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El pasado 16 de junio, un equipo de la Fiscalía que había viajado de Bogotá llegó hasta una de las tumbas del Cementerio Metropolitano del Norte de Cali. La abrió. En ella había una caja de madera sellada que guardaba una caja de metal, que guardaba una bolsa, que guardaba unos restos. Los restos a los que por 29 años, ocho meses y 15 días la familia del magistrado Pedro Elías Serrano, víctima del holocausto del Palacio de Justicia, le ha vertido todas sus oraciones, lágrimas y golpes de pecho. Se llevaron también restos de María del Pilar Abadía, la madre, para que las pruebas genéticas no den paso al más mínimo error: ninguna justicia, ni siquiera la colombiana, aguanta que dos veces se entregue un muerto equivocado.
En la diligencia judicial estuvieron los hijos del magistrado, que tenían 12 y 13 años cuando su padre fue asesinado. La viuda, doña Vilma Sandoval de Serrano, no fue capaz de ir. Ella, que se añeja con sus fantasmas en un pueblo cercano a Cali, dice que la posibilidad de que desenterraran a su marido fue chisme hasta que, cuatro días antes de que pasara, le confirmaran de la Fiscalía. “Plazas Vega decía que ahí no estaba enterrado Pedro, sino una señora. Pero no le paré bolas, como la prensa puede con todo, perdón que le diga. Después me empezó a salir la duda, pero trataba de no mortificarme, qué iba a pensar eso, que nos iban a engañar con algo tan sagrado. No me extraña, ya no me extraña nada”.
La primera en advertir que en el Cementerio Metropolitano del Norte de Cali probablemente no yacía el magistrado, sino una mujer, fue la Comisión de la Verdad que creó la Corte Suprema de Justicia en un intento -sin valor legal- de desenmarañar esta herida abierta de la historia del país. Era diciembre de 2009 cuando la Comisión divulgó en su informe que lo que se entregó como Pedro Elías Serrano era un cuerpo con útero. Y que el cadáver de la magistrada auxiliar Rosalba Romero de Díaz devuelto a su familia tenía testículos y próstata carbonizados. “Ninguno de estos desatinos fue corregido por el Instituto de Medicina Legal”, señaló el reporte hace seis años.
Luego empezaron a salir los primeros fallos de militares que habían estado al frente de la recuperación del Palacio y que, afirmó la justicia, fueron responsables de algunas desapariciones forzadas. En junio de 2010 fue condenado el coronel (r) Alfonso Plazas Vega; en abril de 2011, el general (r) Jesús Armando Arias Cabrales, y en diciembre de 2011, el coronel (r) Iván Ramírez fue absuelto. Pero ni como anécdota aparecía el caso de Rosalba Romero de Díaz. Tampoco el de Emiro Sandoval, un magistrado auxiliar del presidente de la Corte Suprema, ése que suplicaba por la radio un alto al fuego mientras en la Casa de Nariño ignoraban sus llamados: Alfonso Reyes Echandía.
El magistrado Pedro Elías Serrano, al contrario, sí figuraba. La entrega de un cadáver con útero a su familia, en palabras de la justicia, era una “imprecisión” consistente, eso sí, con una de las verdades más graves de los hechos posholocausto: el pésimo manejo de la escena de un crimen colectivo en el que murió más de un centenar de personas. Los encargados, funcionarios de la justicia penal militar, sólo un día después del ataque y contraataque ya estaban lavando los cadáveres -los huesos calcinados que quedaban, más bien- y el edificio entero. ¿Torpeza a propósito? Los jueces piensan que sí.
Todos los fallos que vinieron, incluido el de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se conoció en noviembre del año pasado, señalaron que algo podía haber salido mal en la entrega del magistrado Serrano. En la necropsia se especificaba que sus restos incluían “útero no preñado carbonizado”, pero con todo y eso Medicina Legal se los entregó a una amiga de la familia Serrano, la viceministra de Justicia de entonces, Nazly Lozano. “Lo único que sé es que a mí me llamaron de la funeraria Gaviria para que fuera por mi marido, fui y enseguida me lo llevé a Cali. Yo estaba empepada, quién resiste ese dolor a palo seco”, recuerda la viuda, doña Vilma Sandoval.
