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Los Yuppies y la caída del cartel de Cali

Hace casi 25 años, el 9 de junio de 1995, fue capturado Gilberto Rodríguez Orejuela por un grupo élite de inteligencia de la Policía, creado por el general Rosso José Serrano. Dos meses después cayó su hermano Miguel Rodríguez.

Gilberto Rodríguez Orejuela, conocido como el "Ajedrecista", fue capturado el 9 de junio de 1995. / Reuters
Gilberto Rodríguez Orejuela, conocido como el "Ajedrecista", fue capturado el 9 de junio de 1995. / Reuters
Foto: AP
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“Soy un hombre de paz. General, yo soy Gilberto. Ustedes ganaron”. Hace casi 25 años, el 9 de junio de 1995, esa frase fue pronunciada por Gilberto Rodríguez Orejuela cuando fue encontrado en una caleta situada detrás de un armario en una vivienda del barrio Santa Mónica, en el norte de Cali, que marcó el principio del fin del cartel de Cali. Su interlocutor fue el entonces director de la Policía, general Rosso José Serrano, a quien le bastaron seis meses para cumplir su objetivo. “¿Por qué me corrompió tanta gente?”, le preguntó Serrano. “Hacer amigos no es corromper”, contestó el capo. El Ajedrecista había perdido la última partida.

Este diálogo forma parte de las memorias que escribió el general (r) Serrano bajo el título Jaque mate. Sin embargo, para recordar cómo llegó este momento, es preciso devolver la película hasta otro crucial instante en la lucha contra el narcotráfico: el 2 de diciembre de 1993, cuando fue abatido Pablo Escobar. Ese día, desde una oficina en Residencias Tequendama en Bogotá, el mayor Óscar Naranjo aportó un dato clave. A la esposa e hijos de Escobar los habían situado un piso abajo de esta fachada, y cuando se comunicaron con el capo, sin quererlo dieron la línea que permitió a la inteligencia electrónica en Medellín montar el operativo final.

(Puede leer: Las razones por las que Gilberto Rodríguez Orejuela pidió libertad anticipada en EE. UU.)

El general (r) Naranjo dice hoy que ni se alegró ni celebró la muerte de Escobar y que solo recordó todas las muertes de colombianos en este trágico capítulo. Pero ese mismo día el embajador de Estados Unidos en Colombia, Morris D. Busby, resumió el verdadero significado del hecho: “El cartel de Medellín ha terminado, pero hay que continuar con Cali”. La gente del Bloque de Búsqueda fue premiada, el gobierno Gaviria cerró cobrando el golpe a la mafia, pero quedó claro que esa experiencia debía replicarse contra los capos de Cali. Solo que antes se atravesó en el camino la bomba judicial y política de los narcocasetes.

“Durante muchos años cargué con el muerto de que había filtrado esos casetes, pero años después el expresidente Pastrana reconoció que se los dio el coronel (r) Carlos Barragán”, comenta Naranjo. Lo cierto es que ese momento fue como un punto de inflexión, que se agravó cuando el director saliente de la DEA, Joseph Toft, se fue del país aseverando que Colombia era una narcodemocracia. A partir de entonces el objetivo común era desmantelar el cartel corruptor de Cali. Con una diferencia: Escobar era violento y por eso quienes lo enfrentaron fueron valientes, pero combativos. Ahora se trataba de un juego de inteligencia y de estrategia.

Al comienzo de la era de Ernesto Samper, el general (r) Rosso José Serrano estaba de agregado de la Policía en Washington, pero a los pocos meses fue nombrado director y regresó a Colombia. Por la presión norteamericana y el escándalo que derivó en el Proceso 8.000, la urgencia era desmantelar el cartel de Cali. El interlocutor directo era el ministro de Defensa, Fernando Botero, pero Serrano lo convenció de que lo dejara armar un grupo reducido con gente de inteligencia, porque esta vez el sigilo era la clave y no las balas, como en Medellín. Así nació el grupo encubierto conocido como los Yuppies, encabezado por el coronel (r) Carlos Barragán.

