Retrato de una región controlada por las Agc, al mando de “Otoniel”
El Espectador estuvo en una zona del Bajo Atrato chocoano, donde los pueblos negros e indígenas padecen el dominio de esta estructura armada conocida también como el Clan del Golfo, que se percibe fortalecida pese a la privación de libertad de Otoniel, su máximo comandante, quien desde una celda en Bogotá ha empezado a contarle a la justicia transicional cómo y por qué construyó su poderío ilegal. Las comunidades piden que no extraditen su verdad.
Natalia Herrera Durán
“Esto sigue lo mismo”. Esta frase, pronunciada en voz baja por un habitante del Bajo Atrato chocoano, después de pasar por dos controles de la Armada a unos cuarenta minutos de Turbo (Antioquia), resume el drama de esta región. En el corregimiento de Bocas del Atrato viven cerca de 350 personas. La lancha de motor detiene casi por completo la marcha para pasar frente a sus casas de madera, algunas vistosas, de colores vivos y vidrios de espejos. “Si ve, ahí está el punto con el radio pa avisar”, advierte mientras señala a un afro robusto, de camiseta negra y jean, que no deja de observar desde el tablón de un quiosco. La orden es clara, todos la conocen. Hay que pasar despacio para no hacer mucho oleaje, y para que los llamados puntos (paramilitares de las Agc) sepan quién entra a las cuencas hidrográficas del departamento del Chocó.
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“Esto sigue lo mismo”. Esta frase, pronunciada en voz baja por un habitante del Bajo Atrato chocoano, después de pasar por dos controles de la Armada a unos cuarenta minutos de Turbo (Antioquia), resume el drama de esta región. En el corregimiento de Bocas del Atrato viven cerca de 350 personas. La lancha de motor detiene casi por completo la marcha para pasar frente a sus casas de madera, algunas vistosas, de colores vivos y vidrios de espejos. “Si ve, ahí está el punto con el radio pa avisar”, advierte mientras señala a un afro robusto, de camiseta negra y jean, que no deja de observar desde el tablón de un quiosco. La orden es clara, todos la conocen. Hay que pasar despacio para no hacer mucho oleaje, y para que los llamados puntos (paramilitares de las Agc) sepan quién entra a las cuencas hidrográficas del departamento del Chocó.
Es el control estratégico que las Agc mantienen en este lugar del Golfo de Urabá, donde el tráfico de migrantes irregulares, la cocaína y las armas suman en la antesala de los caminos hacia Panamá y Centroamérica. Sin embargo, no es nuevo, como lo reconoce el arzobispo de Apartadó, monseñor Hugo Alberto Torres. El Gobierno los llama el Clan del Golfo, subrayando su origen y su perfil narcotraficante, pero en los grafitis que se leen en postes y paredes se repite una sigla: Agc (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). De acuerdo con los pobladores, las organizaciones sociales y entidades como la Defensoría del Pueblo, así decidieron llamarse hace trece años, cuando entró en reversa el proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) en la era de Uribe.
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Algunos dejaron las armas, pero otros simplemente cambiaron de sigla. Dairo Antonio Úsuga, conocido como Otoniel, fue uno de ellos. Lo hizo después de una larga trayectoria en las armas. Empezó en la guerrilla del Epl, pasó por el cartel de Medellín y terminó en las filas de las autodefensas. El 23 de octubre de 2021 fue capturado, aunque él insiste en que fue una entrega voluntaria. Cuatro meses después de su detención, mientras persiste el forcejeo con el Gobierno, que no ve con buenos ojos que la Comisión de la Verdad quiera escucharlo antes de ser extraditado o que eventualmente quede bajo la órbita de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), en los territorios donde fungió como amo y señor, todo sigue igual. En el Golfo de Urabá y el Bajo Atrato siguen mandando sus aliados.
A pesar de la promesa del Gobierno y la Policía de que la detención de Otoniel marcaría el fin de esta estructura armada ilegal, la realidad es otra. Lo que se vive a diario en la región es una “paz tensa”. Si bien no hay enfrentamientos armados entre las Agc, el Ejército, el Eln y disidencias de las Farc, como sí los hay no muy lejos, en el medio y alto Atrato en el Chocó, con una grave crisis humanitaria, aquí impera la ley del silencio. Nadie habla en voz alta sobre el confinamiento, la siembra exponencial de coca, el reclutamiento forzado de menores ni el control absoluto de todo por parte de las Agc, incluidos los cuerpos de las mujeres y niñas, que son vistas como objetos sexuales para saciar los deseos de los armados y sus compinches. Muchas han sido violentadas sin sanción alguna en los últimos diez años.
