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“No séqué hacer”. Ese fue el primer pensamiento de Rosa*, ese 29 de julio de 2009, fecha en que recuperó su libertad. Tenía 34. En el 2002, la condenaron a treinta años por homicidio agravado, tras experimentar una emergencia obstétrica. Era madre soltera de tres. Se preguntó en qué mundo estaba. En El Salvador, hacía 28 días, el primer mandatario de izquierda había comenzado a gobernar. Durante ese quinquenio, la penalización absoluta del aborto —en vigor desde 1998— no fue modificada. Ni en el relevo que llevó al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a un segundo mandato presidencial ni en el actual gobierno, cuya bancada suma los votos necesarios para despenalizarlo.
Mientras Rosa enfrentaba la “reinserción social”, Margarita también era penada a treinta años, por homicidio agravado. Ingresaba a un sitio donde unas mujeres golpeaban a otras por considerarlas infractoras del contrato patriarcal del amor maternal. Ese que se da de forma natural y obliga a cualquiera a proteger a su cría antes que a sí misma, fuera o no cierto que hubieran experimentado un aborto inducido o una emergencia obstétrica. Margarita recibió tal golpiza que las autoridades del Centro Preventivo y de Cumplimiento de Penas para Mujeres de Ilopango la aislaron un semestre en el sector A, con las adultas mayores. Durante casi una década, recibió insultos.
Para ese mismo año, la Agrupación ciudadana por la despenalización del aborto investigó por vez primera el impacto de la penalización absoluta en El Salvador y su relación con las condenas por homicidio agravado. La tercera actualización del informe “Del hospital a la cárcel” permitió identificar 181 casos de procesadas, de 1999 a 2019, por aborto o emergencias obstétricas que provocaron muerte o riesgo al embrión.
El documento las perfila: una de cada cuatro tenía entre 18 y veinte años. “La mayoría de denuncias se realiza en adolescentes y mujeres jóvenes, las que posiblemente tienen poca experiencia y escasos recursos para afrontar un embarazo no deseado o producto del abuso y que, en caso de seguir adelante, se desarrollaría en situación de riesgo”. Mujeres de 18 a 25 años “son procesadas por aborto y problemas obstétricos, que son tipificados como homicidio agravado”.
El 42 % no sabía leer ni escribir o había cursado hasta segundo grado. El 29 % tenía estudios de bachillerato, técnico o universitario. “La mayoría de las mujeres con nivel de bachillerato son jóvenes entre los 18 y veinte años, quienes, a pesar de poseer un mayor nivel de estudios, tienen poca experiencia de vida”. Siete de cada diez estaba soltera.
(Conozca aquí a las mujeres que han perdido su libertad por abortos en El Salvador)
La inocencia de Rosa
Durante tres años, la Agrupación buscó comprobar la inocencia de Rosa. Un juzgado revisó la sentencia y resolvió que no existía evidencia de que hubiera cometido homicidio y la liberó. Para Mariana Moisa, antropóloga e integrante de la Agrupación, el aprendizaje feminista para este primer caso fue la importancia de trabajar de forma integral con las mujeres: “Como feministas, ampliamos la relación a las hijas e hijos. Así descubrimos cómo les estaba afectando lo que se decía de su mamá en su entorno y fuimos comprendiendo la carga social que llevaban. No sabíamos si podíamos ayudarle a reconstruir el tejido familiar y estaba más lejos el tejido comunitario”.
Rosa migró. La condena moral, encarnada en los grupos “provida” y la mediatización de su caso, provocó que desapareciera. En el 2012, otra mujer recibió una pena mayor: cuarenta años. Clavel tenía 28, era madre soltera cuando fue acusada de aborto y luego de homicidio agravado. En 2016, luego de la revisión de su sentencia, un juzgado resolvió que era inocente. Igual que Rosa, Clavel también tuvo que migrar con su único hijo. Es la primera mujer asilada por persecución por aborto.
Lo irreal de la libertad
Orquídea era madre soltera, de un niño de cuatro. Para su segundo parto no logró llegar al hospital. En el 2000, fue condenada a 25 años por homicidio agravado. Un año después, trazó su hoja de ruta para cuando saliera: trabajaría en su propia panadería. Durante 16 años, ahorró parte del salario que recibía por cocinar para el personal de seguridad. Entregaba esa plata a la única hermana que iba a visitarla. Esta mujer era, a su vez, la albacea de la herencia paterna que recibiría al regresar a la vida civil: un horno y latas para pan. “Cuando salí no había nada. Fue difícil no tener apoyo porque mi papá ya no estaba”.
