Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El olvido consume desde hace meses la memoria de Antonio*. Los recuerdos que su mente guardaba se desvanecen mientras sus días parecen alargarse en el hogar de ancianos San José, en La Uvita (Boyacá). Hasta que inició la cuarentena, el vínculo con su esposa y sus hijos estaba intacto y las visitas semanales eran su alivio ante la soledad y el alzhéimer. Pero ahora pertenece a la población de alto riesgo por el COVID-19, permanece aislado y, a sus achaques y desmemoria, comienza a sumarse el peso de la tristeza. Como él, con más o menos apremios, unos 36.000 adultos mayores en 1.216 ancianatos de Colombia viven por estos días una compleja situación.
Por eso, desde todas las regiones la voz unánime es de auxilio para acompañar el aislamiento de estos abuelos que ya no viven en sus casas. Por disposición gubernamental, la cuarentena para adultos mayores irá hasta el 30 de mayo, pues está claro que los mayores de 70 años son la población más vulnerable. Pero también la más olvidada, como se advierte hoy en los ancianatos, asilos y hogares geriátricos (llamados técnicamente como centros de bienestar). El Ministerio de Salud aseguró a este diario que, a la fecha, no hay un solo reporte de casos sospechosos o confirmados de COVID-19 en estos centros, y aclaró que hay varios ítems para evitar que se presenten. Pero las medidas estrictas que se han implementado aumentan también su soledad.
Están suspendidas todas las actividades fuera de las instalaciones, así como el ingreso de personas diferentes a los empleados. Además, existe la recomendación de crear horarios escalonados entre los ancianos para no crear aglomeraciones a la hora de servir los alimentos. Se sugirió organizar un sistema de videollamadas para que los adultos tengan contacto con sus redes de apoyo; María Nelly de los Ríos, religiosa que administra el centro San José de La Uvita, contó que gracias a esta alternativa el ánimo de Antonio*, por ejemplo, mejoró, recuperó el apetito y está comunicado con su familia.
Sin embargo, la situación de Antonio no es la misma que vive la mayoría de adultos mayores del país, que desafortunadamente permanecen en los ancianatos sin contar con familiares o personas externas que los visiten o pregunten por ellos. Están literalmente olvidados, y pasan sus días de vejez en los pasillos de los centros de bienestar que ofician como refugios. El confinamiento es para ellos una realidad con o sin cuarentena, así que el cierre de las puertas exteriores no altera mucho el curso normal de sus días en los ancianatos. Las dificultades se concentran en mantener el bienestar emocional y en el sostenimiento económico en estos sitios.
El centro de bienestar San José, por ejemplo, tiene 40 abuelos y sus finanzas dependen en un 99 % de un convenio con la Alcaldía de La Uvita que no se ha firmado y debía comenzar en enero. “Aproximadamente, recibimos de los recursos públicos $250.000 por cada adulto mayor y nos cuesta cada uno mínimo $750.000. Tenemos que rebuscarnos para completar el dinero a través de actividades, programas de apadrinamiento y publicidad en emisoras. Pero es difícil la cuarentena”, dice la religiosa María Nelly de los Ríos desde Boyacá que, junto con Antioquia, Cundinamarca, Santander y Boyacá, concentran el 46 % de las personas adultas mayores en asilos del país.
📷/AFP
La legislación colombiana señala que los municipios pueden cobrar una estampilla que varía entre un 1 % y 4 % a todo aquel que contrate con municipios. Ese dinero se destina en un 30 % a financiar esos centros de bienestar o ancianatos y un 70 % para costear los llamados centro de vida, que son otro tipo de instituciones que atienden a los adultos mayores más pobres durante seis horas al día y les ofrecen alimentación, pero no son hospedaje. Los alcaldes firman convenios con los asilos para que cuiden a los ancianos de escasos recursos. Esta norma, según expertos, también convirtió los centros de vida en negocio para quienes malversan recursos públicos y amañan cifras de personas atendidas y dejó relegados a los asilos. Estos últimos siguen dependiendo más del sector privado y la cooperación internacional.
Ludy Zapata, directora del Hogar San Rafael de Bucaramanga y presidenta de la Asociación Santandereana de Centros de Bienes del Adulto Mayor, explicó a El Espectador que los centros de vida hoy están mejor protegidos que los centros de bienestar y debería ser al revés. “Somos los que prestamos el servicio los 365 días del año, 24 horas al día. Además, no hay voluntad de los alcaldes de firmar los convenios con los ancianatos. Se ve mucha corrupción, no falta el que exige contratar a sus amigos o el pago del 20 % del contrato de alimentos”, puntualiza Ludy Zapata.
