Bombardeos, una estrategia militar en entredicho por la muerte de menores
La herramienta militar que logró doblegar a las Farc hoy es el arma principal en la lucha contra el narcotráfico y los Grupos Armados Organizados. Mientras unos la defienden, otros insisten es que se trata de una clara violación al derecho a la vida.
Santiago Martínez Hernández / @santsmartinez / smartinezh@elespectador.com
El bombardeo a un campamento de las disidencias de Gentil Duarte, ocurrido en Calamar (Guaviare) el pasado 2 de marzo, en el que murió una menor de 16 años, reabrió la discusión sobre la legalidad de este tipo de operaciones militares. De ser la estrategia determinante en los años del conflicto armado contra las Farc para dar los golpes más certeros a esta organización en la primera década de este siglo, pasó a ser cuestionada por académicos, analistas y políticos. Unos porque aseguran que el Gobierno utiliza un discurso contradictorio para amparar su accionar militar en el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y otros porque aseguran que el DIH no es una licencia para matar y los bombardeos deben ser la última opción en la actual lucha contra las disidencias, el Eln o el Clan del Golfo.
Las declaraciones del ministro de Defensa, Diego Molano, quien dijo que entre los 10 muertos hubo “jóvenes reclutados convertidos en máquinas de guerra”, terminó por crispar los nervios a más de un detractor de la política de orden público adoptada por el gobierno Duque. De paso, recordó lo ocurrido hace dos años, cuando tuvo que explicar por qué ocho menores de edad murieron en un bombardeo en San Vicente del Caguán (Caquetá). La respuesta fue la misma de hoy: que se cumplieron los protocolos del DIH, la información de inteligencia no alertó sobre menores de edad en el campamento y desafortunadamente estos grupos reclutan jóvenes para utilizarlos como escudos. Ese debate cobró en 2019 la cabeza del entonces ministro Guillermo Botero, quien pagó políticamente el error operacional.
Sin embargo, aunque parezca una discusión nueva, en los gobiernos de Álvaro Uribe y de Juan Manuel Santos ocurrió lo mismo por razones semejantes. “Jamás el discurso político puede atentar contra las premisas del DIH en relación con el uso de la fuerza. Es lo que hace el Gobierno al decir que no hay conflicto armado, pero jurídicamente apegarse a las normas del DIH. Es lo que ha sucedido en los últimos tres gobiernos (Uribe, Santos y Duque), jugando con la normatividad”, explica Jean Carlo Mejía, quien estuvo en las negociaciones de paz en La Habana y es experto en DIH, derechos humanos y derecho operacional. Nunca fue un secreto que en la era Uribe se negó la existencia de un conflicto armado, pero sí se aplicó a rajatabla el DIH para insistir en el uso de la fuerza ofensiva.
En el gobierno de Juan Manuel Santos se aceptó que existía un conflicto armado y se adelantó un proceso de paz. Para 2016, con la firma del Acuerdo, se aseguró que llegaba el fin del conflicto, pero simultáneamente desde la Fiscalía se impulsó una ley de sometimiento que terminó por admitir que aún existía confrontación con los grupos armados organizados (GAO). A través de distintas directivas, las disidencias, el Clan del Golfo, los Caparros y otros grupos tuvieron esta clasificación para poder ser combatidos vía Fuerzas Militares. Si bien no se les consideró actores del conflicto, les aplicaron las normas de combate a la luz del DIH. Un dilema que para muchos equivocadamente se reduce a un problema de delincuencia común y narcotráfico que perpetúa la confrontación armada.
“Hay que diferenciar. No se puede combatir ni el narcotráfico ni al terrorismo con bombardeos si no existe un contexto de conflicto armado. En un país en paz esto se combate entendiendo que el uso de la fuerza letal es el último recurso posible. Pero si hay conflicto armado, las cosas cambian, porque ahí sí se puede utilizar efectivamente la fuerza a través de los bombardeos. La lucha contra las disidencias y las GAO considero que se enmarcan en un contexto de conflicto”, hace énfasis Jean Carlo Mejía para resaltar el marco jurídico exacto de la disquisición planteada. Sin embargo, otros expertos creen que esta visión va en contra de la protección de los civiles, lo que trae de regreso la discusión esencial: ¿se puede bombardear a pesar de que hay menores víctimas de reclutamiento?