En prisión, terminó el bachillerato, se casó y estuvo embarazada dos veces más. Uno de los embarazos terminó en aborto espontáneo y del otro nació una niña. En la cárcel procuraron garantizar su salud materna, pero siempre le recordaron por qué estaba ahí. “Hoy vas a tener la oportunidad de hacer bien las cosas”, le sentenció un custodio. “Sentí que era un comentario pésimo, porque las personas creen que usted es culpable de haber asesinado... yo trabajaba, tenía una vida normal y es una pesadilla, perdí 17 años de mi vida, salí con mis dos terceras partes. No salí con beneficios ni por el hecho de haberme portado tan bien”.
En el 2018, cuando salió libre, regresó a vivir con la hermana, que se gastó sus ahorros y vendió su herencia, donde ocurrió la emergencia obstétrica. Pensó que la vida iba a ser igual que antes, pero nada lo fue. Las oportunidades de empleo que le ofrecieron en la Dirección General de Centros Penales (DGCP) eran para trabajar en el mantenimiento de carreteras pavimentadas y caminos no pavimentados en el Fondo de Conservación Vial. No aceptó porque significaba desplazarse a 42 kilómetros de la capital y dejar a su hija, de cuatro años, con una familia que ya era desconocida para ella. “Me daba pesar separarme de ella”.
Su estadía duró tres meses. Los sobrinos le hacían mala cara. “Les hacía estorbo”. El dinero que recibía del exesposo y padre de su hija no alcanzaba y seguía desempleada. “Es bien difícil estar sin empleo. Nadie quiere decirle ‘venite’ porque sabe que no tiene nada. Es la situación más dura que se puede vivir. Pensé: tengo que ver qué hago”.
La solución fue regresar al hogar paterno, luego de que uno de sus hermanos se lo ofreciera. El reencuentro con la vecindad, que la continuaba señalando, fue complicado. “Volverlas a ver es bien duro. Es bien difícil enfrentar de nuevo la libertad, porque juzgan sin pensar, sin tener conocimiento de nada; da coraje”. Para que iniciara su emprendimiento, otra de sus hermanas pidió un préstamo; en dos meses, logró pagarlo. Aunque al inicio le iba bien, tuvo que desplazarse por una amenaza. Actualmente, alquila una casa donde viven ella, su hija y su longeva madre.
Antes de la pandemia ganaba US$700, pero después del confinamiento no logró recuperar ese ingreso. El exesposo, mes a mes, luego de la última demanda por cuota alimenticia, deposita US$50 para la manutención de la hija: US$40 de la cuota más US$10 por lo que adeuda. Para febrero de 2022, la Dirección General de Estadística y Censos (Digestyc) estableció que el costo diario de alimentos por persona, para la canasta básica rural era US$1,22. Ella bromea, diciendo que el ex seguirá pagando la deuda cuando la hija llegue a los veinte.
Para Orquídea hay dos metas inalcanzables: reconstruir la relación con su hijo y ahorrar. El joven le sigue reprochando “por haberlo abandonado” cuando estuvo privada de libertad. “Mi relación con él no es buena: si está lejos de mí me escribe como que me quisiera, pero cuando me ve ya no le caigo tan bien y hay un cierto rechazo de él hacia mí”. Invirtió los US$1.000 que recibió hace poco como capital semilla, por parte del proyecto de empoderamiento económico iniciado por la Agrupación, en renovar el horno y las latas para hacer pan.
“Me veían como su caja chica”
Lirio estuvo privada de la libertad veinte meses. La acusaron de homicidio agravado en grado de tentativa. Un juzgado la absolvió. Cuando recuperó su libertad, muchas personas extranjeras le enviaron dinero para su ropa y comida, pero su abuela le quitó todo. Así le cobró las veces que fue a visitarla a la cárcel y, por adelantado, los meses que vivirían juntas. Lirio no se sentía segura en ese lugar. Temía que el abuelastro también la violara. Desde los doce hasta los 19 años, su padrastro la violó y la embarazó. A sus miedos se sumó que en el centro educativo donde continuó sus estudios se enteraron de su historia. Por eso dejó de estudiar. “Mis compañeros ya sabían por lo que había pasado y comenzaron a decirme cosas. Eso me afectó mucho; decidí salirme de la escuela y de donde mi abuela”, dice.