El silencio frente a los otros dos muertos posiblemente equivocados se rompió con timidez cuando se confirmaron las condenas del coronel (r) Alfonso Plazas Vega, en enero de 2012, y del general (r) Jesús Armando Arias Cabrales, en octubre del año pasado. En ambas providencias, el Tribunal Superior de Bogotá mencionó que a la familia de Rosalba Romero de Díaz le habían entregado un cadáver que tenía testículos y que a la familia de Emiro Sandoval le habían dado los restos carbonizados de dos personas. El pasado 7 de junio, la Fiscalía exhumó a Emiro Sandoval, tal cual se supo el mismo día.
La viuda de Emiro Sandoval, Amelia Mantilla, habló bajo juramento con la Fiscalía 17 días después y esa declaración la conoció El Espectador. Fue el pasado 24 de junio a las 4 de la tarde, en Bogotá, en la Dirección Nacional de Protección. Mantilla, abogada como su esposo -llegó a ser presidenta del Consejo Superior de la Judicatura–, le confirmó a la Fiscalía que el cadáver lo había recibido un amigo suyo; que lo habían llevado a la Universidad Externado, alma máter de Sandoval, y que, luego de la ceremonia en la iglesia Cristo Rey, lo habían enterrado junto con otros inmolados del Palacio: “Nos advirtieron que los féretros no podían abrirse”.
Amelia Mantilla Villegas recordó con detalle cómo fueron los minutos que ella pasó en las ruinas del Palacio de Justicia, el 8 de noviembre de 1985 -un día después de que se hubieran apagado el incendio y las balas-, buscando a su esposo. Entró al edificio no como una víctima más de las acciones del M-19 y del Ejército, sino como procuradora judicial, acompañada por un colega. “Vimos cómo en el piso de abajo del Palacio, donde había un patio, estaban bajando los restos incinerados de los cadáveres que se encontraban en los pisos altos. El palacio estaba totalmente destruido como consecuencia del incendio, las escaleras absolutamente acabadas, los baños y el piso estaban en cenizas”.
Llegó al cuarto piso del palacio -o lo que quedaba de él-, que era donde estaba el despacho del magistrado Reyes Echandía, y vio a funcionarios de la justicia penal militar haciendo los levantamientos de unos cadáveres que formaban un círculo y parecían estar boca abajo. Murieron “protegiéndose de las balas”, observó Amelia Mantilla. Esos funcionarios, a quien ella les dijo que buscaba a su esposo, le entregaron un carné que decía Casa Externadista, era del magistrado Reyes Echandía. Les pidió que le indicaran dónde habían encontrado el carné: allí mismo había unos restos incinerados y unos bolígrafos. Fue entonces cuando pasó un hombre.
Un hombre con un balde.
Un hombre con un balde que tenía líquido inflamable.
Un hombre que originó un incendio, aseguró ella, con la “finalidad (de) desaparecer los restos del doctor Reyes Echandía”.
“Yo empecé a gritar: ¡asesinos! ¡Ustedes, no contentos con lo que hicieron, ahora quieren desaparecer lo único que queda del doctor Reyes!”. Antes de insultarlos, la potencia de las llamas habían hecho correr a Amelia Mantilla y a su colega, y en la carrera ella se cayó. Los funcionarios apagaron el fuego y le recomendaron que se fuera, pues, herida como estaba en la rodilla y el pie por él tropezón -ella ni siquiera lo había notado-, podía darle gangrena por estar rodeada de muertos. Con su hija pequeña en mente aceptó irse, recordando las palabras que le habían dicho los militares al llegar: “Que no entrara porque lo que iba a ver me iba a ocasionar un trauma para toda la vida”.
(La Comisión de la Verdad del Palacio de Justicia ya había conocido de boca de Amelia Mantilla sobre el supuesto atentado contra los restos de Alfonso Reyes Echandía y así lo consignó en su reporte final. Aclaró, sin embargo, que no había elementos para comprobarlo científicamente).
