"Don Guillermo Cano murió en mis brazos"
El día que el Negro Pabón y otro sicario de Medellín, cumpliendo órdenes de Pablo Escobar, dieron muerte a don Guillermo Cano, director de El Espectador, el primero en llegar hasta él para auxiliarlo fue Rodolfo Rodríguez, periodista de ese periódico, quien a pocos metros lo seguía en su automóvil.
Rodolfo Rodríguez *
Su rostro pálido no reflejaba ningún dolor, ni tristeza, estaba tranquilo, en paz como siempre vivió, mientras la vida se le escapaba por los agujeros de las balas de 9 milímetros. Su mirada fija parecía decir algo sin palabras, su boca cerrada y sus manos temblorosas trataban de buscar las teclas de la máquina de escribir que nunca apartó de su lado, porque aunque ya tenía computador, prefería su vieja Olivetti. Era como si quisiera escribir los últimos párrafos sobre su añorada paz para Colombia. Él siempre decía que le repugnaba la paz de los sepulcros: “Debemos comenzar a ensayar la paz verdadera y duradera”, afirmaba. Censuraba con firmeza la actitud de militares y políticos corruptos y a los narcotraficantes que habían implantado su política del terror, y quienes se habían metido con algo vital para él: la paz del país.
El triste 17 de diciembre.
Era un día tranquilo, cubierto por un ambiente de tristeza y paz. Eran casi las siete y treinta de una fría noche del 17 de diciembre de 1986, cuando don Guillermo Cano Isaza salía de El Espectador y al tratar de hacer un cruce en “U” en su Subaru rojo oscuro de placas AG 5000, para ir hacia el norte donde estaba su residencia, fue baleado por dos sicarios en una motocicleta. A esa hora la primera edición ya estaba lista y quedaban solo los periodistas y trabajadores de la edición Bogotá. Yo salía en mi Renault 12, dirigiéndome también a mi casa. Sentí los disparos y no me preocupé por la gente de la motocicleta; solo por correr a ayudar a don Guillermo, Memo, como le decíamos. La camioneta de don Guillermo iba lentamente chocando contra el poste de alumbrado público donde la gente acostumbraba a esperar los buses.
Ese recuerdo todavía me duele y es la primera vez que escribo sobre esto. Nunca he podido olvidar la imagen tranquila de don Guillermo muriendo en mis brazos. Se le iba la vida al hombre que amábamos: mi rostro fue lo último que él vio.
De urgencia a una clínica que aún no funcionaba.
Un compañero de trabajo, Alfonso Convers, quien estaba a cargo de la jefatura de circulación, llegó a ayudarme a sacar a don Guillermo de la camioneta, que tenía dañada la puerta. Había dejado mi carro con el motor encendido y las puertas cerradas. Una anciana que estaba en el paradero del bus me decía angustiada: “llévenlo pronto al hospital”. La calle estaba gris, solitaria y ya no se oía el sonido de la motocicleta de los sicarios. Realmente nunca vi sus rostros. En ese momento solo me interesaba socorrer a don Guillermo.
Lo cargué y lo metimos en la parte trasera del pequeño Renault 4 de Convers. Apoyé su cabeza sobre el asiento y puse sus piernas sobre las mías, mientras gritaba: “Memo no te mueras, aguanta que ya vamos al hospital”.
Mi compañero y yo recordamos que días antes habían inaugurado la clínica de la Policía y nos dirigimos raudos hacia allá, pero cuando llegamos varios agentes nos dijeron que aun no estaba en servicio. Dimos media vuelta y nos dirigimos rápidamente a la clínica de Cajanal, centro hospitalario en Bogotá, en la zona de los Ministerios en el CAN, que aún no estaba en liquidación. Su rostro seguía tranquilo mientras la vida se le iba. En la puerta de urgencias me bajé y tomé con todas mis fuerzas el cuerpo de don Guillermo Cano Isaza y me dirigí al quirófano de emergencia. Cuando traté de levantarlo un poco más para colocarlo sobre el frio metal de la mesa quirúrgica, lo sentí más pesado y pensé “Se nos va don Guillermo” y le dije al médico de turno, él es diabético. El galeno rompió la camisa y con su sapiencia hizo una herida en el pecho tratando de evitar que se le fuera la vida. Después me sentí mal y salí de allí para esperar las noticias.
