La odisea de un testigo protegido
Carlos* se entregó en octubre del año pasado. Colaboró con todas las autoridades y desde ese entonces lo han intentado matar tres veces.
Redacción Investigación
Dar el paso a la legalidad, las promesas de entrar a un programa de protección de testigos y delatar a sus excompañeros, es una decisión que pocos toman. El riesgo es inminente, solo quedan enemigos de por vida. Pero la oferta de regresar a la legalidad, del pago de una recompensa y de una ayuda para reintegrarse a la sociedad seduce a varios jóvenes. Carlos* fue uno de los tantos que abandonaron las filas de las bandas criminales y decidió colaborar con las autoridades. Pero, contrario al ideal de vida que le pintaron, su último año ha sido un martirio: lo intentaron matar tres veces, la Fiscalía lo sacó del Programa de Protección de Testigos, sus compañeros regresaron al monte y hoy, sin un peso y resignado, le tocó trabajar nuevamente para la Policía como un “sapo”.
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Dar el paso a la legalidad, las promesas de entrar a un programa de protección de testigos y delatar a sus excompañeros, es una decisión que pocos toman. El riesgo es inminente, solo quedan enemigos de por vida. Pero la oferta de regresar a la legalidad, del pago de una recompensa y de una ayuda para reintegrarse a la sociedad seduce a varios jóvenes. Carlos* fue uno de los tantos que abandonaron las filas de las bandas criminales y decidió colaborar con las autoridades. Pero, contrario al ideal de vida que le pintaron, su último año ha sido un martirio: lo intentaron matar tres veces, la Fiscalía lo sacó del Programa de Protección de Testigos, sus compañeros regresaron al monte y hoy, sin un peso y resignado, le tocó trabajar nuevamente para la Policía como un “sapo”.
“El error empezó cuando nos entregamos. Si supiéramos que esto era así y no como prometían los comerciales de radio del Ejército, nunca me hubiese entregado”, le dijo hace unos días a este diario Carlos, quien trabajó por largos años para estructuras criminales en Antioquia y Chocó. El último lugar que patrulló, antes de tomar la decisión de entregarse al Ejército, fue en el noroccidente antioqueño, en las Autodefensas Campesinas Gaitanistas (ACG) –o Clan del golfo–. Llegó el 4 de julio de 2018 a cuidar una finca y a patrullar sus alrededores. Estaba a cargo de una escuadra y la orden era que tenía que estar un año antes de pedir la baja. Pero los problemas de gastritis que arrastraba de años atrás se agudizaron. Solicitó a su comandante un permiso para ir al médico, pero se lo negaron.
Cansado del monte, de los dolores agudos, de las noches de guardia y de ver cadáveres de sus compañeros descuartizados en la guerra por el control territorial, decidió volarse en los primeros días de octubre del año pasado. Carlos no optó por escapar en una noche de guardia o en medio de un combate, como normalmente lo hacen. Su plan fue entregarse durante las fiestas municipales, pues sabía que ninguno de sus conocidos estaría armado ante la cantidad de Policía y Ejército que custodiaban las fiestas. “Cuando me entregué, duré 13 días con los soldados porque no podían sacarme por tierra. Tuvimos que esperar un helicóptero que me llevó hasta el Batallón de Artillería No. 4 en Medellín. Ahí me encontré a otros compañeros y durante dos meses entregué información”.
Dio detalles sobre la organización, sus comandantes y la rutas que utilizaba su escuadra para entrar y salir del territorio. Develó toda la estructura logística y gracias a su información dieron los primeros golpes. En el batallón eran ocho personas que se habían entregado y estaban colaborando con la Dijin de la Policía y el Ejército. Muchos de ellos tuvieron que acompañarlos en operaciones. A Carlos en una oportunidad le tocó guiar al Ejército. Ese día hicieron capturas, pero no pagaron las recompensas. Según él, les prometieron $2.5 millones por captura y dependiendo del perfil podían llegar a ser $150 millones. Pero jamás vieron ese dinero.
Carlos siempre pidió trabajar con la Fiscalía, pues desconfiaba de la Fuerza Pública ya que conocía sus vínculos con las ACG, sus antiguos jefes. Es más, recordó que una vez, cuando patrullaban por los lados de Ituango, sus jefes coordinaron un ataque junto a las Fuerzas Militares para cortarle el camino a alias Cabuyo, jefe de la disidencia de las Farc en Antioquia. “Estaba herido y los jefes querían cobrar la recompensa que había por él”. Tiempo después, un agente del CTI le preguntó si en sus conversaciones con el Ejército estuvo acompañado de un abogado, porque todo lo que dijo podía ser utilizado en su contra. Esta situación puso en alerta, quien insistió desde ese entonces que lo vincularan al Programa de Protección de Testigos.