Esa respuesta es la que sigue dividiendo a los académicos y expertos en el tema. Para el Gobierno, la muerte de los menores en Calamar está legitimada en el DIH. “Los jóvenes que están en esos campamentos hacen parte de las hostilidades y recibían directrices para desarrollar actividades terroristas”, insistió el ministro Molano. En contraste, para expertos en derechos humanos consultados, en esa operación militar se desconocieron los principios de precaución y proporcionalidad, los cuales buscan ponderación entre la ventaja militar –que era la posibilidad de abatir a Gentil Duarte– y los daños colaterales, como la muerte de menores. Además, que se desconocieron alertas de otras autoridades como la Defensoría del Pueblo, que advirtió sobre reclutamientos de niños y niñas en la región.
Según Camilo Umaña, doctor en criminología y experto en derechos humanos y de DIH, la falta de certeza sobre la edad de las personas muertas indica que la información de las Fuerzas Militares antes del bombardeo no era clara. “Los menores reclutados por grupos armados ilegales son víctimas de reclutamiento forzado y el Estado tiene el deber de protegerlos. Se debe privilegiar las medidas de atención, no las medidas de combate”, indicó. A su voz se suma la del profesor Andrés Valdivieso, quien explicó que se desconoció el principio de precaución, según el cual el respeto a las normas humanitarias no depende de que la otra parte las respete.
En pocas palabras, que los niños y niñas son sujetos de especial protección. Las fuentes recalcaron que si bien en los Protocolos de Ginebra se establece que entre los 15 y 18 años un menor pierde su condición de víctima mientras participe directamente en hostilidades, Colombia firmó en 2005 un protocolo en el que se considera que, por debajo de los 18 años, toda persona es víctima de reclutamiento ante cualquier escenario. La pregunta es: “¿por qué el Gobierno por un lado condena con ahínco el reclutamiento de menores de 18 años y por el otro justifica la muerte de jóvenes en bombardeos al decir que perdieron su condición de víctimas por participar en hostilidades? No hay identidad de criterios entre quienes señalan que siempre deben ser tratados como víctimas o quienes creen que pierden esa condición cuando hacen parte de la confrontación.
Jean Carlos Mejía le explicó a este diario que una de las premisas del DIH es que los menores tienen una doble condición y solo son considerados víctimas ante la justicia, no en el campo de batalla. “Si un civil, sin importar su edad, participa en las hostilidades, pierde su protección e inmunidad y es sujeto de un ataque militar directo, como un bombardeo. Participar en una hostilidad se define a partir del nexo beligerante, que es el hecho de pertenecer a un grupo armado ilegal. Además, se debe comprobar una actitud hostil, que significa el uso de armas, prestar guardias de forma continuada y participar en acciones bélicas bajo un mando responsable”, precisó el experto Mejía.
El abogado Jean Carlo Mejía agregó que si bien en un conflicto armado se aplican tanto el DIH como los derechos humanos, cuando se está en una zona de orden público o de combate prima má el DIH. Agregó que su posición es que los bombardeos deben ser la última posibilidad en una operación militar. Sin embargo, una fuente que trabajó en un alto cargo de la Fiscalía explicó que esa lectura del DIH desconoce los derechos de quienes sufren la guerra en los territorios. “Es estratificar y perpetuar el conflicto armado: mientras a otros actores ilegales de la cadena, como los lavadores de activos les respetan la vida y el debido proceso, a los raspachines y menores reclutados que están en los campamentos se los violan y los bombardean”.
Para Jean Carlo Mejía es claro que nadie quiere niños muertos en la guerra, pero “es una realidad que los bombardeos son decisivos en la victoria estratégico-militar, como sucedió con las Farc. Se debe reservar para contadas oportunidades y el vacío de la ley en Colombia podría regular esta situación. Pero el discurso político de que no existe conflicto armado genera terrible inseguridad jurídica para los miembros de las Fuerzas Armadas frente a su operación y es una de las principales amenazas a la seguridad pública. Los discursos políticos en Colombia han tenido más importancia que las normas del DIH. A pesar de ser el único país que sigue en guerra en el hemisferio, carecemos de una ley de seguridad, defensa y uso de la fuerza”.
El llamado común al Gobierno es que dejen de dar discursos indecisos sobre si existe o no un conflicto armado, pues abre las puertas a una manipulación del DIH y a una indebida interpretación que permite que se repitan hechos como las ejecuciones extrajudiciales. Además, los expertos alertaron sobre la delgada línea en la que caminan los militares, que al no tener un piso jurídico quedan expuestos a ser juzgados por violaciones a los derechos humanos. El uso de la fuerza letal en el marco del DIH no es una licencia para matar ni tener una visión de desprecio por la vida, es la premisa básica. Pero la ambigüedad solo refuerza la polémica.
