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El comienzo del viaje a Júpiter

La misión Juno marca un nuevo capítulo en la exploración del espacio y se convirtió en el primer lanzamiento realizado por la Nasa luego del retiro de la flota de transbordadores.

Por Santiago La Rotta, redactor de El Espectador
18 de diciembre de 2011 - 02:00 a. m.
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La última hora antes del despegue fue la más intensa. De los altavoces emanaban las voces de los responsables del despegue de Juno, la misión de exploración más completa de Júpiter, y las cosas no lucían bien. Los ingenieros del Centro Espacial Kennedy hablaban de problemas con el lanzamiento, de un cierto líquido que parecía estar saliendo de la base del cohete. Con el reloj de la cuenta regresiva detenido en cuatro minutos, y bajo el duro sol de un mediodía de verano, el tiempo comenzó a fluir como aceite espeso, pesado, insoportable.

Eran cinco años de planeación, de diagramas en una mesa de dibujo y reuniones de presupuesto, que se condensaban en los números de ese reloj que parecían petrificados para siempre, como para marcar indeleblemente la hora que no iba a ser.

El camino hacia Júpiter, con sus casi 900 millones de kilómetros, había comenzado para Adriana Ocampo, la geóloga planetaria que dirige la misión, muchos años atrás en su natal Barranquilla, desde donde miraba las estrellas para verse reflejada en ellas. Había continuado con una brillante carrera en la Nasa y culminaba con esa mañana en la que, sin perder la calma y vestida de impecable blanco, miraba en el horizonte la plataforma en donde Juno estaba estacionado y esperando el visto bueno para ascender hacia el espacio con una llamarada apocalíptica.

Los días anteriores a aquella mañana del lanzamiento Ocampo los había pasado acompañada de su madre, algunos amigos y un pequeño grupo de estudiantes colombianos que dormía en su apartamento de Cabo Cañaveral y para quienes ésta era una de las grandes aventuras de su vida, sino la más grande. Aquella era una especie de comuna hippie en donde había colchonetas en el piso para acomodar a los invitados y en donde la conversación en la mesa siempre apuntaba al infinito y más allá.

Ella, una reconocida científica, con una misión de US$1,1 billones bajo su mando, se sentaba a escuchar los proyectos de aquellos que soñaban con ser un poco como ella y a darles consejos y contarles historias hasta bien entrada la noche, como si fueran viejos amigos; viejos amigos que no se conocían sino desde hacía un par de días.

Las voces continuaban saliendo de los altavoces y cada cierto tiempo había una prórroga del tiempo de despegue después de una nueva discusión sobre el estado técnico del cohete. Allá, distante en el horizonte, yacía Juno erguido y resguardado por pararrayos. El reloj de diales rojos aún detenido en cuatro minutos.

Había nostalgia en la mirada de algunos empleados de la Nasa, que hacía tan sólo unas semanas habían visto, desde un lugar cercano, el aterrizaje del último transbordador enviado al espacio. Esta misión, Juno, era una suerte de confirmación de que la vida sigue, una necesidad interior urgente para aquellos que han dedicado su vida a la exploración de los cielos. “Vamos, vamos, despega”, decía uno de los técnicos que cada tanto miraba el reloj con la ansiedad de quien espera la hora de su ejecución.

Confirmado, el líquido que salía del cohete no representaba riesgos. “Bueno, vamos a reasumir el conteo para el lanzamiento”. Pasaron unos minutos más. El afán no es una moneda común en la Nasa. Los directores del vuelo comenzaron a decir, uno a uno, “Listo para despegue” y el reloj, mágicamente, comenzó a andar de nuevo. Tres minutos y contando.

Un minuto luego fue anunciado que Juno había sido desconectado del exterior y funcionaba con su propia energía. El reloj aún andando, ahora desbocado hacia el cero.

En donde antes había un callado rumor ahora se había instalado un grito común de alegría, un regocijo colectivo salvaje, casi adolescente. Ya nadie miraba el reloj, sino sólo el horizonte, con el cohete brillando en la distancia.

Los últimos 10 segundos fueron coreados por todos, ejecutivos de corbata, científicos, técnicos, invitados. “Cinco, cuatro, tres, dos, Juno”, gritó Ocampo cuando el cohete emitió un fulgor abrasador y comenzó a elevarse sin prisa.

Unos segundos después, Juno ya ascendía vertiginosamente y en ese momento llegó un rugido sobrecogedor, el mecánico bramido de los motores que impulsaban el cohete en contra de la gravedad. “Vamos, Juno” gritaban varios en una suerte de trance lleno de felicidad y plenitud. En medio del ruido y las llamas que se llevaban varias toneladas de sofisticada tecnología más allá del alcance de la vista, Ocampo contemplaba la estela que dejaba el cohete, el enorme gusano de humo que le decía a ella, quien se atrevió a soñar con esa travesía, que el viaje apenas comenzaba.

Por Por Santiago La Rotta, redactor de El Espectador

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