Nadie habla en voz alta sobre el confinamiento, la siembra exponencial de coca, el reclutamiento forzado de menores ni el control absoluto de todo por parte de las Agc, incluidos los cuerpos de las mujeres y niñas, que son vistas como objetos sexuales para saciar los deseos de los armados y sus compinches.
“Hasta el mercado nos controlan. A uno de campesino no lo dejan comprar más de cierta cantidad, porque dicen que puede ser para alimentar a la guerrilla, aunque saben que ellos no andan por acá”, comenta un poblador cuando arribamos a La Tapa, otro corregimiento habilitado para el comercio de bienes en esta zona selvática. Un enclave de comercio donde se ven algunos afiches de la campaña electoral de este año, en especial de los partidos Liberal y Cambio Radical. Así como se perciben apilados, en lotes, maderos aserrados que son testigos mudos de las dinámicas de deforestación de los bosques de guandales y cativales en el Parque Nacional Natural los Katíos, también controlado por las Agc. Allí también se ven los puntos: hombres vestidos de civil, generalmente con camiseta negra, llevan radios de comunicaciones en la mano, miran con atención y reportan cualquier movimiento que consideren sospechoso.
La llegada a La Tapa de una caravana de 150 personas en cinco lanchas rápidas carpadas con delegados nacionales e internacionales y banderas blancas de Brigadas Internacionales de Paz (PBI, por sus siglas en inglés) no pasó desapercibida. Representantes de las embajadas de Noruega y Suecia, líderes sociales amenazados de diversos lugares del país, víctimas campesinas, indígenas, afros, exmilitares, exguerrilleros, exparamilitares, invitados estadounidenses, documentalistas y periodistas acudieron a este rincón de Colombia para dar ideas de cómo conjurar la crisis humanitaria. Un proceso de escucha que dejó en evidencia que la paz sigue siendo muy esquiva. Hace 25 años, las comunidades negras de Cacarica y Salaquí se vieron atrapadas por los tentáculos de una guerra que no los suelta.
Dos ofensivas militares, del 24 al 27 de febrero de 1997, provocaron un éxodo de supervivencia. La Operación Génesis, al mando de la Brigada 17 del Ejército y la acción Cacarica, desplegada por las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). Operaciones coordinadas para replegar al frente 57 de las Farc, que dejó 86 personas muertas. También se desplazaron cerca de 3.500, entre ellas 250 menores de edad. El 20 de noviembre de 2013, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por este capítulo de connivencia e impunidad. En 2002, un grupo de personas retornó a sus tierras y tiempo después se reconoció su titularidad colectiva sobre 103.024 hectáreas en la cuenca de Cacarica.
En ese proceso cobró vida el Consejo Comunitario de Comunidades de Autodeterminación, Vida y Dignidad de Cacarica (Cavida), para regentar los destinos de un territorio que limita al norte con el Parque Nacional Natural los Katíos, al sur con el Consejo Comunitario de Salaquí, al oriente con el río Atrato y al occidente con Panamá. Un espacio de determinación que colinda con los resguardos indígenas Perancho, Peranchito y La Raya (de los pueblos embera-chamí-katío y wounaan), dividido en cinco subcuencas (Balsas, La Raya, Perancho, Bijao y Peranchito), que acoge a 23 comunidades negras y dos zonas humanitarias: Nueva Vida y Nueva Esperanza en Dios.
“Cuando salimos de nuestras tierras desplazados, dos empresas madereras entraron e hicieron de las suyas. Si nos demoramos más en retornar nos quedamos sin bosque”, cuenta Ana del Carmen Martínez, una mujer afro, delgada, de 59 años y mirada profunda, que retornó por esos días y hoy es una de las coordinadoras de Cavida. Su versión coincide con la que entregaron a los tribunales de Justicia y Paz varios de los comandantes paramilitares como Fredy Rendón Herrera, conocido como el Alemán, y Dairon Mendoza Caraballo, o Rogelio. Según ellos, la empresa Maderas del Darién prestó frecuencias de comunicación para la incursión paramilitar en el Cacarica y fueron aportantes económicos de las autodefensas.
