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A veces Fátima* piensa en ser niña. Ya saben, correr entre carcajadas, saltar, jugar sin mirar el reloj. Dice que volvería en especial al momento en que podía disfrutar de cosas tan sencillas como mirar la lluvia. A sus doce años, soñaba con que algún día iba a ser doctora, arquitecta o profesora como José*. Él era un hombre mayor, respetado en su comunidad, profesor universitario y funcionario público de la entidad encargada de cuidar a la niñez en Guatemala, su país natal. José le daba regalos, le ayudaba con dinero a su familia, de pocos recursos económicos, y le compraba los cuadernos del colegio. Eso, pensaba ella, era lo mejor, porque a Fátima le encantaba estudiar.
Una noche, José irrumpió en la habitación donde Fátima dormía y abusó sexualmente de ella. Tres meses después, Fátima descubrió que estaba embarazada y, junto con su madre, denunció a José, pero la Policía nunca lo encontró. Luego se sabría que los contactos de este hombre con las autoridades le habían alertado de su posible detención. Varios funcionarios conocieron su caso y también los graves impactos que el embarazo y el abuso trajeron a la vida de Fátima, pero nada de eso resultó suficiente para que le ayudaran a interrumpir de forma legal y segura ese embarazo, ni tampoco para que le brindaran ayuda psicológica.
Al tiempo que crecía su estómago, se agitaron en su mente ideas suicidas. Fátima no volvió al colegio porque no quería sufrir más discriminación. Finalmente, dio a luz a un bebé. “Yo no deseaba ser madre, solo niña. Tuve a mi hijo cuando tenía trece años. Mi mamá se encargó de él, porque me costó al menos un año verlo como parte de mí y no como parte de la agresión que había sufrido. Aún sigo en ese proceso largo de sanación y reconocimiento, porque él no tiene la culpa de lo que padecí”, dice con voz segura y elocuente, mientras recuerda el momento en que su madre le contó que el médico alcanzó a decirle que era probable que no sobreviviera al parto: “Le dijeron, ´señora esté preparada para lo peor´, porque yo no respondía. Fue una situación difícil, también para mi mamá, la única que llevaba sustento a la casa, cuidando de mí, mis hermanos y de un recién nacido”.
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Con apenas 25 años, Fátima dice que ya lleva mucho luchando por justicia. Y no solo se refiere a que su agresor nunca ha sido detenido ni juzgado en su país. Para ella la justicia va más allá: “Yo quiero marcar un precedente para que muchas niñas y mujeres que están pasando o pasaron por lo mismo no se queden calladas, quiero luchar porque estos crímenes no sean la constante de nuestra región. Busco que las niñas y mujeres podamos algún día dejar de ser víctimas para ser personas plenas, con el mismo derecho a soñar que cualquiera, y no abusadas ni forzadas a ser madres”.
Su caso es emblemático en Latinoamérica y el Caribe, y de hecho fue uno de los cinco que se presentaron, entre 2019 y 2020, ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas para que los Estados cumplan su obligación de proteger la salud, la vida y los derechos de las niñas de esta región. Lo presentó el movimiento regional Niñas, no Madres, liderado por las organizaciones internacionales Planned Parenthood Global, Centro de Derechos Reproductivos, Mujeres Transformando el Mundo, Amnistía Internacional, Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) y el Consorcio Latinoamericano contra el Aborto Inseguro (Clacai), entre otras, que continúan a la espera de un pronunciamiento.
Una campaña, con litigio estratégico e investigativo, que se lanzó en 2016 y que, al menos, a Fátima, de la mano de la organización Mujeres Transformando el Mundo, le devolvió la vida: “Esa campaña me salvó porque yo en ese entonces ni siquiera podía pensar en ese tema. Después de ir y seguir yendo al psicólogo puedo hablarlo tranquila”, dice.
Su situación no es excepcional. No fue solo Fátima. También fue Camila*, una niña peruana violada reiteradamente por su padre desde que tenía nueve años, y quien, cuando sufrió un aborto espontáneo, pasó de ser víctima a victimaria. Fue Lucía*, en Nicaragua, violada por un sacerdote y obligada a dar a luz. Fue Norma*, en Ecuador, quien enfrentó a sus doce años la negligencia de las autoridades que permitieron que volviera a vivir con su padre biológico, maltratador de su madre y violador de ella y de su prima. Norma quedó embarazada y también fue obligada a una maternidad que no había deseado.
Es el caso de cientos de niñas colombianas. Solo en el segundo trimestre de 2021 hubo un incremento del 22,2 % de los nacimientos en niñas menores de 14 años, en comparación con el mismo período de 2020, de acuerdo con las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Eso quiere decir que, entre julio y septiembre de este año 2021, 1.156 niñas menores de 14 años parieron; 210 más a las niñas de esa edad que lo hicieron en el mismo período de 2020. Para las mujeres de 14 a 19 años también hubo un aumento anual: 26.405, mientras que en 2020 hubo 24.849 nacimientos.