Pasado 10 minutos llegó el médico y a los dos, a Convers y a mi, en la sala de espera, nos dijo que había muerto. Ahora, ¿cómo hago para darle a doña Ana María la noticia de la muerte de don Guillermo? Llamé al periódico y al primero que me contestó se la di; ellos se encargaron de avisar a la familia.
Don Guillermo, un maestro
En ese momento comencé a desenvolver los recuerdos desde cuando conocí al hombre que nos dio su sabiduría, sus estrategias periodísticas y su testimonio sobre ética profesional y honestidad.
Un día cualquiera del mes de julio del año 1977, don Guillermo llegó a Barranquilla y se hospedó en el hotel del Prado. Días antes yo me había retirado del periódico El Heraldo donde era Jefe de redacción y estaba haciéndole las vacaciones a Sigifredo Euses como corresponsal de El Espectador. Me citó en el hotel y animadamente hablamos sobre el nuevo proyecto que tenía: la Edición de la Costa, una edición especial que cubriría a los siete departamentos de la Costa Atlántica y la isla de San Andrés. Acepté trabajar en ese proyecto y viaje a Bogotá, una ciudad grande, para ingresar a un diario donde estaban los mejores periodistas del país. Al llegar me tocó entrenarme trabajando como coordinador de la edición de Antioquia.
Guillermo Cano Isaza creía en el talento de la gente, lo apoyaba y exigía esfuerzo y calidad en el trabajo. Inventó un “muro de la infamia” que estaba en una pared entre la redacción y el taller de armada, donde ponían aquellos gazapos o errores graves del material publicado por los periodistas. También tenía un círculo íntimo integrado por aquellos en quienes él depositaba toda su confianza y a quienes apoyaba; siempre se mantenía en comunicación, comentando el trabajo de ellos y los planes de futuras investigaciones, crónicas e informaciones. A ese grupo lo apoyaba en todo lo que planeaba hacer. Su pasión era el futbol y el equipo de sus amores, el Santa Fe.
Su cuerpo no debía llegar a Medicina Legal
El problema que venía después de la muerte de don Guillermo era la seguridad y esto incluía evitar que lo llevaran al centro de la ciudad, a Medicina Legal, para la necropsia; hablamos con doña Ana María Cano y ella nos sugirió que llamáramos al ministro de defensa general Rafael Samudio Molina; lo hicimos y él autorizó que hicieran la necropsia en el quirófano de Cajanal, en presencia del médico personal de don Guillermo Cano, doctor Juan Mendoza Vega. Para más tristeza y terror tuve que estar presente durante el procedimiento legal, que no resulto nada grato. A todas estas, seguía vestido con mi chaqueta gris de paño y corbata azul. Con la chaqueta manchada de sangre permanecí en la clínica por más 12 horas sin ir a mi casa. Allí estaba el cuerpo con muchos cortes pero finalmente un médico muy joven entró y se dedicó, delicadamente, a cerrar las heridas dejando listo a don Guillermo para su viaje.
Su último editorial
Ese 17 de diciembre había salido su ultimo editorial – que aún conservo – en el cual escribía: “Así como hay fenómenos que compulsan el desaliento y la desesperanza, no vacilo un instante en señalar que el talante colombiano será capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”. En un artículo de su Libreta de Apuntes dijo: “Hay que decirle a la mafia: ¡Ni un paso más!”.
Era, don Guillermo, un periodista de conducta trasparente y valiente, que amaba a Colombia y a su gente y los actos de quienes violaban la seguridad del pueblo, no quedaban impunes.
Tenía una pluma sencilla, humilde pero enérgica y que era respetada no solamente por la elite del Gobierno y la política sino por todo el país. Muchos lectores, cuando sucedía algo importante, lo primero que hacían era ir a la página editorial buscando la nota de don Guillermo.
Las palabras de paz y unidad de Guillermo Cano Isaza se levantaron y Colombia guardó silencio.