En 2001, según los testimonios entregados a Justicia y Paz, entró la siembra extensiva de banano tipo baby a esa cuenca y se proyectó la siembra de palma aceitera, caucho y cacao por parte de la Comercializadora Internacional Multifruits S.A., en la que tuvieron presencia directiva paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas de las autodefensas, y en la que además intervino Juan Manuel Campo Eljach, en calidad de representante legal. El representante a la Cámara por el Partido Conservador, entre 2012 y 2014, terminó llamado a juicio por la Fiscalía en 2018, pero a la fecha no se conoce ningún avance judicial. En contraste, las Agc heredaron el control territorial en esta región, donde se dio una pausa humanitaria en la última semana de febrero para escuchar a las comunidades en el séptimo Festival de Memorias que se realizó en la zona humanitaria Nueva Esperanza en Dios.
Para llegar allí hay que caminar casi dos horas y pasar por El Limón, donde el asedio de las Agc salta a la vista. Al paso de la comitiva humanitaria, se subió al tope el volumen de un bafle picó con reguetón, mientras se veía a algunos hombres tomar whiskey costoso a pico de botella. Las delegadas de las brigadas internacionales de paz y las mujeres de la comunidad, visiblemente nerviosas, pidieron no entrar al caserío donde estaba previsto ese día un campeonato de fútbol con premios de hasta $3 millones. La orden fue pasar rápido, bordeándolo hasta llegar a la zona humanitaria, demarcada e identificada con vallas que advierten que no se permite entrar a ningún actor armado, legal o ilegal. También hay letreros visibles de colores con exaltación de los principios que forjan: verdad, libertad, justicia, solidaridad y fraternidad. Es un área de cerca de tres hectáreas, con cincuenta casas de madera de una planta, dos tiendas, un quiosco de música, un comedor comunal, un auditorio, una cancha de fútbol que se anega en el invierno y un puesto de salud con algunos analgésicos que no fueron suficientes para salvarle la vida hace un año a Escarlen, la hija de nueve años de Érika Orejuela, una de las integrantes de este consejo comunitario.
“En esta región las operaciones armadas de estructuras armadas, como las Agc, son evidentes. Pero también lo son las iniciativas de resistencia de la población para que se apliquen las normas del derecho internacional humanitario. Y que esta estructura armada las respete y se abstenga de atentar contra los integrantes de la organización Cavida”, señala Danilo Rueda, coordinador nacional de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP), organización de defensa de los derechos humanos que acompaña desde hace 25 años a estas comunidades. Sabe que la zozobra continúa, pero también que han aprendido a tender lazos. Incluso con el general Rito Alejo del Río, quien, al mando de la Brigada 17, orientó la Operación Génesis en 1997. En esta nueva versión del Festival de las Memorias, luego de tres años de intentos y cartas enviadas por las comunidades del Bajo Atrato chocoano, el general en retiro envío un mensaje en un video de dos minutos.
“En esta región las operaciones armadas de estructuras armadas, como las Agc, son evidentes. Pero también lo son las iniciativas de resistencia de la población para que se apliquen las normas del derecho internacional humanitario”.
Danilo Rueda, coordinador nacional de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP).
“Mi intención era poder estar con ustedes, poder dialogar con las comunidades y en el momento que supere estos problemas de salud, créanme que estaré allá para aclarar las situaciones que se han presentado y se siguen presentando, para que por fin esa comunidad pueda vivir en sana paz”, expresó el general Del Río. Condenado a 25 años y diez meses de prisión por nexos con el paramilitarismo y la muerte de Marino López, uno de los líderes de la comunidad de Cacarica, el general en retiro hoy está sometido a la JEP y tiene libertad condicionada desde 2017.