El bombardeo a un campamento de las disidencias de Gentil Duarte, ocurrido en Calamar (Guaviare) el pasado 2 de marzo, en el que murió una menor de 16 años, reabrió la discusión sobre la legalidad de este tipo de operaciones militares. De ser la estrategia determinante en los años del conflicto armado contra las Farc para dar los golpes más certeros a esta organización en la primera década de este siglo, pasó a ser cuestionada por académicos, analistas y políticos. Unos porque aseguran que el Gobierno utiliza un discurso contradictorio para amparar su accionar militar en el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y otros porque aseguran que el DIH no es una licencia para matar y los bombardeos deben ser la última opción en la actual lucha contra las disidencias, el Eln o el Clan del Golfo.
Las declaraciones del ministro de Defensa, Diego Molano, quien dijo que entre los 10 muertos hubo “jóvenes reclutados convertidos en máquinas de guerra”, terminó por crispar los nervios a más de un detractor de la política de orden público adoptada por el gobierno Duque. De paso, recordó lo ocurrido hace dos años, cuando tuvo que explicar por qué ocho menores de edad murieron en un bombardeo en San Vicente del Caguán (Caquetá). La respuesta fue la misma de hoy: que se cumplieron los protocolos del DIH, la información de inteligencia no alertó sobre menores de edad en el campamento y desafortunadamente estos grupos reclutan jóvenes para utilizarlos como escudos. Ese debate cobró en 2019 la cabeza del entonces ministro Guillermo Botero, quien pagó políticamente el error operacional.
Sin embargo, aunque parezca una discusión nueva, en los gobiernos de Álvaro Uribe y de Juan Manuel Santos ocurrió lo mismo por razones semejantes. “Jamás el discurso político puede atentar contra las premisas del DIH en relación con el uso de la fuerza. Es lo que hace el Gobierno al decir que no hay conflicto armado, pero jurídicamente apegarse a las normas del DIH. Es lo que ha sucedido en los últimos tres gobiernos (Uribe, Santos y Duque), jugando con la normatividad”, explica Jean Carlo Mejía, quien estuvo en las negociaciones de paz en La Habana y es experto en DIH, derechos humanos y derecho operacional. Nunca fue un secreto que en la era Uribe se negó la existencia de un conflicto armado, pero sí se aplicó a rajatabla el DIH para insistir en el uso de la fuerza ofensiva.
En el gobierno de Juan Manuel Santos se aceptó que existía un conflicto armado y se adelantó un proceso de paz. Para 2016, con la firma del Acuerdo, se aseguró que llegaba el fin del conflicto, pero simultáneamente desde la Fiscalía se impulsó una ley de sometimiento que terminó por admitir que aún existía confrontación con los grupos armados organizados (GAO). A través de distintas directivas, las disidencias, el Clan del Golfo, los Caparros y otros grupos tuvieron esta clasificación para poder ser combatidos vía Fuerzas Militares. Si bien no se les consideró actores del conflicto, les aplicaron las normas de combate a la luz del DIH. Un dilema que para muchos equivocadamente se reduce a un problema de delincuencia común y narcotráfico que perpetúa la confrontación armada.
“Hay que diferenciar. No se puede combatir ni el narcotráfico ni al terrorismo con bombardeos si no existe un contexto de conflicto armado. En un país en paz esto se combate entendiendo que el uso de la fuerza letal es el último recurso posible. Pero si hay conflicto armado, las cosas cambian, porque ahí sí se puede utilizar efectivamente la fuerza a través de los bombardeos. La lucha contra las disidencias y las GAO considero que se enmarcan en un contexto de conflicto”, hace énfasis Jean Carlo Mejía para resaltar el marco jurídico exacto de la disquisición planteada. Sin embargo, otros expertos creen que esta visión va en contra de la protección de los civiles, lo que trae de regreso la discusión esencial: ¿se puede bombardear a pesar de que hay menores víctimas de reclutamiento?