Era un vocero del pueblo.
El día de su entierro, fue un día de silencio de todos los medios. No hubo periódicos, ni noticieros de radio ni televisión ni salieron revistas. Todos los medio siguieron el féretro de don Guillermo en su viaje al panteón.
El cuerpo fue velado en el salón principal del periódico en el primer piso y de allí salimos hacia el cementerio. Habían acabado con la vida del periodista más honesto del país. Solo así lo pudieron callar, ese era el comienzo del final del baluarte más importante que tenía el país para defender la paz, la democracia y la honestidad, el diario El Espectador. Ese que Guillermo Cano Isaza quería con todo su corazón y que usaba para defender los intereses del pueblo. Pero ese día fue el comienzo del final del vocero del pueblo.
Cuando un grupo de inversiones quiso comprar el periódico se negó y luego de la insistencia escribió una nota editorial que su padre don Gabriel también había escrito: “Ni se compra ni se vende”.
Pero durante el entierro vimos que el dolor tiene la capacidad de esfumar las rivalidades, aplacar las diferencias y acercar los abrazos. Ese día desfilaron por las oficinas del periódico militares, políticos, industriales e inversionista que llegaron a comprobar lo grande que fue Guillermo Cano Isaza.
Don Guillermo dijo también en un editorial que sólo muerto dejaría de tomar partido en los problemas del país, en defensa del pueblo. Decía que cuando el terror cesara, las palabras se convertirían en atalayas, en guardianes de la verdad, la paz y la democracia, que serían más mortíferas que las pistolas para guardar a Colombia; según cómo se escriba, quien las escriba y hacia donde se disparen. Escribía que si la paz llegaba a ser una costumbre consolidada en Colombia, el quehacer de la vida cotidiana acabaría por llevarse rio abajo el odio político enquistado durante muchos años.
Guillermo Cano Isaza había nacido el 12 de agosto de 1925 y murió el 17 de diciembre de 1986. Veintiséis años después de su muerte lo recordamos con alegría porque era un hombre de grandes pasiones, que amaba el amor, que amaba el periodismo, que creía en un país demócrata y en paz, una paz que reinara en todo el territorio nacional para bien de todos.
*Cortesía VER BIEN MAGAZÍN
Su rostro pálido no reflejaba ningún dolor, ni tristeza, estaba tranquilo, en paz como siempre vivió, mientras la vida se le escapaba por los agujeros de las balas de 9 milímetros. Su mirada fija parecía decir algo sin palabras, su boca cerrada y sus manos temblorosas trataban de buscar las teclas de la máquina de escribir que nunca apartó de su lado, porque aunque ya tenía computador, prefería su vieja Olivetti. Era como si quisiera escribir los últimos párrafos sobre su añorada paz para Colombia. Él siempre decía que le repugnaba la paz de los sepulcros: “Debemos comenzar a ensayar la paz verdadera y duradera”, afirmaba. Censuraba con firmeza la actitud de militares y políticos corruptos y a los narcotraficantes que habían implantado su política del terror, y quienes se habían metido con algo vital para él: la paz del país.
El triste 17 de diciembre.
Era un día tranquilo, cubierto por un ambiente de tristeza y paz. Eran casi las siete y treinta de una fría noche del 17 de diciembre de 1986, cuando don Guillermo Cano Isaza salía de El Espectador y al tratar de hacer un cruce en “U” en su Subaru rojo oscuro de placas AG 5000, para ir hacia el norte donde estaba su residencia, fue baleado por dos sicarios en una motocicleta. A esa hora la primera edición ya estaba lista y quedaban solo los periodistas y trabajadores de la edición Bogotá. Yo salía en mi Renault 12, dirigiéndome también a mi casa. Sentí los disparos y no me preocupé por la gente de la motocicleta; solo por correr a ayudar a don Guillermo, Memo, como le decíamos. La camioneta de don Guillermo iba lentamente chocando contra el poste de alumbrado público donde la gente acostumbraba a esperar los buses.