De estos tres muertos posiblemente equivocados, el caso de la magistrada auxiliar Rosalba Romero de Díaz es el que va más atrás. Sus huesos permanecen en la cripta de una iglesia de Bogotá, aunque la Fiscalía ya conoce su ubicación y hay una orden desde el pasado 29 de abril para hacer cotejos de ADN con ella y con otras personas, víctimas del holocausto del 6 y 7 de noviembre, que podrían haber sido enterradas bajo la identidad de alguien más. Esa orden incluye a los tres magistrados de esta historia y a su colega, Ricardo Medina Moyano, ya exhumado también.
A los seis hermanos de Rosalba Romero de Díaz y a su único hijo, que vive en el exterior, les urge saber si es cierto que a quien enterraron tenía próstata y testículos, como reza el informe de Medicina Legal de 1985. Blanca Romero, hermana, le contó a este diario: “Yo me enteré por medios hace un mes. Mi hermano envió un derecho de petición a la Fiscalía y dijo que nos van a dar una cita. Siempre nos mantuvimos al margen por respeto a mi cuñado que fue quien hizo todas las gestiones hasta hace unos ocho años que murió. Él quiso mantener mucha reserva, quizá por su dolor y por el nuestro. Yo lo acompañé cuando (en 1985) nos entregaron una bolsita con los restos”.
Las familias de Rosalba Romero de Díaz, Emiro Sandoval y Pedro Elías Serrano han manifestado que quieren indagaciones a fondo. Todas resumen en la palabra “certeza” lo que anhelan. El caso del magistrado Serrano es, quizás, el más difícil por un elemento adicional: la familia de Norma Esguerra* tiene indicios de que ese muerto equivocado es su muerta. Norma Esguerra es una de las 11 personas cuyo paradero se desconoce desde la toma del Palacio, y en los fallos de segunda instancia del coronel (r) Plazas Vega y de Arias Cabrales, la justicia se negó a condenarlos por esa desaparición, exigiéndole a la Fiscalía que “perfeccionara” la investigación sobre lo ocurrido con ella y con otros.
“Lo único que sabemos es que hubo exhumación en Cali el 16 de junio y estamos a la espera de las pruebas de ADN”, dijo Débora Anaya Esguerra, hija de Norma Esguerra. A la espera, así como todos los demás.
Tic tac.
Un breve recuento de la toma
El 6 de noviembre de 1985, un comando del M-19 se tomó violentamente la sede máxima de la justicia, ubicada a unos cuantos metros del Congreso y de la Casa de Nariño. La guerrilla quería hacerle un juicio político al presidente Belisario Betancur, pero el resultado no podría haber sido más catastrófico: luego de que el Ejército respondiera para recuperar el Palacio y de que se originara un incendio que consumió buena parte del edificio a temperaturas de casi 1.000° centígrados, se calcula que murieron más de un centenar de personas. El coronel (r) Alfonso Plazas Vega y el general (r) Jesús Arias Cabrales han sido condenados por la desaparición forzada de algunas personas, pero sus casos no tienen aún la palabra final de la Corte Suprema de Justicia.
Sobre los desaparecidos del Palacio
Hoy, la lista de personas que se supone fueron desaparecidas forzosamente del Palacio de Justicia, después de salir con vida de la toma, la conforman 11 personas: Carlos Augusto Rodríguez Vera, Irma Franco (guerrillera del M-19), Cristina del Pilar Guarín, David Suspes Celis, Bernardo Beltrán Hernández, Héctor Jaime Beltrán Fuentes, Gloria Stella Lizarazo, Luz Mary Portela León, Lucy Amparo Oviedo, Norma Esguerra y Gloria Anzola de Lanao.
En Colombia, hasta ahora, los jueces han determinado que sólo hay pruebas sobre la desaparición forzada de Irma Franco y de Carlos Rodríguez. Sobre los demás, en uno u otro expediente, hay manto de duda.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció el año pasado que el Estado era responsable por la desaparición de todos, excepto de Norma Esguerra, porque concluyó que en su caso era mucho más probable que el Estado no hubiera hecho lo suficiente para determinar dónde están sus restos.
*Nota del editor: en el artículo original se publicó el nombre de Norma Guerrero. El nombre de esta mujer, víctima del holocausto del Palacio de Justicia, es Norma Esguerra.