Con la ayuda de la Agrupación migró a otro departamento. Allí vivió con una familia durante dos años mientras finalizaba el bachillerato. Se sintió cómoda porque nadie la conocía y vivía en la zona rural. Estaba acostumbrada al campo. Luego se mudó a la capital y vivió brevemente con otra familia hasta que fue adoptada por otra. “Ha sido bien difícil acostumbrarme de andar de familia en familia porque en cada familia, cada quien tiene su carácter”, comenta. Por una presión, que califica de “insoportable”, estudió un semestre Derecho. Pero su sueño es ser enfermera, carrera que inició este año. Recibe una beca completa de una filántropa salvadoreña. Para sus otros gastos vende queso y tortillas. Así ha invertido los US$1.000 del capital semilla del proyecto de empoderamiento económico.
Cuando se mudó a la capital, salió un reportaje sobre ella. Así, sus amistades del bachillerato conocieron su historia. “Cuando se dan cuenta de mi caso, se dan cuenta del otro caso [el de violencia sexual por el cual su padrastro fue condenado] y en parte me siento mal porque me ven como ‘pobrecita ella’. [De mis amistades] no he llegado a tener comentarios feos”.
La relación con su madre llegó a su epílogo en marzo de este año. Ella le exigía la mitad del dinero de la beca para la manutención de la niña que nació producto de la violación. La condena al padrastro de Lirio contempla su responsabilidad civil con respecto a la hija. “La familia te ve como su caja chica: te entra dinero y por otro te lo saca. Eso me ha costado y por eso he tenido que alejarme”. Lirio sueña con una vivienda propia. Una en la que puedan vivir ella y otras liberadas, quienes por sus antecedentes penales no pueden acceder a un préstamo hipotecario.
La búsqueda de un empleo
Margarita fue liberada el 7 de marzo de 2019, diez años y nueve meses después de haber sido condenada. Tras las rejas, vivió los dos gobiernos del FMLN. Un mes antes de que aprobaran la conmutación de su pena, Nayib Bukele fue electo presidente. Cuando experimentó su emergencia obstétrica y fue ingresada al hospital, el personal de salud la violentó; igual, el policía que la custodiaba. Le decían: ‘¿Para qué querés vivir? ¡Mejor morite!’. Así vivió el luto por la muerte de su hijo: esposada a una cama y acusada en un inicio de abortar.
Su familia solo pudo visitarla en tres ocasiones. La plata no alcanzaba para ello ni para enviarle productos de higiene personal. Comenzó a recibir los kits de salud cuando la Agrupación identificó su caso. La organización también intentó apoyar económicamente a su familia para que la visitaran.
Margarita, desde los diez años, tuvo que trabajar con su madre y dedicarse a las labores de cuidado de dos hermanas menores y a las del hogar no remuneradas. A los quince se acompañó con un adulto. Regresó a la casa materna luego de que el hombre intentara golpearla. Quedó embarazada a los 19. Abortar nunca fue su opción. Estaba ilusionada con esa maternidad no planificada. Ni la precariedad ni las enfermedades de su padrastro y mamá, a quienes ella seguía apoyando económicamente, la hicieron pensar en ello. Trabajaba en una maquila y por la noche estudiaba noveno grado.
El día de la labor de parto estaba sola. La distancia entre su casa y el hospital nacional es de dos horas en bus. Una vecina llamó a la ambulancia, pero llegaron policías. Era demasiado tarde, la labor de parto había finalizado y su hijo había muerto. En ese instante la detuvieron y acusaron de aborto. La Fiscalía General de la República cambió después el delito a homicidio agravado, ya que se trataba de un embarazo a término. Luego vinieron la discriminación y la violencia psicológica y obstétrica del personal de salud.