Carlos, Niko, Juan Carlos, John Jairo, Jennifer, Jimena, Mauricio y Tatiana, asesorados por investigadores norteamericanos y ayudados por sofisticados equipos de inteligencia, fueron el grupo elegido por Serrano. El mayor Óscar Naranjo empezaba su curso de ascenso para teniente coronel y entró al selecto grupo como asesor del director de la Policía, pero sin responsabilidad operacional. Lo primero fue pura recolección de datos. Teléfonos, cartas, caletas, gustos personales, tipos de mujeres con las que se relacionaban los capos y, después, muchos seguimientos y allanamientos. Llegaron hasta hacerse 30 en un día.

No obstante, el general (r) Naranjo recalca que fueron fuentes humanas las que llevaron a dar el golpe final. Y el primer paso hacia ese objetivo fue la activación de un publicitado sistema de recompensas mezclado entre capos y subalternos, para que entre ellos se generara una idea de factura o deslealtad. De igual modo, funcionaron las maniobras de distracción, pues se simulaba que el general (r) Serrano salía de descanso, cuando en realidad estaba atento a los operativos. O se informaba a los medios que los Rodríguez estaban cercados en Cartago (Valle), cuando estaban a punto de caer en Cali.

“También fue determinante derrumbar el mito de que ellos podían controlar todo en Cali, y ese fue el significado de la captura de su hermano menor Jorge Eliécer Rodríguez, alias Cañengo”, expresa el general Naranjo. No era un hombre importante, pero su captura tenía un valor simbólico. En cambio el personaje que orientó la búsqueda fue William González Peñuela, alias el Flaco, contador y secretario privado de Gilberto Rodríguez, quien manejaba una sofisticada manera de contactarse con el capo. Fueron varias semanas descifrando sus pasos, hasta delimitar las áreas en el barrio Santa Mónica, cerca de los cerros de Cali.

Aunque los Yuppies sentían que estrechaban el cerco, en algún punto Gilberto Rodríguez se les perdía del mapa. Al menos tres veces perdieron el rastro cuando iban a capturarlo. Hasta que una de las mujeres encubiertas que seguía al Flaco percibió el olor de la loción que usaba el personaje y recobraron la pista del lugar donde se ocultaba el capo: una casa de dos pisos. Entonces salió a relucir la persistencia del cazador incisivo, el general Serrano. Milímetro a milímetro identificando muros falsos o compartimentos ocultos en los que se escondían con pipetas de oxígeno. Hasta que detrás de un armario, agachado y con tres pistolas, cayó Gilberto Rodríguez.

Ese viernes 9 de junio de 1995, el más aliviado con la noticia fue el presidente Ernesto Samper, quien comentó: “Este es el principio del fin del cartel de Cali”. Sin embargo, la situación era un poco esquizofrénica. “El sentimiento era bipolar. Se había dado el golpe, pero por esos mismos días el ministro Fernando Botero Zea arrastraba su suerte por el narcoescándalo”, comentó una persona que conoció de cerca el difícil entorno político. Eran sentimientos encontrados porque Botero siempre estuvo atento a los operativos, aunque comenzaba a caer en desgracia. El general (r) Naranjo dice que Serrano les transmitía la presión del Gobierno, los medios y la DEA.

La captura de Gilberto Rodríguez rescató la maltrecha gobernabilidad de Ernesto Samper, afectada por el terremoto del 8.000. Vinieron días de tensión política por la captura del tesorero de la campaña presidencial, Santiago Medina Serna, y, al día siguiente, la del ministro Botero. Era una carrera contra el tiempo. Los réditos de la caída del Ajedrecista parecían agotarse. Pero más que nada pesaba entre los Yuppies la frustración de un fallido operativo contra Miguel Rodríguez en un apartamento al occidente de Cali, donde el capo estuvo oculto en una caleta debajo de un lavamanos, pero logró salir, herido por un taladro, gracias a la ayuda de un policía.

