Así salvan la vida de las personas que se inyectan heroína en Bogotá
Los consumidores de heroína, una de las sustancias psicoactivas más adictiva y peligrosa, están expuestos a contagiarse de enfermedades virales como VIH y hepatitis por el intercambio de jeringas, además de situaciones de violencia, insalubridad y estigmas. El Espectador tuvo acceso a la primera sala de consumo supervisado de Suramérica, en el centro de Bogotá, que busca proteger la vida de los usuarios de drogas inyectables.
Nicolás Achury González
Bajo la tapa de una caneca de basura roja, destinada a recolectar residuos peligrosos, se ve un centenar de jeringas usadas. Acaba de sumarse una más a la pila, la que usó Andrea. Recoge su cabello, sostiene la aguja con la boca y ubica con un espejo una vena del costado izquierdo del cuello. Saca de una bolsita adhesiva la heroína en polvo marrón, un opioide derivado de la morfina sumamente adictivo. La mezcla con agua esterilizada y se inyecta por tres segundos. En 2013, cuando tenía 17 años, probó por primera vez esta sustancia vía intravenosa. A partir de ese día, que recuerda con detalle, quedó “enganchada”.
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Bajo la tapa de una caneca de basura roja, destinada a recolectar residuos peligrosos, se ve un centenar de jeringas usadas. Acaba de sumarse una más a la pila, la que usó Andrea. Recoge su cabello, sostiene la aguja con la boca y ubica con un espejo una vena del costado izquierdo del cuello. Saca de una bolsita adhesiva la heroína en polvo marrón, un opioide derivado de la morfina sumamente adictivo. La mezcla con agua esterilizada y se inyecta por tres segundos. En 2013, cuando tenía 17 años, probó por primera vez esta sustancia vía intravenosa. A partir de ese día, que recuerda con detalle, quedó “enganchada”.
Por la adicción que le generó a la heroína, Andrea empezó a inyectarse en secreto. Evoca esos días en los que apagaba la luz de su cuarto y buscaba sus venas alumbrándose con la linterna del celular. “Manchaba las sábanas, dejaba las tapas de las jeringas en la habitación. Mi mamá las encontraba, pero se negaba a aceptar que yo consumía. Le conté lo que pasaba y fue terrible, ese día intentó tirarse por la ventana del apartamento y me fui de la casa”, cuenta. En la calle conoció personas que tenían que reutilizar jeringas y que las compartían sabiendo que tenían VIH. También vio a otras que usaban agua de charco para inyectarse heroína “bajo la mirada del desprecio y el trato como si fueran basura”.
Cuenta su historia en el centro de Bogotá, en un local de no más de 20 metros cuadrados, tres cubículos y un lavamanos quirúrgico de pedal, donde funciona desde hace 15 meses el proyecto Cambie, la primera sala de consumo supervisado de drogas inyectables de Suramérica. Andrea está sentada en uno de los puestos de acero inoxidable destinados a que los consumidores de heroína, ketamina o cocaína, que solían inyectarse en la calle, puedan hacerlo en un lugar controlado para evitar sobredosis, insalubridad, préstamo de jeringas y contagio de enfermedades virales, como hepatitis y VIH.
Mientras retrata el panorama que viven las personas que consumen drogas inyectables en el espacio público, el ritmo de la respiración de Andrea disminuye, se le seca la boca y su piel coge un tinte rojizo por los efectos de la heroína. Añade que se exponen a situaciones de extrema vulnerabilidad, pobreza, estigmas y violencia. Se le entrecorta la voz, toma una bocanada de aire y continúa su relato. Dice que ser mujer y consumir en la calle tiene riesgos adicionales. “Vi muchas sobredosis. Estando en el barrio Santa Fe, el ofrecimiento a prostituirse por la sustancia era lo constante. Me daba mucho susto quedarme dormida y que me hicieran algo”.
Al conocer las realidades de los consumidores de heroína en el espacio público e, incluso, superar varias sobredosis, Andrea buscó nuevas formas de afrontar su adicción. “No me quería quedar en la calle, aunque metiera heroína, quería cumplir mis sueños. Dije ‘no más’ y empecé a buscar la forma de ayudar a las personas que seguían inyectándose ahí”, señala.
Conoció a Daniel Rojas, psicólogo y coordinador general del proyecto Cambie, quien asegura que Andrea trabaja con su equipo como “una par”. Esta labor la describe como la función que desempeñan aquellas personas “que se inyectan drogas y que tienen adheridas prácticas de reducción de daños. Ellos conocen las realidades y dinámicas del consumo y ayudan a los usuarios en situaciones más vulnerables”. En los primeros meses de Cambie, han desechado de forma segura 13.139 jeringas del espacio público y lograron revertir 14 sobredosis.