En abril de 2014, conoció a otras 16 mujeres criminalizadas por emergencias obstétricas. Para Las 17, la Agrupación solicitó un indulto ante la Asamblea Legislativa el 1.° de abril. Al identificar más casos, este nombre ha mutado a Las 17 y Más y, desde diciembre de 2021, a Nos Faltan las 17. Al 8 de abril de 2022, cuatro mujeres continuaban privadas de libertad: dos condenadas a treinta años, y dos a quince. Una lleva doce años en prisión y otra suma diez. Seis más están siendo procesadas; es decir, aún no hay una sentencia que las absuelva o las condene. El 7 de marzo de 2019, ella y otras dos recuperaron su libertad. “Sentía nervios, felicidad y tristeza por las otras compañeras que quedaban allí”. Su primera Navidad libre, las extrañó y recordó. Este sentimiento es una constante en otras liberadas, entrevistadas en su momento.
Regresó al hogar materno. “Cuando salí no tenía ni un centavo. Solo el apoyo de mi familia, de la Colectiva Feminista y de la Agrupación”. La vida en el vecindario se tornó insoportable. La criticaban constantemente. Para evitarlos, dejó de salir. No iba ni a la tienda. “No se preguntan si fue un accidente, solo señalan”. Encontró todo diferente: las rutas de buses y sus trayectorias eran desconocidas. Nuevos proyectos habitacionales. Un crecimiento comercial diferente al de una década atrás. A los dos meses se mudó a otro departamento. “Fue terrible regresar por la discriminación, uno viene de sufrir y a toparse con gente que lo sigue discriminando”.
Al recuperar su libertad, su “meta era trabajar para hacer dinero” y ayudar a su familia. En la cárcel, finalizó el bachillerato, trabajó tres años en la panadería sin recibir un salario, aprendió cosmetología, cruceta y a bordar. Ha ido a tres entrevistas de trabajo: a un supermercado, a un call center y a una clínica, pero no la han contratado por sus antecedentes penales.
Cuando se fue del hogar materno, se emparejó y tuvo una hija. Estuvo trabajando como asistente en un consultorio donde le pagaban US$200 al mes sin prestaciones de ley. Iba recomendada por una amiga. Durante la cuarentena, impuesta por el covid-19, ella y su pareja perdieron sus empleos. Para salir adelante, comenzó a cocinar y vender comida típica. En la actualidad, ambos tienen empleo: él, uno formal; ella vende ropa en los pasajes. Este emprendimiento es también el resultado del capital del proyecto financiado por la Agrupación. En 2019, la tasa de desempleo era de 4,17 en El Salvador, según el Banco Mundial. Para las mujeres, fue de 4,38. El 2020 cerró con una tasa de desempleo de 6,2. La tasa de desempleo de las mujeres fue de 5,46.
La reinserción en la nación “provida”
La Agrupación suma 64 celebraciones a la libertad. Para estas actividades, transportan a familiares de las mujeres para contribuir con la reunificación. Compran un pastel y gaseosas. Decoran la sala destinada para esta actividad. Le dan la bienvenida a cada mujer. A veces a tres al mismo tiempo, como el 7 de marzo de 2019 y el 23 de diciembre de 2021. El micrófono se presta para escucharlas. Sus familiares también hablan. No hay un guion definido para ello, pero las historias que cuentan son similares, porque todas vienen de un sistema carcelario en el que, además de ser discriminadas y estigmatizadas, 18 de ellas han permanecido una década o más en condiciones de hacinamiento e insalubridad.
Una situación preocupante a la que se refirió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su más reciente visita a El Salvador. En sus observaciones preliminares, expresó su preocupación por la criminalización de estas mujeres que enfrentan “juicios atravesados por estereotipos de género discriminatorios contra ellas por su condición de mujeres, al ser tratadas de “malas madres” y “asesinas de hijos” por los propios jueces.
La Agrupación identificó que las liberadas regresan a la misma situación precaria o incluso peor. Cuando es vía conmutación de pena, sus antecedentes penales no desaparecen. Eso les impide acceder a un empleo formal en un país caracterizado por un mercado laboral informal y precarizado para las mujeres, cuya brecha salarial promedio con relación a los hombres era de US$64,23 en 2020, según el Observatorio de Estadísticas de Género de la Digestyc.