El sábado 5 de agosto de 1995 llegó la revancha. Una fuente humana informó a Serrano que Miguel Rodríguez estaba en el edificio Hacienda Buenos Aires en el barrio Normandía, al pie del cerro de las Tres Cruces. El problema era que el edificio tenía 18 pisos. Entonces, como relata el general (r) Serrano en su libro Jaque mate, llegó el milagro. Desde el cerro, en medio de la oscuridad, solo se advertía la luz de una veladora. Fue la señal inequívoca de que un capo, que era devoto de la Virgen del Carmen, estaba a punto de caer. A las 4:30 de la mañana, un grupo de asalto lo sorprendió en calzoncillos y a punto de entrar a su caleta.

Ese fin de semana la noticia iban a ser las grabaciones de una conversación entre Elizabeth Montoya, o la Monita retrechera, y el entonces candidato Ernesto Samper sobre otros extraños dineros para su campaña política. Pero la captura de Miguel Rodríguez cambió la película. “Creo que muchos en el Gobierno respiraron, porque en medio de los cuestionamientos del 8.000, el Ejecutivo se dio el lujo de poner a los capos del cartel de Cali en manos de la justicia”, señala una de las fuentes consultadas. Días antes, en Bogotá, había caído también el tercer hombre de la organización, José Chepe Santacruz Londoño.

Muchos detalles quedaron al margen de la versión oficial. Pero fueron cruciales para el exitoso desenlace. Uno de ellos fue la detención del contador del cartel de Cali, Guillermo Pallomari. “Ese individuo era el oráculo de la organización. Tenía toda la información financiera y contable, los contactos, las rutas, y fue el Ejército el que propinó ese golpe”, aclara el general (r) Óscar Naranjo para significar que, en este caso, el mérito es del coronel (r) Carlos Alfonso Velásquez, a quien califica como “un hombre íntegro y admirable que se expuso a las amenazas y a los ataques jurídicos, hasta que le cobraron venganza con el señuelo de una mujer y lo sacaron del juego”.

Con el desplome del cartel de Cali y el alud de los sucesos políticos, cada vez más frenéticos, se entró en una especie de zona de confort judicial que le hizo creer al país que las principales fuentes del narcotráfico estaban controladas. No obstante, lo que empezaba a gestarse fue una diáspora de carteles menos poderosos o famosos, pero territorialmente muy agresivos. El cartel del norte del Valle, el cartel de la Costa Atlántica y hasta una organización criminal que no tenía la catadura de cartel, pero que era fundamental en el tráfico de insumos químicos y la infraestructura de los laboratorios para el procesamiento de coca en los Llanos Orientales.

La extradición fue restablecida en 1997 y tiempo después vinieron nuevas guerras del narcotráfico. Un cuarto de siglo después de estos acontecimientos la reflexión es del general (r) Óscar Naranjo: “Creo que Colombia no fracasó, porque evitó que hubiera un narcoestado. El propósito de Escobar o los Rodríguez de narcotizar la institucionalidad colombiana o de que el país transitara hacia un Estado fallido nunca se dio, y eso es un éxito del Estado. Años más tarde el Plan Colombia fortaleció las instituciones de seguridad y Fuerza Pública, lo que condujo a una transformación institucional que también debe tenerse en cuenta”.

En cuanto al dilema de la oferta y la demanda, el mundo sigue en un punto ciego. “Es como permanecer en una bicicleta estática donde se hace mucho, pero el paisaje no cambia”, puntualiza Naranjo. De cualquier modo, en las memorias de Colombia, siempre habrá un lugar para recordar aquellos días de doble carrera contra el reloj. De un lado, la fiscalía de Alfonso Valdivieso Sarmiento en la redada del 8.000, tratando de cortar los nexos entre el narcotráfico y la sociedad colombiana, y del otro, los Yuppies del general (r) Serrano en sus labores de inteligencia que permitieron cerrar un capítulo nefasto, pero que sigue dejando secuelas en todo el Valle del Cauca.

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