Las cartas de estas comunidades han sido también un instrumento poderoso para que las mujeres de la comunidad de Cacarica enfrenten a las Agc, que no cesan en sus intimidaciones. “No sabemos cómo hemos sacado fuerza, pero hemos ido hasta ellos a leerles, a decirles lo que sentimos”, contó Ana del Carmen Martínez y leyó un fragmento de la carta pública 33, por la que, según ella, varios de los hombres armados lloraron como niños, y terminaron con el corazón desarmado:
“A nosotras nos causa dolor de patria la muerte violenta. Hoy como mujeres expresamos nuestra preocupación por los integrantes de sus grupos, por sus mandos, sobre su presente, y futuro. ¿Qué quieren para sus vidas? ¿Qué es lo que desean para sus núcleos de amor, sus familias? ¿Qué quieren para el país? ¿Qué es hoy honor militar, ascenso militar con medios cuestionables para lograrlos? ¿Qué es aprovecharse de la guerra o fomentarla para asegurar tierras y negocios? Nuestra invitación como mujeres negras, indígenas o campesinas es buscar salidas honrando la vida”.
Para Ana del Carmen Martínez y los integrantes de Cavida, después de 25 años de buscar acuerdos humanitarios con actores armados en su territorio, el diálogo y la verdad son fundamentales para la paz real. Por eso, a pesar de las violencias vividas, no consideran absurdo que haya acercamientos de paz con las Agc para desmovilizar sus estructuras. Y reiteran su petición al Gobierno y a la justicia de no extraditar a Otoniel ni a Carlos Mario Tuberquia, conocido como Nicolás, preso desde 2018. “¿Qué sentido tiene que se los lleven? Necesitamos sus verdades y gestiones para que la guerra termine. ¿Por qué las afectaciones del narcotráfico en Estados Unidos son más importantes que la vida de los afros, indígenas y campesinos que padecemos la violencia?”, pregunta Ana del Carmen Martínez.
“¿Qué sentido tiene que se los lleven? Necesitamos sus verdades y gestiones para que la guerra termine. ¿Por qué las afectaciones del narcotráfico en Estados Unidos son más importantes que la vida de los afros, indígenas y campesinos que padecemos la violencia?”.
Ana del Carmen Martínez, víctima de la Operación Génesis.
Para Danilo Rueda, los aportes a la justicia de Otoniel y Nicolás son una oportunidad para que el país conozca qué ha pasado detrás de este fenómeno que nació después del fracaso en el proceso de desmovilización de las Auc. “¿Por qué se gestaron las Agc? ¿Qué sectores militares, políticos, empresariales y policiales de alto nivel están detrás de estas operaciones armadas que hoy tienen asediado al departamento de Chocó? ¿A quiénes interesa prolongar una disputa armada que río Atrato arriba libran también estructuras de la guerrilla del Eln y disidencias de las Farc? Si la paz pasa por la verdad, las extradiciones de estos comandantes deben evitarse”, señala Rueda.
Hace apenas un día El Espectador reveló detalles del acuerdo de sometimiento que suscribió Otoniel en la JEP y su voluntad para ser gestor de la desmovilización de las Agc y ayudar con la reparación colectiva de las víctimas y reclamantes de tierras asesinados, en especial en Urabá, Córdoba y Chocó. En diligencias ante la Comisión de la Verdad y la JEP, este comandante de cincuenta años ha dejado ver que tiene información sobre el conflicto armado y sus causas. Ya testificó, por ejemplo, qué sabe de Leonardo Barrero Gordillo, general retirado del Ejército, el general en retiro Henry Torres Escalante y el general activo Wilson Chawez Mahecha.
“Me concerté para delinquir con civiles, empresarios, exintegrantes de las Auc, políticos, militares y exmilitares de las regiones de Urabá y Córdoba para financiar, promover y auspiciar la conformación de estructuras sucesoras del paramilitarismo en Urabá, Chocó y Córdoba desde 2007 y hasta 2009, que posteriormente dieron origen a las Agc y que llega a la época actual”, se lee en un apartado de su declaración. Desde las cuencas selváticas del Bajo Atrato, donde el contraste de los lujos del narcotráfico y la pobreza muestran dos caras de la guerra, las comunidades saben que Otoniel fue su verdugo y que en sus territorios su poder sigue intacto. Pero quieren saber todas sus verdades en Colombia antes de que pague sus cuentas pendientes en Estados Unidos por sus secretos en el tráfico de cocaína.
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