Desde el primer caso que representó legalmente la Agrupación se identificó que debían dar un acompañamiento más integral, porque las mujeres procesadas vivían múltiples violencias estructurales que contribuyeron a enviarlas tras las rejas. Por eso el equipo buscó ser multidisciplinario. Norma Tejada es psicóloga. Ha atendido a más de quince personas, entre mujeres que han recuperado su libertad y sus familiares. “Regresar a sus comunidades implica otra serie de situaciones a las que ellas se verán expuestas”, explica. Por ello, para las mujeres que así lo desean y sus familias, hay un servicio de terapia gratuito, financiado por la Agrupación. “Sufren ese fusilamiento social cuando llegan a sus casas, a sus comunidades. Después de haber sufrido esta situación, se enfrentan a otra serie de traumas, otra serie de situaciones para adaptarse nuevamente a su entorno. Algunas no lo logran”, comenta Norma.
La Agrupación también juega un rol importante en el proceso de reinserción. En 2021, con fondos de AECID, ejecutó un componente denominado “Proyecto de empoderamiento económico” para que las mujeres puedan ser más autónomas. Lissette Alas, su coordinadora, explica que, a través de Voces Vitales, capacitaron a 21 liberadas. A cada una le entregaron un capital semilla de US$1.000.
Un peaje a la libertad
Arturo Castellanos es trabajador social. Acumula decenas de anécdotas no solo de los procesos para conseguir la libertad de las criminalizadas, sino también de las familias y sus reencuentros. Todos los casos que ha conocido lo han marcado. Destaca la historia de una mujer con discapacidad que está libre con medidas cautelares y depende económicamente de su hermana. Dos veces al mes, tiene que ir a firmar su libertad asistida: una al Departamento de Prueba y Libertad Asistida (DEPLA) de la Corte Suprema de Justicia y otra a un juzgado de sentencia. Ambas oficinas están a más de cincuenta kilómetros de distancia de donde vive.
Viajar dos veces, cada dos meses, en fechas distintas, representa un gasto de U$100; es decir, US$600 al año por permanecer en libertad. Los US$100 equivalen al 41,07 % del salario mínimo del sector agropecuario o al 27,4 % del salario mínimo del sector industria, comercio y otros servicios, en vigencia desde el 2021. Para este caso en concreto, la Agrupación ha intentado que las autoridades la citen en un mismo día en su mismo departamento, pero la solicitud ha sido negada.
“Es como si estuviera pagando peaje por estar afuera de la cárcel; y con ella se han presentado escritos, de todo se ha hecho y siempre se la dejan así. Ni siquiera para la pandemia le perdonaron el ir”. Esta mujer tiene tres años de ir a firmar bajo esa modalidad... ¡y le faltan siete!
Para este reportaje se solicitó una entrevista a la DEPLA con el fin de abordar los procesos de reinserción, pero la respuesta fue que no tenían competencia para hablar del tema y se buscara la respuesta en la Unidad de Género de la DGCP; pero esta entrevista tampoco se concretó. La Agrupación sigue costeando el pago del transporte para que esta mujer no pierda su libertad.
Las mujeres criminalizadas por abortar en El Salvador han tenido que regresar a lugares donde la discriminación y el estigma hacen de su “libertad” otra prisión, y la condena moral y social no les permite obtener un empleo ni una vivienda digna. Otras han tenido que desplazarse para escapar de esta penalización social y de amenazas, que a veces inician en la familia o provienen de quienes las denunciaron. Unas “han elegido” maternar para encajar en el rol de cuidadora y expiar una culpa impuesta por la sociedad “provida”. Todas deberían ser reparadas, explica Nidia Umaña, socióloga e investigadora, quien, al reflexionar sobre las historias de estas mujeres, cree que la muerte social ha sido más grave que la muerte ciudadana.
*Los nombres reales de las liberadas fueron sustituidos por nombres de flores, como acuerdo para garantizar su seguridad y evitar su revictimización.
#HablemosDelAborto es una conversación digital sobre los efectos sociales de la criminalización del aborto en algunos países de Latinoamérica, así como la urgencia de despenalizar, no solo jurídica sino en entornos cotidianos. Es organizada por Mutante, en alianza con El Espectador en Colombia; GK, en Ecuador; Alharaca, en El Salvador; y Pie de Página, en México. Encuentre en este especial los reportajes de lo que viven las mujeres en Colombia (lunes 24 de abril), El Salvador (miércoles 27 de abril), México, (domingo 01 de mayo) y Ecuador (martes 03 de mayo). Los textos quedarán activos una vez estén publicados.