¿Quién protege los bienes de los desaparecidos forzadamente?
El caso de Miguel Ángel Díaz, militante desaparecido en 1984 por agentes del Estado, reabre esta discusión, “ad portas” de que la Corte IDH se pronuncie sobre el exterminio de la Unión Patriótica.
Natalia Herrera Durán
Al centro-occidente de Bogotá, en la fachada de una casa construida en los años 70, reposa un letrero que reza: “Esta casa, patrimonio de la familia de Miguel Ángel Díaz Martínez, desaparecido por el Estado colombiano, resguarda su lucha, su memoria y aquí esperamos su regreso. Cual mercaderes y traficantes del dolor, nos las quieren arrebatar. Los derechos de los desaparecidos no se negocian, se respetan”.
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Al centro-occidente de Bogotá, en la fachada de una casa construida en los años 70, reposa un letrero que reza: “Esta casa, patrimonio de la familia de Miguel Ángel Díaz Martínez, desaparecido por el Estado colombiano, resguarda su lucha, su memoria y aquí esperamos su regreso. Cual mercaderes y traficantes del dolor, nos las quieren arrebatar. Los derechos de los desaparecidos no se negocian, se respetan”.
La placa, tallada en piedra muñeca, la pusieron sus familiares y amigos el 5 de septiembre de 2014, a treinta años del día en que Miguel Ángel Díaz y Faustino López fueron desaparecidos forzadamente por agentes del DAS en Puerto Boyacá, en el Magdalena Medio, donde se estaba configurando el proyecto paramilitar que luego se extendió por todo el país. Ese día, se dirigieron a la oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Puerto Boyacá (Boyacá) para legalizar la escritura de una casa de propiedad del Partido Comunista. Pero, al mediodía, cuando Miguel Ángel fue a recoger la escritura, fue introducido a la fuerza en un carro Renault 12, al que seguía una motocicleta roja conducida por Jorge Luis Barrero, detective rural del DAS. Siete horas después, cuatro encapuchados y el agente Barrero irrumpieron en el apartamento de Faustino, de donde lo sacaron en un costal y lo subieron a un carro.
Por estos hechos, el Juzgado Primero Penal del Circuito de Tunja, el 29 de mayo de 1986, condenó por el delito de secuestro simple al agente Jorge Luis Barrero, capturado el 17 de julio de 1987 y recluido en la cárcel El Barne, hasta el 27 de febrero de 1990, cuando fue puesto en libertad por pena cumplida. Pero hoy, 38 años después, aún no se ha investigado ni juzgado a los autores intelectuales que ordenaron el asesinato, ni en la justicia ordinaria ni en la transicional. Miguel Ángel Díaz Martínez era un dirigente sindical, militante del Partido Comunista, que ayudó a organizar a los trabajadores de varias entidades del Estado para reivindicar sus derechos laborales.
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Tenía 32 años y, poco antes de que lo desaparecieran, hizo parte de la toma del Ministerio del Trabajo más importante de 1984, que logró la negociación sobre la vigencia de la carrera administrativa y la carrera del poder Judicial, que permitió mayor estabilidad laboral en las entidades del Estado. A la par de su trabajo sindical, Miguel Ángel Díaz también dedicaba tiempo a su militancia política y, como miembro del Partido Comunista, ayudó a perfilar el proyecto político que iba tomando forma a raíz de la tregua de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc: la Unión Patriótica.
Un partido político que, de acuerdo con los hallazgos entregados hace menos de un mes por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), tuvo más de 8.300 víctimas; 5.733 de estos casos fueron asesinatos y desapariciones forzadas de militantes y simpatizantes. Un “plan sistemático y generalizado de exterminio”, como ha sido señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que configuró un “genocidio político”, que según la CEV buscaba “disminuir la incidencia del poder del partido que suponía una esperanza de cambio, en el contexto de un incipiente acuerdo de paz con las Farc en 1985, limitando sus posibilidades de acción y participación democrática, atacando sus bases organizativas y eliminando sus liderazgos en cabeza de alcaldes, concejales, congresistas, senadores y hasta dos candidatos presidenciales, además de militantes y familiares”. Crímenes, de acuerdo con el Informe final de esta entidad, perpetrados en un 69 % por paramilitares con la anuencia o participación directa de agentes del Estado.