Las cifras de parto en niñas en Colombia antes de la pandemia ya eran alarmantes. En 2018, 15 niñas se convertían en madres al día. Para Marianny Sánchez, subdirectora de comunicaciones para América Latin de Planned Parenthood Global, se trata de una “epidemia silenciosa”. “Las maternidades forzadas son una de las formas de violencia por razón de género más sistemáticas de la región. Es un problema de salud pública. América Latina y el Caribe es la única región del mundo en donde los partos de niñas menores de 14 años siguen aumentando. Y alrededor del 80 % de embarazos de niñas menores de 15 años son producto de violaciones”, expresa Marianny.
Partos que, además, representan un enorme riesgo a la salud emocional y física. “Una niña que queda en embarazo tiene cuatro veces más riesgo de presentar complicaciones en el embarazo que una mujer adulta. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dice que de dos millones de niñas menores de 15 años que paren en el mundo, 70.000 de ellas mueren por el embarazo. Por algo tan sencillo como que el suelo pélvico no está preparado para el embarazo y hay mayor riesgo de preclamsia, que aumenta el riesgo de mortalidad materna”, refiere Marianny.
Pero, claro, esta realidad tiene impactos más profundos. Los impactos emocionales son tan hondos como imperceptibles. En Guatemala, el estudio “Vidas silenciadas” indagó la relación de las maternidades forzadas con los suicidios de menores. “Es un tema doloroso de hablar, pero hay que hablarlo. Un gran número de niñas a quienes se les ha forzado a mantener embarazos producto de violaciones ha considerado quitarse la vida propia y algunas lo han cometido. Porque no ven futuro posible teniendo que recordar en sus cuerpos las consecuencias de las violencias sexuales y no ven una posibilidad de habitar el mundo”.
Esto sin contar que, en la mayor parte de países de América Latina, más del 90 %, el aborto es legal en alguna causal o contexto como la violación. En el caso de Guatemala, por ejemplo, está previsto en que se pueda practicar el aborto terapéutico legal para salvaguardar la vida de las mujeres o niñas. Lo mismo contempla Colombia, desde 2006, donde es legal acceder a un aborto en tres condiciones: riesgo de vida de la madre, malformación del feto o violación.
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El problema, como bien lo plantea Marianny, es que los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y niñas están planteados de forma tan abstracta en las normatividades que quedan sujetos a las interpretaciones y objeciones de consciencia de los prestadores de salud o funcionarios encargados de aplicar las rutas de atención, que en la práctica se convierten en trabas suficientemente poderosas para que las niñas y mujeres, en especial de muy escasos recursos o escolaridad, se vean forzadas a continuar con embarazos no deseados o producto de violaciones.
Esa es una de las razones por las cuales Causa Justa, movimiento de más de 90 organizaciones y colectivos de mujeres , lleva de regreso el tema a la Corte Constitucional en busca de la despenalización total del aborto, haciendo que sea eliminado como delito en el Código Penal, y que se reconozca su protección como un derecho y un servicio de salud que debe ser gratuito y seguro. Lo inédito es que la demanda está en un momento decisivo. Hay dos ponencias a favor de la despenalización del aborto, presentadas por magistrados hombres, que deberán ser resueltas antes de que termine noviembre. Y aunque el debate apenas empezó, ya se conocen las posturas de la mayoría de los togados en expedientes anteriores y se sabe que el desempate a favor o en contra estaría en manos de una mujer.
El tema ha sacudido y resonado con fuerza en las redes sociales y hasta Fátima, desde su casa, en una zona semirrural de Guatemala, opina que la despenalización del aborto en Colombia sería muy importante para la región: “Yo estoy a favor del aborto legal y seguro, porque creo que es una oportunidad para decidir sobre nuestras vidas, máxime en una situación de violencia en donde definitivamente no estás en condiciones de traer un hijo al mundo. También creo que los derechos sexuales y reproductivos, como una educación sexual de calidad, deben integrarse a la vida humana sin tabú”.
Fátima y Marianny saben que la solución a las maternidades tempranas no es solo el aborto, pues todavía les debemos a las niñas un cambio cultural profundo que sacuda imaginarios que siguen vigentes, como la sexualización de sus cuerpos desde temprana edad o la romantización de la maternidad: eso de pensar que toda niña es una madre en potencia cuando ni siquiera ha terminado su proceso identitario y lo más probable es que solo quiera ser niña un día más.
*La identidad fue reservada por razones de seguridad e intimidad.