Carlos empezó a notar que desde noviembre empezaron a sacar a varios de sus compañeros del batallón, bajo el argumento que no podían seguir ahí. El turno para él llegó el 5 de diciembre de 2018, cuando le dijeron que buscara dónde dormir esa noche. Ese mismo día pidió que lo llevaran a la Fiscalía para preguntar por su proceso de vinculación al Programa de Protección de testigos. “Yo no tenía a dónde llegar. Había abandonado a mi familia y no podía regresar a la zona porque era un riesgo. Nos sacaron la información y nos botaron. La Fiscalía me dijo que el ejército debía resolver, y su solución fue sacarme del batallón el 7 de diciembre, darme $100.000 y dejarme botado en la terminal. Ese día fue la primera vez que intentaron matarme”.
Ese 7 de diciembre iba a viajar a la Costa. Pero desde que llegó al terminar, a las 10:30 de la mañana, observó que cuatro excompañeros lo estaban esperando. “Llamé de inmediato y dije que me iba a devolver al batallón, pero me dijeron que no me preocupara. Me tocó ir a la Policía de la terminal, que hacia las 2 de la tarde capturó a uno de los que me estaba acechando. Le encontraron un arma. Los otros tres se fueron de inmediato. Los investigadores de la Dijin me sacaron solo hasta las 7:30 de la noche. La Policía me consiguió un albergue en Medellín, que era un hotel. Desde ese día empecé a trabajar con ellos. Solo me reencontré con tres de los que estuvieron conmigo en el batallón, porque el resto se fue a donde las familias y desistió de entrar al programa de testigos”.
En su relato, Carlos narró que uno de sus compañeros de escuadra no tuvo la misma suerte de aterrizar en un albergue, por lo que durante diciembre de 2018 consiguió una carreta para trabajar como reciclador en Medellín. “Le tocaba sobrevivir de algo mientras la Fiscalía regresaba de vacaciones y le solucionaba su situación”, recordó. Y agregó que ante los constantes reclamos a la Fiscalía para que los metieran en el programa de protección, les decían que debían esperar. Mientras eso, seguían yendo a operaciones con la Policía –a él le tocaron cuatro–, se cuidaban solos y no recibían las recompensas, pues según contó, la respuesta que les daban es que lo mejor era cobrar por todo en una sola cuenta al final de la colaboración.
“Nos decían que, si obteníamos algún resultado, nos pagaban. Un día un compañero le ayudó a la Policía a encontrar cuatro laboratorios, los cuales destruyeron. Estuvo 20 días en el operativo en terreno, pero le incumplieron y no le dieron ni $100.000. Todavía sigue esperando el dinero”, dijo a Carlos. Cuando pidieron un ajuste de cuentas a los investigadores de la Dijin, los mandaron al Ejército, que a su vez los devolvió a la Policía. La Fiscalía no les dio razón alguna, alegando que con ellos no se pactó nada al respecto. “A nosotros nos engañaron, porque esa era la motivación y la esperanza que uno tenía, que nos quedara un peso después de tanta calentura para sustentarnos o montar un negocio para sobrevivir con un perfil bajo. Eso era lo que pensábamos, porque el grupo nos seguía buscando”, sentenció Carlos.
En Medellín Carlos estuvo con sus dos compañeros hasta principios de junio. Según sus cuentas, con su ayuda capturaron a más de 30 personas, desde rasos a comandantes. Y en ese tiempo intentaron matarlo dos veces más. Su cabeza tenía precio. La primera fue en febrero de este año. A su hotel llegó un hombre que preguntó por una habitación al lado de la de Carlos. Fue dos veces y eso alertó a la recepcionista. Cuando Carlos regresó, la mujer le contó y justo en ese instante el desconocido reapareció. Carlos lo reconoció de inmediato y vio que en una “riñonera” cargaba su arma. “No me pudo disparar porque es derecho y sobre ese lado estaba cargando la riñonera. Él pidió subir a ver nuevamente una habitación. Yo me escondí en el segundo piso”.