La desaparición forzada de Miguel Ángel marcó el vaticinio trágico de lo que vendría con los militantes o simpatizantes de la UP en el país. Así como es un ejemplo doloroso de lo que ocurrió en cientos de estas familias, la mayoría a la cabeza de mujeres que, para los casos de desaparición forzada, lideraron la búsqueda de sus familiares. Luisa Fernanda Díaz Mancilla, su hija, rememora esos días azarosos en que la desaparición de su padre las privó de todo, incluso de ser niñas. Debían ser “grandes”, aunque la mayor tenía diez años, la que seguía, ocho, y la menor, veinte meses, mientras su madre trabajaba y buscaba a su padre, en un contexto de violencia extrema que, al final, las arrojó al exilio: “Muchas veces esperamos a mi mami encerradas en el baño por el miedo que teníamos, mientras ella asistía al entierro de uno y otro compañero de la UP, o recibíamos llamadas a la casa intimidantes que decían que nos iban a matar si seguíamos con la búsqueda de mi papi”.
Muchas veces esperamos a mi mami encerradas en el baño por el miedo que teníamos, mientras ella asistía al entierro de uno y otro compañero de la UP, o recibíamos llamadas a la casa intimidantes que decían que nos iban a matar si seguíamos con la búsqueda de mi papi”.
Luisa Fernanda, hija de Miguel Ángel Díaz, desaparecido por el DAS en 1984.
Gloria María Mancilla, su esposa, recuerda también esos años de enorme incertidumbre: “A mí me tocaba correr con tres niñas. Debía trabajar para sacarlas adelante y, al tiempo, buscar a Miguel Ángel, mientras me defendía de las amenazas de muerte que llegaban por seguir buscándolo y acudía a juzgados para hacer valer sus derechos laborales”. Gloria se refiere al final a otro atropello que ya habían padecido antes de la desaparición de su esposo.
En septiembre de 1979, Miguel Ángel Díaz fue declarado insubsistente de su cargo en el Instituto Colombiano de Cultura, junto a su esposa, por participar en el paro nacional de trabajadores del Estado. Ocho años después, el 7 de octubre de 1987, el Tribunal Contencioso Administrativo de Cundinamarca les dio la razón y ordenó el reintegro de Miguel Ángel a su cargo. Pero él no asistió, llevaba tres años desaparecido. Por no presentarse, el entonces director de Colcultura revocó el reintegro y lo despidió.
En medio de todas las dificultades derivadas de la desaparición forzada de su esposo, Gloria Mancilla empezó a atrasarse en el pago de la casa que había adquirido con su esposo a través de un crédito con la entidad, que hoy equivale al Fondo Nacional del Ahorro (FNA). Años después, esta entidad inició un proceso de embargo que terminó el 12 de mayo de 2011, cuando la mitad de la casa fue rematada. Ese día, el juez recibió en sobre cerrado doce ofertas. Pero solo una prometía una suma de $40 millones por la mitad de la casa; las otras once contenían una hoja con el rostro de Miguel Ángel y un letrero que decía: “Los bienes de los desaparecidos no se rematan”. Por si fuera poco, más adelante el Estado decidió que la familia Díaz Mancilla no podía hacer parte del programa administrativo de reparación a víctimas, con el argumento de que la desaparición de Miguel Ángel ocurrió antes de 1985.
Por todo lo que han vivido, la familia presentó su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En el estudio del exterminio de la Unión Patriótica, que está a la espera de un fallo por parte de la Corte IDH después de dos décadas, se individualizó a 2.444 víctimas de la UP y se establecieron cien casos representativos, de un universo de al menos 6.500 víctimas. El caso de Miguel Ángel es uno de esos cien y su familia está a la espera de un pronunciamiento para que, entre otras medidas reparadoras, se devuelva la mitad de la casa que ya fue rematada.
Pero este año, por la presión de la persona que compró la mitad de la casa, el proceso de remate de la otra mitad se ha acelerado y hasta la Corte Constitucional avaló el procedimiento en segunda instancia, con argumentos formales, que no dimensionan por lo que ha pasado esta familia. Por eso, a la espera de la fecha del remate de la otra mitad de la casa, Gloria Mancilla y su hija Luisa Fernanda han empezado a empacar las pertenencias que no han tocado en cuarenta años. No quieren que una nueva decisión arbitraria las coja por sorpresa. “Para nosotras esa casa no es un bien comercial, es un espacio de memoria de todo lo que han pasado las familias perseguidas hasta el exterminio por pensar políticamente distinto. Es deber del Estado proteger los derechos económicos y sociales impactados como consecuencia de la desaparición forzada”, concluye Luisa Fernanda.
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