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La disputa por una finca y un crimen que hoy enfrentan a dos familias en Urabá

Un juzgado de tierras de Apartadó (Antioquia) está próximo a fallar un caso de posible despojo en Urabá, que devela el capítulo menos documentado por la justicia sobre el conflicto armado: la mano de algunos empresarios en la apropiación de tierras. La historia de los Jiménez y los Argote, dos familias tradicionales que fueron vecinas, amigas y socias, hasta que el conflicto armado hizo lo suyo.

Natalia Herrera Durán
19 de septiembre de 2021 - 03:00 a. m.
La familia Jiménez está compuesta por 20 hermanos, hijos de Samuel Jiménez y tres madres distintas.
La familia Jiménez está compuesta por 20 hermanos, hijos de Samuel Jiménez y tres madres distintas.
Foto: Archivo Particular
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Hace poco, el 6 de septiembre, Antonio García, hermano del asesinado comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), Carlos Mauricio García, o Doble Cero, hizo pública una carta enviada a Rito Alejo del Río, general en retiro del Ejército, condenado a 25 años y diez meses de prisión por alianzas con el paramilitarismo, para insistirle que cuente a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) las verdades ocultas de su paso por la comandancia de la Brigada 17. García refirió que él oficiaba como abogado de paramilitares “que desde la ilegalidad se aliaron con el Estado o fueron utilizados por los poderosos”, y por eso sabe que hay capítulos de la guerra poco esclarecidos por la justicia. Uno de ellos, la responsabilidad de empresarios de Urabá que compraron predios a bajo costo o de manera forzosa a campesinos, colonos, comunidades indígenas y afros.

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En un juzgado de restitución de tierras de Apartadó (Antioquia) reposa el más reciente expediente que justifica plenamente la inquietud de Antonio García. Una historia que entró en su etapa judicial después de una detallada investigación de la Unidad de Restitución de Tierras, emprendida desde 2019, que remite a una familia típica de Urabá, próspera en el negocio de las fincas de banano y plátano, que hoy reclama su derecho a un predio a quienes paradójicamente fueron sus vecinos, socios y amigos: los Argote. Una familia de empresarios de origen guajiro que llegó a Urabá hacia los años 60 y hoy es propietaria de Promotora Plantaciones del Darién S.A., firma dedicada a la agroindustria de palma aceitera y ganado y también de una empresa de cultivo de banano de exportación conocida como Agropecuarias Bananeras (Agroban).

La finca en disputa se llama El Labrador, tiene 48 hectáreas y está ubicada en el corregimiento de Churidó, zona rural de Apartadó. Fue comprada el 3 de septiembre de 1993 por Samuel Antonio Jiménez Madera, un chilapo —como se les dice a los migrantes cordobeses en Urabá— que llegó en los años 60 a adquirir tierra y tuvo veinte hijos de tres madres distintas que se criaron juntos, primero en Nueva Colonia, después en Turbo y finalmente en Apartadó. En el Urabá los Jiménez conocieron a las familias Hasbún y Argote, entre otras, con quienes tuvieron relaciones de cercanía y amistad, hasta que se recrudeció el conflicto armado, primero de la mano de la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (Epl), luego de las Farc y después de los paramilitares y la casa Castaño.

María Elubina Jiménez, la hija mayor de Samuel Jiménez Madera, refiere que su padre empezó a tener problemas en 1990. El Epl ejercía presencia armada y, a finales de ese año, ingresó a la finca El Labrador y quemó la empacadora de plátano. Producto de la crisis económica que desató ese hecho, Samuel Jiménez se asoció con Antonio Argote Bolaños, vecino del barrio Manzanares de Apartadó. Integraron la sociedad agrícola El Labrador y Argote lo convenció de adquirir una hipoteca con el Banco Ganadero para inyectarle capital. En septiembre de 1992, cuando se desplazaba por la vía Turbo-Necoclí, Jiménez fue interceptado por la misma guerrilla, estuvo secuestrado 34 días y la suma exigida para liberarlo fue de $80.000.000. “Recogimos buena parte de ese dinero y quedamos en la zozobra”, añade la hija menor del primer matrimonio, Enilda Jiménez.

Durante las semanas en las que Samuel Jiménez estuvo secuestrado, Antonio Argote le facilitó económicamente a su familia cómo solventar sus gastos. Cuando Jiménez recobró la libertad se vio obligado a pagarle a su socio y le tocó ceder un porcentaje de su participación en la empresa agrícola. La transacción quedó legitimada a través de escrituras públicas firmadas en 1995 en la Notaría 21 de Medellín. Año y medio después, con la guerra paramilitar abriéndose paso en Urabá, el 6 de octubre de 1996, Samuel Antonio Jiménez fue asesinado. Lo hicieron exguerrilleros del Epl que terminaron cambiando de orilla para delinquir en las filas del paramilitarismo. El exjefe paramilitar Hebert Veloza García, conocido como HH, lo confesó ante Justicia y Paz en septiembre de 2008.