Las dinámicas de la “h”
Sus brazos tienen venas colapsadas, cicatrices y forúnculos causados por la repetición de inyecciones en la misma zona. Mientras saca dos jeringas de una maleta y se disculpa porque no se ha podido bañar en días, Walter cuenta que lleva más de 15 años consumiendo “h”, como le llama a la heroína, opioide semisintético que resulta de la transformación de la morfina, que es de dos a cinco veces más fuerte. Dice que un gramo le cuesta alrededor de $60.000 en Bogotá y, dependiendo de las prácticas y tolerancia de cada persona, puede alcanzar hasta para cuatro inyecciones en un día.
En Bogotá, por ejemplo, el mercado de la heroína, explica el Ministerio de Justicia, se caracteriza por ser cerrado, pues es difícil acceder a las redes que la comercializan y los grupos criminales son selectos con sus ventas. El microtráfico de esta sustancia funciona por recomendaciones. Cuando un desconocido en el sector quiere comprarla, debe ir acompañado por alguien que conozca a la banda. Luego, lo citan en un lugar aleatorio del centro de la ciudad y se determina una hora de entrega.
Sin embargo, esta no es la única barrera que deben enfrentar los consumidores. Como explica el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos (NIDA), cuando se dejan de consumir opioides como estos se experimentan severos síntomas de abstinencia, como vómito, sudoración extrema, insomnio, ansiedad, depresión y temblores, “síntomas devastadores para el individuo que causan enorme sufrimiento”, aseguran Isabel Pereira y Lucía Ramírez, investigadoras de Dejusticia y autoras del libro Los caminos del dolor, sobre consumo de heroína en el país.
Walter llama a estos efectos “el mono”, como se conoce en las calles al síndrome de abstinencia. Lo describe como si se le subiera un animal a la cabeza y lo empezara a rasguñar. Cada ocho horas, sin falta, se inyecta heroína para evitar el sufrimiento que le causa la abstinencia y, a diario, debe encontrar la forma de pagar su dosis, además de un pagadiario en el que vive hace algunos meses.
Si bien el uso de sustancias psicoactivas lícitas e ilícitas genera riesgos para la salud física y mental, según el Ministerio de Salud, la inyección de drogas, como la heroína, es una de las prácticas más riesgosas y su impacto en la salud pública es muy alto. La entidad informa que este tipo de consumo puede generar “epidemias explosivas de VIH y de hepatitis virales, sumadas a otras afectaciones graves de salud. En Colombia se trata de un fenómeno reciente y aun así ya se identifican epidemias asociadas y el potencial costo de salud”.
De hecho, en el país, según datos del Observatorio de Drogas, las primeras plantaciones de amapola y laboratorios de heroína fueron detectados a principios de la década de los 80, “y su mayor expansión se presentó a principios de la siguiente década, alcanzado en 1992 el mayor potencial de producción en la historia con 20.000 hectáreas distribuidas en 17 departamentos. Colombia llegó a ser un importante proveedor de heroína a Estados Unidos, junto con México y Guatemala”.
Para el NIDA, hay varios factores que agravan el consumo de heroína vía intravenosa. Por ejemplo, las lesiones que deja en la piel el proceso de introducir una droga directamente al torrente sanguíneo, pues este método implica abrir una herida que queda en contacto con agentes externos potencialmente peligrosos. También, genera unos riesgos al introducir un agente farmacológico tóxico a través del sistema circulatorio, uno de los sistemas esenciales en la supervivencia.
La práctica de inyectarse sustancias como la heroína, según estableció el Substance Abuse and Mental Health Services Administration, expone a las personas a riesgos de todo tipo que se potencian cuando se da de manera repetida y en condiciones de higiene precaria. Asimismo, dice que la inyección de este opioide modifica la estructura física y fisiológica del cerebro, “creando desequilibrios de larga duración en los sistemas neuronales y hormonales, que no son tan fáciles de revertir”. Otro de sus efectos es que crea profundos niveles de tolerancia y dependencia física, los cuales provocan “que cada vez se necesite más cantidad de la droga para lograr los mismos efectos”.
El panorama de consumo de heroína en el país tiene contradicciones entre los datos que presentan entidades públicas y proyectos como Cambie. Un informe publicado en 2022 por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Secretaría de Salud de Bogotá señala que ese año “no se reportaron personas que consumen heroína en el último año en la ciudad”. Néstor Osuna, exministro de Justicia, en entrevista con El Espectador, en junio de 2024, aseguró que “es falso que en Bogotá no haya consumo de heroína. El error de un dato como ese conduce a políticas públicas mal formuladas. Lamento quien hizo ese estudio”.
Por otra parte, las cifras de Fundación Salutia distan mucho de este escenario. Estima que, en 2021, había 6.601 personas que se inyectaban drogas en el país, de las cuales 2.841 estaban en la capital, 1.183 en Medellín, 1.349 en Cali y 1.228 en Pereira-Dosquebradas. El proyecto Cambie, que opera en el centro de Bogotá, tiene registrados 77 usuarios que se inyectan heroína y ha identificado otros 50 en la zona.