Cuando el hombre bajó otra vez y ya se había cambiado de lado la riñonera. Preguntó por Carlos y la recepcionista le dijo que había salido, a lo que se fue. Carlos llamó a los investigadores y de inmediato lo cambiaron de albergue. El otro atentado ocurrió en Semana Santa, cuando estaba tomándose una cerveza con un compañero: “Entré a orinar y detrás mío se fue una persona corriendo. Cuando me volteé, lo reconocí, porque fuimos compañeros en el monte. Se quedó mirándome, a lo que yo dije: ‘mera vuelta, me mató’. Pero no hizo nada. Salí pálido y le dije a mi amigo que nos fuéramos para el hotel. Me la perdonó, porque yo lo manejé en una escuadra y siempre lo traté bien. Luego supimos que un excompañero que estaba en el programa me delató”.
Según Carlos, la cuenta de compañeros que se han entregado y han muerto es larga. Por eso, el 10 de junio, cuando lo trasladaron a Bogotá para tenerlo en el Programa de Protección, pensó que estaría a salvo. “Primero estuvimos en un hotel. La Fiscalía nos dio las instrucciones y la inducción de lo que eran las reglas del programa. Ahí me encontré con más excompañeros. Luego me pasaron a un apartamento. Vivía solo, no se podía recibir visitas. Estaba completamente aislado. Comencé a solicitar acompañamiento, pero me fue negado. La rutina y el encierro son un problema. Me daban un subsidio de $260.000 para comprar todo, menos el arriendo del apartamento. Solo podía salir de seis de la mañana a seis de la tarde. Teníamos que avisar y pedir permiso, si no, no podía salir”.
Desde que entró al programa, Carlos solicitó en varias oportunidades la asistencia de una sicóloga para no estar solo. Pero alegó que poco servía, pues las citas se las daban para tres días o una semana después. “De nada servía, porque en el momento que solicitaba el apoyo era porque estaba mal. Necesitaba compañía. No podía conocer a nadie y la soledad desesperaba, por lo que opté por empezar a salir a tomar cerveza. Me volví alcohólico. Y lo único que me empezó a decir la psicóloga, que la veía una vez al mes prácticamente, es que no se podían ingerir bebidas embriagantes porque me expulsarían del programa. No era una ayuda real. Decidí entonces llevar unas cervezas a la casa y tampoco se podía. El trago me trajo muchos problemas, pero no me ayudaron”, señaló.
A Carlos lo terminaron expulsando del programa el pasado 22 de agosto. La razón nunca se la dijeron en la Fiscalía –que en un derecho de petición contestó que eso era información reservada–, pero todo indica que fue por reiterados problemas con el trago y no cumplir con las normas de seguridad. Según Carlos, la primera vez que recibió una advertencia fue una semana antes de ser expulsado, a pesar de ser un hecho que ocurrió el 20 de junio y que solo fue estudiado hasta el 24 de julio. Según el informe de reconvención de obligaciones, le llamaron la atención porque llegó borracho y agredió de forma verbal a las personas que cohabitan su estadía en el hotel. Asimismo, se lee que la decisión del Comité de Análisis de Exclusiones y Renuncias del Programa fue enviarle un “aviso”para reiterar los compromisos que tenía.
“El documento tiene como finalidad alertar al protegido para que adopte un buen comportamiento, puesto que el programa de protección analiza y estudia sus agravios, y está en la facultad de culminar una medida de protección cuando se encuentren los razonamientos para no continuar resguardando a quien con sus actuaciones demuestre que no está interesado en coadyuvar en su protección”, se lee en el documento. En la respuesta del derecho de petición que le entregaron el 26 de agosto, cuatro días después de su expulsión, no se dio ningún indicio de las razones de su expulsión, por la “estricta reserva que pesa sobre la información relacionada con las personas vinculadas o las cuales han sido objeto del programa de protección”. En pocas palabras, el directamente perjudicado no pudo conocer las razones de por qué lo excluyeron.
“A mí me dijeron que me excluían con tres informes, pero solo me hicieron uno. Cuando me sacaron, la Fiscalía me dio $100.000 para que me fuera donde quisiera. Desde esa época no tengo papeles y no podía comprar un pasaje de bus. Ando con una fotocopia de la cédula. También me robaron el celular hace unos días. Solo una compañera, que me extendió la mano, me ha ayudado a pasar estos días en los que no tengo un peso. Este incumplimiento de las autoridades es lo que ha provocado que varios hayan regresado al monte, que ardidos vuelven a trabajar con organizaciones que les ofrecen sueldos de $1.8 millones. A mí me va a tocar volver a trabajar con la Policía y quedar a la espera de que un día mis antiguos jefes y amigos me maten”, fueron las últimas palabras de Carlos a El Espectador.
*Nombre cambiado por protección