(Lea también: Un pacto histórico entre empresarios y víctimas de despojo en Urabá)

Tres meses después del asesinato de Jiménez, Antonio Argote le comunicó a su familia que la sociedad El Labrador había liquidado las acciones del difunto y que la finca ya no les pertenecía. Incluso, que le debían $34 millones. “Lo justificó diciendo que él había ayudado a pagar la extorsión por el secuestro de mi padre y hasta nos dio un recibo hecho a mano”, relata Enilda Jiménez. En esa sinsalida económica, la familia intentó recuperar sus fincas en Nueva Colonia y Turbo, pero esta vez encontraron que Emilio Hasbún, su exvecino, convertido en comandante paramilitar, fungía como señor de esas tierras. “El gerente del Banco Ganadero se sentó a decirnos que la hipoteca de esas tierras no tenía seguro y que Hasbún asumía la deuda para que le entregáramos la hipoteca de la finca y de la casa. Al final, no accedimos”.

Los años pasaron, la familia Jiménez tuvo que rebuscarse económicamente incluso con la venta de tamales y galletas para que los más jóvenes pudieran ir a la universidad, hasta que sobrevino la ley de Justicia y Paz en 2005. Desde entonces, los Jiménez han vivido un largo periplo de búsqueda de verdad, justicia y reparación que no se detiene. Una travesía que los llevó a escuchar de viva voz al comandante paramilitar Hebert Veloza confesar el crimen de su padre. Veloza fue condenado por delitos de lesa humanidad en octubre de 2013 —confesó más de 3.000 homicidios, 1.200 cometidos en año y medio en la región de Urabá—, y la sentencia la recibió en una cárcel de Estados Unidos porque fue extraditado en marzo de 2009 por delitos de narcotráfico, pocos meses después de destapar los vínculos de varios políticos y empresarios con los paramilitares.

En la sentencia del Tribunal de Justicia y Paz quedó reseñado que el asesinato de Samuel Jiménez fue ordenado por él y ejecutado por Jesús Albeiro Guisao Arias (el Tigre), Durbay Enrique Durango Gómez (Sancocho) y Carlos Vásquez (Cepillo). Según Veloza, lo mataron por el señalamiento de Euclides Bejarano (Pinpino), de los Comandos Populares del Epl. Pinpino fue asesinado después por orden de Carlos Castaño, “pues se comprobó que señaló a personas inocentes como simpatizantes de grupos subversivos, cuando eran personas con las que tenía diferencias personales o laborales, como el caso de Samuel Jiménez”, dice el fallo. La Unidad Élite de Persecución de Bienes para la Reparación de las Víctimas de la Fiscalía constató que fue “orquestado o con conocimiento previo de Antonio Argote, que, junto a su núcleo familiar, estaba relacionado con las personas que lo asesinaron”.

“Cuando mataron a mi papá dijeron que lo había hecho el Epl y don Antonio salió a darnos trabajo. Nosotros nos preguntábamos: ¿por qué en lugar de darnos trabajo no nos da nuestra tierra? La trama se fue aclarando porque don Antonio ayudó a mi hermano Carlos Mario a conseguir trabajo en la finca El Congo, de propiedad de Ramiro Vanoy, comandante paramilitar del Bloque Minero conocido como Cuco Vanoy. Él asegura que vio a don Antonio Argote con Ramiro Vanoy y Hebert Veloza, entre otros”, insiste Enilda Jiménez. Este diario buscó la versión de la familia Argote, pero no obtuvo respuesta. En los documentos de sus abogados, su versión es que Antonio Argote siempre ayudó a la familia Jiménez, pues eran personas cercanas y amigas. Por eso, no entienden su petición de restitución en la finca El Labrador.

No es la primera vez que los Argote son mencionados en estrados administrativos o judiciales por casos de posible despojo de tierras y financiamiento de estructuras paramilitares, aunque la Fiscalía nunca les ha imputado este último delito. En una sentencia de 2009, en la que el Tribunal Administrativo de Chocó reconoció derechos a la propiedad colectiva a las comunidades negras de las riberas de Jiguamiandó y Curvaradó, salió a relucir su apellido entre varios como “poseedores de mala fe”. En septiembre de 2010, el exparamilitar y empresario Raúl Hasbún (Pedro Bonito), que comandó el frente Arlex Hurtado de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), denunció que Antonio Argote y su hija Claudia integraban la lista de empresarios que financiaron a las Auc, primero a través de las Convivir y después con los Servicios Especiales de Vigilancia y Seguridad Privada (Sevsp).