Según Pereira y Ramírez, el uso de esta sustancia es relativamente reciente, con dos posibles explicaciones para la emergencia de consumo en América Latina. La primera de ellas, apuntan, “fue causada por la presencia de cultivos de amapola”, mientras que la segunda indica que “fue provocado por la introducción del consumo por parte de extranjeros”. Si bien aún persisten vacíos en el panorama, las investigadoras resaltan “que el aumento en el consumo es un fenómeno al que subyace la confluencia de múltiples factores que van más allá de la exposición a la sustancia”.
Mientras se aclaran los datos, las autoridades continúan con la guerra contra las drogas. En octubre de 2024, por ejemplo, en la vereda Guaramo, en el municipio del Tablón de Gómez, del departamento de Nariño, el Ejército destruyó un laboratorio ilegal de heroína. Incautaron 25 kilos ya procesados, cada uno con un valor local de hasta US$18.000, que serían exportados a Ecuador y, luego, a Europa, donde su precio llega a cuadruplicarse. La Armada Nacional, a principios de noviembre, informó que incautó el cargamento más grande de heroína en lo que va de 2024. Según la entidad, encontraron 67 kilos de la droga en las bocas del río Raposo, al sur de Buenaventura.
Heroína y reducción de daños
Tatiana era una joven promesa del atletismo nacional. Dice que corría maratones con frecuencia y era patrocinada por marcas conocidas. Desde hace 21 años, empezó a consumir heroína y sufrió varias sobredosis. En la actualidad, se inyecta cada seis horas para evitar el síndrome de abstinencia. Ya perdió la cuenta de los centros de rehabilitación a los que ha asistido sin lograr dejar la sustancia. Estuvo tres meses viviendo en la calle y dice que incluso quienes van a las “ollas” del centro de Bogotá los discriminaban por usar jeringas. “Ustedes son una boleta, heroinómanos; acá no hagan sus porquerías, acá no pueden estar”, cuenta.
Se arrepiente de haber empezado a consumir heroína. “Ya tendría una casa, un carro, es demasiado dinero diario. No terminé mis estudios y perdí un montón de oportunidades, pero hace algunos años empecé a aplicar prácticas que no me lastimaran tanto”, añade. Esas prácticas de las que habla, como explica Daniel Rojas, coordinador de Cambie, inciden en la reducción de riesgos y daños al consumir sustancias psicoactivas. Rojas dice que estas iniciativas se dieron ante la necesidad de abordar los problemas con las drogas y el VIH, como se evidenció en la tasa elevada de mortalidad entre los usuarios de heroína inyectable en la década de los 80.
En 1986, en Suiza, se creó la primera sala de consumo supervisado del mundo. La estrategia logró que al menos 300 personas que se inyectaban drogas en el parque Kocherpark, de Berna, tuvieran la posibilidad de ser atendidas con servicios sociosanitarios. El programa se centró estrictamente en reducir la propagación de enfermedades y muertes por consumo de sustancias psicoactivas. En 2022, funcionaban 147 salas oficiales de consumo supervisado para prestar servicios sanitarios en 16 países. En 2024, se sumaron dos: Colombia y Sierra Leona, para un total de 149, según el Cato Institute.
La reducción de daños, como lo define la organización Harm Reduction International, se refiere a políticas, programas y prácticas orientadas a “minimizar los impactos negativos del consumo de drogas y de las políticas públicas y leyes sobre drogas, tanto a nivel de salud, social y legal”. Esta línea de pensamiento e intervención surgió con el objetivo de reformular la visión tradicionalista y prohibicionista que ha existido en el mundo desde hace décadas. “La prohibición de drogas no sirve”, concluyó la Comisión Global sobre Política de Drogas, creada en 2011 y conformada por 26 líderes mundiales, entre ellos la expresidenta suiza Ruth Dreifuss, el expresidente colombiano Juan Manuel Santos y el expresidente mexicano Ernesto Zedillo.
El exministro Osuna visitó la sala de consumo del proyecto Cambie, en abril de este año, y aseguró que “es una cosa realmente aleccionadora. Yo quisiera que muchísimas personas la conocieran. Las personas que se inyectan pueden llegar a este lugar para empezar a dejar de consumir heroína. Pensar un mundo sin drogas es irreal, la estrategia de un gobierno debe ser reducir los daños que produce el consumo”. El entonces funcionario le dijo a este diario que en el presupuesto del Ministerio de Justicia se tenía planeado financiar salas de consumo supervisado en todo el país.
En la actualidad, Cambie funciona exclusivamente con recursos propios y cooperación internacional. Están a la espera de poder ampliar su red de atención y lograr articularse con entidades públicas para mejorar la calidad de vida de los consumidores de heroína. Pues, como dice Beatriz García, enfermera del proyecto, “nadie está exento de caer en esto. Puede ser su familia, puede ser su hija, su hermano, su vecino, cualquier persona que ame que esté en esta misma situación. Más de ser una apología al consumo, estamos ayudando a las personas”.
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