Ese recuerdo todavía me duele y es la primera vez que escribo sobre esto. Nunca he podido olvidar la imagen tranquila de don Guillermo muriendo en mis brazos. Se le iba la vida al hombre que amábamos: mi rostro fue lo último que él vio.
De urgencia a una clínica que aún no funcionaba.
Un compañero de trabajo, Alfonso Convers, quien estaba a cargo de la jefatura de circulación, llegó a ayudarme a sacar a don Guillermo de la camioneta, que tenía dañada la puerta. Había dejado mi carro con el motor encendido y las puertas cerradas. Una anciana que estaba en el paradero del bus me decía angustiada: “llévenlo pronto al hospital”. La calle estaba gris, solitaria y ya no se oía el sonido de la motocicleta de los sicarios. Realmente nunca vi sus rostros. En ese momento solo me interesaba socorrer a don Guillermo.
Lo cargué y lo metimos en la parte trasera del pequeño Renault 4 de Convers. Apoyé su cabeza sobre el asiento y puse sus piernas sobre las mías, mientras gritaba: “Memo no te mueras, aguanta que ya vamos al hospital”.
Mi compañero y yo recordamos que días antes habían inaugurado la clínica de la Policía y nos dirigimos raudos hacia allá, pero cuando llegamos varios agentes nos dijeron que aun no estaba en servicio. Dimos media vuelta y nos dirigimos rápidamente a la clínica de Cajanal, centro hospitalario en Bogotá, en la zona de los Ministerios en el CAN, que aún no estaba en liquidación. Su rostro seguía tranquilo mientras la vida se le iba. En la puerta de urgencias me bajé y tomé con todas mis fuerzas el cuerpo de don Guillermo Cano Isaza y me dirigí al quirófano de emergencia. Cuando traté de levantarlo un poco más para colocarlo sobre el frio metal de la mesa quirúrgica, lo sentí más pesado y pensé “Se nos va don Guillermo” y le dije al médico de turno, él es diabético. El galeno rompió la camisa y con su sapiencia hizo una herida en el pecho tratando de evitar que se le fuera la vida. Después me sentí mal y salí de allí para esperar las noticias.
Pasado 10 minutos llegó el médico y a los dos, a Convers y a mi, en la sala de espera, nos dijo que había muerto. Ahora, ¿cómo hago para darle a doña Ana María la noticia de la muerte de don Guillermo? Llamé al periódico y al primero que me contestó se la di; ellos se encargaron de avisar a la familia.
Don Guillermo, un maestro
En ese momento comencé a desenvolver los recuerdos desde cuando conocí al hombre que nos dio su sabiduría, sus estrategias periodísticas y su testimonio sobre ética profesional y honestidad.
Un día cualquiera del mes de julio del año 1977, don Guillermo llegó a Barranquilla y se hospedó en el hotel del Prado. Días antes yo me había retirado del periódico El Heraldo donde era Jefe de redacción y estaba haciéndole las vacaciones a Sigifredo Euses como corresponsal de El Espectador. Me citó en el hotel y animadamente hablamos sobre el nuevo proyecto que tenía: la Edición de la Costa, una edición especial que cubriría a los siete departamentos de la Costa Atlántica y la isla de San Andrés. Acepté trabajar en ese proyecto y viaje a Bogotá, una ciudad grande, para ingresar a un diario donde estaban los mejores periodistas del país. Al llegar me tocó entrenarme trabajando como coordinador de la edición de Antioquia.
Guillermo Cano Isaza creía en el talento de la gente, lo apoyaba y exigía esfuerzo y calidad en el trabajo. Inventó un “muro de la infamia” que estaba en una pared entre la redacción y el taller de armada, donde ponían aquellos gazapos o errores graves del material publicado por los periodistas. También tenía un círculo íntimo integrado por aquellos en quienes él depositaba toda su confianza y a quienes apoyaba; siempre se mantenía en comunicación, comentando el trabajo de ellos y los planes de futuras investigaciones, crónicas e informaciones. A ese grupo lo apoyaba en todo lo que planeaba hacer. Su pasión era el futbol y el equipo de sus amores, el Santa Fe.