(Lea también: La participación ganadera en una Convivir de los paramilitares en Urabá)

En marzo de 2018, el Tribunal Superior de Antioquia falló contra Claudia Argote un proceso de restitución de tierras en Chigorodó (Antioquia) y, más recientemente, en marzo de 2021, la Fiscalía acusó a Antonio Argote Bolaños y Claudia Argote Romero por concierto para delinquir agravado, desplazamiento forzado e invasión en áreas de importancia ecológica, por un predio conocido como La Tukeca, de 308 hectáreas, dedicadas hoy a la ganadería extensiva. Según la resolución de acusación de la Fiscalía, los pobladores de Caracolí, en la ribera del río Curvaradó (en Chocó), habrían vendido sus parcelas a bajo precio a los Argote por presión armada y violenta de los paramilitares. Ellos siempre han defendido la buena fe en las compras de esos predios y el caso sigue a la espera de que empiece el juicio.

En 2007, durante las primeras versiones libres de los paramilitares en Medellín a propósito de la ley de Justicia y Paz, Enilda Jiménez no podía creer que estuviera viendo al hombre que le arrebató a su papá. Así se lo escribió al propio Hebert Veloza en una carta fechada el 30 de octubre de 2019.

Veloza contestó un mes después pidiéndole que lo perdonara y agregó, sin darle nombres: “Solo espero que Dios me dé vida y fuerzas suficientes para seguir luchando porque aquellos que de alguna manera me utilizaron y son los realmente responsables de todo el sufrimiento que usted ha vivido paguen ante la justicia”. El cruce de cartas con Veloza se detuvo a raíz de la pandemia, mas no así la búsqueda de verdad, justicia y reparación de la familia Jiménez. El dilema es que, con la inminencia de un fallo en el caso de la finca El Labrador, han vuelto las presiones y amenazas.

En enero de 2021, el juez de tierras de Apartadó aceptó estudiar la solicitud de la Unidad de Restitución de Tierras, que reconoció el derecho de la familia Jiménez a esta restitución y de inmediato revivieron las hostilidades. “Desde que el caso entró a la etapa judicial, tememos por nuestra seguridad y don Antonio ha empezado a generar presión. Fueron a insultar a un hermano, a reclamarle por qué íbamos a pedir esa finca, que nos queríamos enriquecer con el trabajo de ellos. Nos hemos sentido intimidados y por eso pedimos apoyo a la Unidad Nacional de Protección. De hecho, en Urabá se desarrolla una campaña aterradora contra los reclamantes de tierras y nos señalan de ser un cartel, una amenaza para el desarrollo de la región. Ya han sido asesinados 21 desde 2008 en la región”, resalta Enilda Jiménez.

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El juez de restitución de tierras de Apartadó tendrá que determinar próximamente si ordena la restitución jurídica y material de la finca El Labrador en favor de la familia Jiménez, además de otras decisiones paralelas relacionadas con la legitimidad de los negocios que hicieron Samuel Jiménez y los Argote, cuando todavía eran vecinos y amigos en Apartadó. Mientras se resuelven las cuentas judiciales, se corrigen los títulos o se acepta que se promuevan proyectos productivos de reparación, Enilda Jiménez y su familia aguardan unidos: “Nos decían chilapitos aparecidos en este mundo paisa y racista. Hoy somos chilapos orgullosos: veinte hermanos que seguimos vivos y constituimos una empresa para administrar los bienes que dejó nuestro padre. No tenemos miedo y esa unión nos ha permitido resistir con dignidad”.

Natalia Herrera Durán

Por Natalia Herrera Durán

Subeditora de la sección Investigación de El Espectador. Fue hasta mayo de 2021 editora de Colombia+20. Le interesan los temas judiciales, políticos y de denuncia de violaciones a los Derechos Humanos.@Natal1aHnherrera@elespectador.com

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Marcia(re10j)20 de septiembre de 2021 - 06:23 a. m.
La palabra chilapo es discriminatoria y ofensiva para muchos urabaenses, no pude seguir leyendo con claridad el artículo. Nisiquiera se han puesto de acuerdo para el uso de esta palabra, en la RAE no existe.
UJUD(9371)19 de septiembre de 2021 - 03:26 p. m.
Unos asesinaban y desplazaban, otros, legalizaban...
Tanatos(39449)19 de septiembre de 2021 - 03:01 p. m.
Solo intenciones y no dan nombres. Ya es hora q los paracos hablen de todos y todo lo q hicieron
luis(89686)19 de septiembre de 2021 - 02:58 p. m.
En la Sabana de Bogotá don Gonzalo Jiménez de Quesada le repartió a sus capitanes las mejores tierras incluyendo los Muiscas como esclavos, un sacerdote los adoctrinaba en la religión católica la única verdadera fuera de la cual no hay salvación. Las famosas Encomiendas.
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