Esa respuesta es la que sigue dividiendo a los académicos y expertos en el tema. Para el Gobierno, la muerte de los menores en Calamar está legitimada en el DIH. “Los jóvenes que están en esos campamentos hacen parte de las hostilidades y recibían directrices para desarrollar actividades terroristas”, insistió el ministro Molano. En contraste, para expertos en derechos humanos consultados, en esa operación militar se desconocieron los principios de precaución y proporcionalidad, los cuales buscan ponderación entre la ventaja militar –que era la posibilidad de abatir a Gentil Duarte– y los daños colaterales, como la muerte de menores. Además, que se desconocieron alertas de otras autoridades como la Defensoría del Pueblo, que advirtió sobre reclutamientos de niños y niñas en la región.
Según Camilo Umaña, doctor en criminología y experto en derechos humanos y de DIH, la falta de certeza sobre la edad de las personas muertas indica que la información de las Fuerzas Militares antes del bombardeo no era clara. “Los menores reclutados por grupos armados ilegales son víctimas de reclutamiento forzado y el Estado tiene el deber de protegerlos. Se debe privilegiar las medidas de atención, no las medidas de combate”, indicó. A su voz se suma la del profesor Andrés Valdivieso, quien explicó que se desconoció el principio de precaución, según el cual el respeto a las normas humanitarias no depende de que la otra parte las respete.
En pocas palabras, que los niños y niñas son sujetos de especial protección. Las fuentes recalcaron que si bien en los Protocolos de Ginebra se establece que entre los 15 y 18 años un menor pierde su condición de víctima mientras participe directamente en hostilidades, Colombia firmó en 2005 un protocolo en el que se considera que, por debajo de los 18 años, toda persona es víctima de reclutamiento ante cualquier escenario. La pregunta es: “¿por qué el Gobierno por un lado condena con ahínco el reclutamiento de menores de 18 años y por el otro justifica la muerte de jóvenes en bombardeos al decir que perdieron su condición de víctimas por participar en hostilidades? No hay identidad de criterios entre quienes señalan que siempre deben ser tratados como víctimas o quienes creen que pierden esa condición cuando hacen parte de la confrontación.
Jean Carlos Mejía le explicó a este diario que una de las premisas del DIH es que los menores tienen una doble condición y solo son considerados víctimas ante la justicia, no en el campo de batalla. “Si un civil, sin importar su edad, participa en las hostilidades, pierde su protección e inmunidad y es sujeto de un ataque militar directo, como un bombardeo. Participar en una hostilidad se define a partir del nexo beligerante, que es el hecho de pertenecer a un grupo armado ilegal. Además, se debe comprobar una actitud hostil, que significa el uso de armas, prestar guardias de forma continuada y participar en acciones bélicas bajo un mando responsable”, precisó el experto Mejía.
El abogado Jean Carlo Mejía agregó que si bien en un conflicto armado se aplican tanto el DIH como los derechos humanos, cuando se está en una zona de orden público o de combate prima má el DIH. Agregó que su posición es que los bombardeos deben ser la última posibilidad en una operación militar. Sin embargo, una fuente que trabajó en un alto cargo de la Fiscalía explicó que esa lectura del DIH desconoce los derechos de quienes sufren la guerra en los territorios. “Es estratificar y perpetuar el conflicto armado: mientras a otros actores ilegales de la cadena, como los lavadores de activos les respetan la vida y el debido proceso, a los raspachines y menores reclutados que están en los campamentos se los violan y los bombardean”.
Para Jean Carlo Mejía es claro que nadie quiere niños muertos en la guerra, pero “es una realidad que los bombardeos son decisivos en la victoria estratégico-militar, como sucedió con las Farc. Se debe reservar para contadas oportunidades y el vacío de la ley en Colombia podría regular esta situación. Pero el discurso político de que no existe conflicto armado genera terrible inseguridad jurídica para los miembros de las Fuerzas Armadas frente a su operación y es una de las principales amenazas a la seguridad pública. Los discursos políticos en Colombia han tenido más importancia que las normas del DIH. A pesar de ser el único país que sigue en guerra en el hemisferio, carecemos de una ley de seguridad, defensa y uso de la fuerza”.
El llamado común al Gobierno es que dejen de dar discursos indecisos sobre si existe o no un conflicto armado, pues abre las puertas a una manipulación del DIH y a una indebida interpretación que permite que se repitan hechos como las ejecuciones extrajudiciales. Además, los expertos alertaron sobre la delgada línea en la que caminan los militares, que al no tener un piso jurídico quedan expuestos a ser juzgados por violaciones a los derechos humanos. El uso de la fuerza letal en el marco del DIH no es una licencia para matar ni tener una visión de desprecio por la vida, es la premisa básica. Pero la ambigüedad solo refuerza la polémica.