Su cuerpo no debía llegar a Medicina Legal
El problema que venía después de la muerte de don Guillermo era la seguridad y esto incluía evitar que lo llevaran al centro de la ciudad, a Medicina Legal, para la necropsia; hablamos con doña Ana María Cano y ella nos sugirió que llamáramos al ministro de defensa general Rafael Samudio Molina; lo hicimos y él autorizó que hicieran la necropsia en el quirófano de Cajanal, en presencia del médico personal de don Guillermo Cano, doctor Juan Mendoza Vega. Para más tristeza y terror tuve que estar presente durante el procedimiento legal, que no resulto nada grato. A todas estas, seguía vestido con mi chaqueta gris de paño y corbata azul. Con la chaqueta manchada de sangre permanecí en la clínica por más 12 horas sin ir a mi casa. Allí estaba el cuerpo con muchos cortes pero finalmente un médico muy joven entró y se dedicó, delicadamente, a cerrar las heridas dejando listo a don Guillermo para su viaje.
Su último editorial
Ese 17 de diciembre había salido su ultimo editorial – que aún conservo – en el cual escribía: “Así como hay fenómenos que compulsan el desaliento y la desesperanza, no vacilo un instante en señalar que el talante colombiano será capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”. En un artículo de su Libreta de Apuntes dijo: “Hay que decirle a la mafia: ¡Ni un paso más!”.
Era, don Guillermo, un periodista de conducta trasparente y valiente, que amaba a Colombia y a su gente y los actos de quienes violaban la seguridad del pueblo, no quedaban impunes.
Tenía una pluma sencilla, humilde pero enérgica y que era respetada no solamente por la elite del Gobierno y la política sino por todo el país. Muchos lectores, cuando sucedía algo importante, lo primero que hacían era ir a la página editorial buscando la nota de don Guillermo.
Las palabras de paz y unidad de Guillermo Cano Isaza se levantaron y Colombia guardó silencio.
Era un vocero del pueblo.
El día de su entierro, fue un día de silencio de todos los medios. No hubo periódicos, ni noticieros de radio ni televisión ni salieron revistas. Todos los medio siguieron el féretro de don Guillermo en su viaje al panteón.
El cuerpo fue velado en el salón principal del periódico en el primer piso y de allí salimos hacia el cementerio. Habían acabado con la vida del periodista más honesto del país. Solo así lo pudieron callar, ese era el comienzo del final del baluarte más importante que tenía el país para defender la paz, la democracia y la honestidad, el diario El Espectador. Ese que Guillermo Cano Isaza quería con todo su corazón y que usaba para defender los intereses del pueblo. Pero ese día fue el comienzo del final del vocero del pueblo.
Cuando un grupo de inversiones quiso comprar el periódico se negó y luego de la insistencia escribió una nota editorial que su padre don Gabriel también había escrito: “Ni se compra ni se vende”.
Pero durante el entierro vimos que el dolor tiene la capacidad de esfumar las rivalidades, aplacar las diferencias y acercar los abrazos. Ese día desfilaron por las oficinas del periódico militares, políticos, industriales e inversionista que llegaron a comprobar lo grande que fue Guillermo Cano Isaza.
Don Guillermo dijo también en un editorial que sólo muerto dejaría de tomar partido en los problemas del país, en defensa del pueblo. Decía que cuando el terror cesara, las palabras se convertirían en atalayas, en guardianes de la verdad, la paz y la democracia, que serían más mortíferas que las pistolas para guardar a Colombia; según cómo se escriba, quien las escriba y hacia donde se disparen. Escribía que si la paz llegaba a ser una costumbre consolidada en Colombia, el quehacer de la vida cotidiana acabaría por llevarse rio abajo el odio político enquistado durante muchos años.
Guillermo Cano Isaza había nacido el 12 de agosto de 1925 y murió el 17 de diciembre de 1986. Veintiséis años después de su muerte lo recordamos con alegría porque era un hombre de grandes pasiones, que amaba el amor, que amaba el periodismo, que creía en un país demócrata y en paz, una paz que reinara en todo el territorio nacional para bien de todos.
*Cortesía VER BIEN MAGAZÍN