negra que sale desnuda a recibirnos.
Una colega del Observatorio de Discriminación Racial me dice que la pelota que sale del estómago de la niña es una hernia provocada por una partera inexperta. Y que es tan común entre la población negra del Pacífico que se ha vuelto un símbolo del abandono del sistema de salud, que castiga con especial fuerza a los niños.
Las cifras duras producidas en Bogotá le dan la razón. El censo de 2005 muestra que la mortalidad infantil entre los afrocolombianos es casi el doble de la del resto de la población. Y entre las menores como Dayerli es más del doble: 44 de cada 1.000 niñas negras mueren antes de cumplir su primer año de vida.
La brecha se mantiene a lo largo de la vida. Según el mismo censo, las afrocolombianas viven, en promedio, 11 años menos que las demás mujeres, y entre los hombres la diferencia es de 5 años. Lo cual no sorprende si se miran los números sobre el acceso a servicios de salud como los que habrían evitado la hernia de Dayerli. La última medición que se hizo sobre el tema (la del Latinobarómetro de 2001) muestra que un 45% de la población negra no tiene ningún seguro de salud (la cifra para el resto de la población es 32%).
El vientre tenso de Dayerli trae a la memoria las barrigas de pelotas de fútbol de los niños desnutridos que abundan en los pueblos y barriadas negras que hemos visitado con el Observatorio a lo largo del país, desde Aguablanca en Cali hasta el barrio Nelson Mandela en Cartagena.
Recuerdo las de los niños de La Bocana, quienes juegan con la basura que les trae el mar desde la cercana Buenaventura. Y las de las fotos de los niños del Chocó que invadieron los medios de comunicación el año pasado, cuando explotó el escándalo de la muerte de 49 de ellos por física hambre.
De nuevo la anécdota encaja con las cifras: el 14% de los afrocolombianos pasaron por lo menos un día entero sin comer en la semana del censo de 2005. Es decir, más de dos veces la cifra, también preocupante, de los mestizos que aguantan hambre. Lo que no encaja con todo esto es la imagen popular del negro feliz, esa que por estos días reproducen los medios y el Ministerio de Cultura en fotos de gente negra siempre sonriente y rumbera celebrando la Semana de la Afrocolombianidad.
Pero no hay que ser sociólogo para adivinar que, ante semejante situación, lo de la felicidad generalizada es un invento. Para la muestra el resultado elocuente del Latinobarómetro: los afrocolombianos que se declaran insatisfechos con su vida son más del doble que sus compatriotas de otro color de piel.
Así que bienvenida la celebración de la diversidad, de la cultura negra y de los muchos afrocolombianos que han salido
adelante. Pero al mismo tiempo hay que ponerse serios con la realidad de la exclusión racial y echar abajo los mitos que la sostienen.
El mito más poderoso es el de la democracia racial: la idea según la cual aquí no hay racismo porque, a diferencia de Suráfrica o Estados Unidos, todas las razas y culturas se fundieron para siempre en una síntesis feliz. Al fin y al cabo, todos bailamos salsa, merengue o champeta e idolatramos a la negra Selección Colombia.
Se trata, de hecho, de una de las creencias fundacionales de la identidad colombiana, como lo dice el conocido historiador cartagenero Alfonso Múnera en su libro Fronteras imaginadas: “El viejo y exitoso mito de la nación mestiza, según el cual Colombia ha sido siempre, desde finales del siglo XVIII, un país de mestizos, cuya historia está exenta de conflictos y tensiones raciales”.
Es el mismo mito que hoy reproduce el Estado colombiano al sostener que en Colombia no hay discriminación racial. Lo sostuvo la embajadora Carolina Barco ante los congresistas negros de Estados Unidos que tenían un voto decisivo en el TLC, cuando dijo que el problema de los afrocolombianos es que viven en regiones aisladas, no que sean discriminados.
Lo defendió el presidente Uribe en un consejo comunitario en Cali a mediados de 2007, cuando agregó, frente a líderes negros de Colombia y Estados Unidos, que el problema aquí es de pobreza, no de racismo. Y lo confirma el hecho de que el Estado colombiano lleve 10 años sin cumplir con su obligación de reportar ante el comité de la ONU contra la discriminación racial si ha hecho algo para combatirla. El mito sería curioso si no fuera trágico. Porque la realidad de la exclusión en un país en guerra incluye violencia y desplazamiento masivo contra las comunidades negras. Amanecerá y veremos si los colombianos estamos dispuestos a dejar el mito de la democracia racial.
* Profesor de la Universidad de los Andes, miembro fundador de Dejusticia y coordinador del Observatorio de Discriminación Racial.
De la rural a la urbana
Si pasamos del Chocó al Chicó se completa el cuadro de la discriminación. Es el racismo cotidiano de los porteros de las discotecas de Bogotá o Cartagena que siguen dejando por fuera a clientes negros a pesar de las tutelas; o el de algunos empleadores en Cali que, como lo ha documentado el Observatorio de Discriminación Racial en varias entrevistas, tiene “la política NN” (No Negros) al momento de contratar. Eso sin contar el que sufren afrocolombianos prestantes (actrices,
locutores y profesores universitarios) cuando toman un taxi o son detenidos por la Policía. Como en los juegos infantiles de los cuadernos de dibujo, basta trazar las líneas entre los puntos de estas realidades para ver emerger la imagen clara de la discriminación racial.
Cifras oficiales del censo hablan por sí mismas
Entre los afrocolombianos, la proporción de desplazados es 54% más alta que en el resto de la población.
Para nadie es un secreto que detrás de estas cifras está la lucha por los territorios habitados por comunidades negras, incluyendo las tierras del Pacífico, que el Estado les ha titulado debidamente en virtud de la Ley 70 de 1993. Territorios que son estratégicos para el negocio del narcotráfico y, por tanto, ambicionan guerrillas, ‘paras’ y narcos rasos por igual. Y que hoy son la frontera de expansión de los grandes monocultivos que alimentan la fiebre de los biocombustibles.
Pues bien: es en esas zonas alejadas de las que hablaba la embajadora Barco donde las comunidades negras están en medio del fuego cruzado y son desplazadas a diario. Basta visitar el polvorín en que se han convertido los barrios populares de Buenaventura, esa Medellín del siglo XXI, donde las Fuerzas Armadas y los grupos ilegales se disputan cuadra a cuadra el territorio.
O los desplazamientos masivos de la gente negra de Tumaco, Jiguamiandó, Curvaradó, Guapi o el Río Naya, que ahora pide limosna en los semáforos de Bogotá o Medellín, con la timidez de quien estaba acostumbrado a tener una tierra y vivir de su trabajo. De ahí la impresionante cifra que Fernando Urrea, de la Universidad del Valle, ha calculado: 49% de afrocolombianos del Pacífico han sido desplazados, desde Chocó hasta Nariño.
Falta acción por parte del Gobierno
El primer paso es que el Estado reconozca el problema. Ya ha hecho algunos intentos (como el documento Conpes 2004 y el Plan Integral de 2007) que van en la dirección adecuada pero se quedan en promesas incumplidas por falta de voluntad política y presupuesto.
El siguiente es que tanto el Gobierno como el sector privado adopten políticas de acceso real de los afrocolombianos al empleo, la educación de calidad y los demás beneficios de la ciudadanía, y que todo esto sea parte de un compromiso sincero de largo plazo.
La ocasión perfecta para esta colaboración entre Estado y sociedad civil es el proceso mundial que se viene en los próximos 12 meses, para impulsar la Declaración y el Programa de Acción contra el racismo y otras formas de discriminación que hicieron los Estados, incluyendo el colombiano, en 2001.