Y ahora, por el coronavirus, la situación tiende a agravarse. “Se afectará la economía, se contratará menos y, por ende, bajará lo recaudado por la estampilla. Nuestra situación será crítica porque viviremos solo de la generosidad de la gente. Necesitamos que las autoridades nos vean como sus colaboradores, que reconozcan nuestro trabajo porque estamos haciendo la labor del Estado. Estamos confinados y sin dinero y cuidando a la población más vulnerable. Lanzamos un SOS gigante y esperamos que el presidente nos escuche y nos dé presupuesto para garantizar la atención de adultos mayores durante el resto del año”, concluye Ludy Zapata.
La falta de voluntad política para la agilización de estos convenios da como resultado, por ejemplo, que para el ancianato San José en La Uvita aún sea incierto saber cómo pagará la nómina de abril de sus diez empleados, entre ellos cuatro enfermeras. El convenio público no se concreta, las donaciones se han reducido porque está prohibido el contacto humano y el gran banquete que se realizaba cada año para recoger alimentos previsto para diciembre promete no realizarse este 2020. Por eso, María Nelly de los Ríos pide con urgencia bolsas de leche, granos, productos no perecederos y pañales. Y, sobre todo, guantes y tapabocas porque no ha podido adquirir estos utensilios por ningún medio.
En eso coinciden las directivas del Hogar Madres de Desamparados de Andagoya (Chocó), que tampoco ha recibido este año recursos del convenio público ni suficientes donaciones. Estela Brand Barrientos, religiosa y administradora de este centro, se arriesga cada ocho días cuando viaja hasta Istmina en motocarro para mercar los alimentos con los que atiende a quince adultos mayores. “No tenemos tapabocas, ni guantes ni alcohol. Una vez encontré un tapabocas en $2.000 y eso es muy costoso. Calcule, si a veces los familiares de nuestros abuelitos vienen al ancianato y nos donan $1.000. Es que atendemos a gente muy, pero muy pobre y cada peso cuenta”, asegura Brand.
A la lista de necesidades urgentes de los ancianatos, se suman también los medicamentos, entre los que piden omeprazol y acetaminofén. Andrés Felipe Giraldo, del hogar San Francisco de Asís en Manizales explica que muchos donantes aportaban este tipo de medicamentos y en esta época no lo hacen porque no pueden salir. “Yo vivo rezando para que me llamen y yo paso a recogerlos a donde sea. Lo mismo pasa con los alimentos, pues hay gente que quiere donar, pero no le permiten comprar en grandes cantidades en los supermercados. Entonces tienen que decidir comprar solo para ellos”, agrega Andrés Felipe Giraldo.
El pago de los servicios públicos es otro motivo de preocupación entre los ancianatos, ya que estiman que los costos de estas facturas aumenten durante los meses del aislamiento. La razón es que muchos de ellos han optado por dividir a sus empleados en dos grupos que se rotan para permanecer 24 horas en las instalaciones durante ocho días, y así evitar tener contacto con el exterior de forma continua. Tal es el caso del hogar San Pedro Claver en Popayán. Florinda Bueno, su directora, cuenta que ya se siente el cansancio entre el personal y cuando se realizan las rotaciones los empleados se bañan y se desinfectan antes de tener contacto con los adultos mayores.
No cabe duda que en medio de la expectativa colectiva, “el panorama de los ancianatos, en medio del coronavirus, es en la actualidad pesimista. Los adultos mayores son los más expuestos, pero también por estos días los más invisibles. Muchas de las instituciones no cuentan con infraestructura ni personal, en cantidad y calidad, para atender una emergencia como esta. Siempre han estado en el olvido”, resume una persona que hace años trabaja en este sector en Cundinamarca pero que pidió no mencionar su nombre. Ella sabe que el drama de los ancianos que no tienen recursos o ya no cuentan con sus familias, es enorme.
También hay adultos mayores que viven en habitaciones solos y que acostumbran a ir de paso a los ancianatos para recibir alimento. ¿Cómo están haciendo estos días para sobrevivir? “Acostumbran a arrendar piezas en hoteles o casas en barrios pobres por $70.000 mensuales. Me preocupan ellos porque ahora no pueden salir por las restricciones y tampoco hay restaurantes abiertos. A veces pasan por la calle pidiendo y, tomando todas las precauciones, les pasamos algo de comida en platos desechables”, añade Andrés Felipe Giraldo, responsable del hogar San Francisco de Asís.
A todo lo anterior, se suma el temor de que los casos de abandono de adultos mayores en esta cuarentena, crezca más de lo acostumbrado. Al menos en la disponibilidad actual de los ancianatos consultados, no hay como recibirlos por el temor al contagio de COVID-19. El dilema es que esta manifestación se da con mucha frecuencia en hospitales y asilos. Esta semana, por ejemplo, en Villa María (Caldas), se rumoró el caso de un adulto mayor que terminó en las instalaciones de la inspección de policía. Deambulaba solo por las calles y las autoridades siguen en el proceso de identificar si se trata de un caso más de abandono o desorientación por alzhéimer.