Un magnicidio que sigue en la impunidad
A las 7:15 de la noche del miércoles 17 de diciembre de 1986, luego de terminar una jornada de trabajo que se vio ensombrecida por la noticia del asesinato de la corresponsal de El Espectador en Miami, Amparo Hurtado de Paz el director del diario, Guillermo Cano Isaza, salió del periódico hacia su residencia al volante de su camioneta Subaru de placas AG5000.
Redacción Ipad
Cuando redujo la velocidad del vehículo para tomar la Avenida 68 con dirección hacia el norte, un sicario le descargó una ráfaga de ametralladora a quemarropa.
Guillermo Cano perdió el control del automotor y se estrelló contra un poste del alumbrado público ubicado sobre el andén oriental de la avenida. El sonido de los disparos alertó a varios empleados del periódico que acudieron a auxiliarlo y lo condujeron de urgencia a la Clínica de la Caja Nacional de Previsión. Según el parte médico, ingresó en condición de paro cardiorrespiratorio. Fue sometido a un tratamiento de urgencia, pero a las 7:57 dejó de existir por la gravedad de las heridas causadas por ocho proyectiles de bala.
La noticia sacudió las entrañas del país y las reacciones no se hicieron esperar. Esa misma noche, el presidente Virgilio Barco expidió un comunicado a través del cual sindicó sin equívocos al narcotráfico, del que dijo obraba “sin ley, sin moral, sin Dios, sin detenerse ante nada”. Los partidos políticos, las agremiaciones del periodismo, los conglomerados económicos, las centrales obreras o las organizaciones sociales, nadie se quedó sin repudiar el crimen de un auténtico líder de la lucha por la verdad y la libertad.
Al día siguiente, la sociedad le tributó un adiós digno de su coraje. Hacia las 11 de la mañana, en el primer piso de la sede del periódico, el entonces obispo de Pereira, monseñor Darío Castrillón Hoyos ofició una misa a la que concurrieron altos funcionarios del Estado. Cuando concluyó la ceremonia, el cortejo fúnebre emprendió el recorrido entre la sede de El Espectador y el parque cementerio Jardines del Recuerdo, a través del cual centenares de espontáneos transeúntes a los lados de las vías, desde los puentes o en las ventanas de los edificios, no dejaron de batir en silencio pañuelos blancos.
En el curso del día ya estaba tomada la decisión de los medios de comunicación para rechazar la agresión de la mafia: la realización de una jornada de silencio el día viernes 19 de diciembre. Ese día, no hubo periódicos en las calles, las estaciones de radio no emitieron señales, los canales de televisión omitieron su programación cotidiana, ni siquiera las salas de cine abrieron sus puertas. En Bogotá, se realizó una marcha del silencio en la que los periodistas, sin arengas ni comentarios, desfilaron portando brazaletes negros.
Después de la jornada de luto y silencio, mientras el Gobierno ordenaba una ofensiva sin par contra los carteles de la droga, la expectativa del país quedó centrada en que las autoridades pudieran capturar a los asesinos y evitar que la impunidad volviera a abrirse paso. Sin embargo, estaba anunciado que la organización mafiosa liderada por Pablo Escobar Gaviria, no sólo le había asestado un golpe demoledor al periodismo independiente, sino que iba a hacer hasta lo imposible para que el crimen no fuera aclarado.
La evidencia salió a flote pocas semanas después, cuando el poder judicial, a través de la información derivada de la matrícula de la moto desde la cual actuaron los sicarios, logró establecer su identidad, pero de manera tardía. Ambos sujetos fueron asesinados a bala. El autor material del magnicidio, Álvaro García Saldarriaga, apareció muerto en Palmira. El rastro de sus andanzas en Bogotá y Medellín le permitió a las autoridades aclarar el hilo conductor del crimen hasta la mano asesina de Pablo Escobar y sus secuaces.
Después de varias pesquisas y cambios de despacho judicial, el expediente llegó a manos de la jueza Consuelo Sánchez Durán, quien atendiendo las evidencias recopiladas en el caso, no dudó en vincular a la cúpula del cartel de Medellín a la investigación y a ordenar la captura de sus integrantes. Pero esta tarea resultó imposible y en cambio la jueza Sánchez empezó a ser amenazada para que modificara sus conclusiones judiciales. A riesgo de su vida, la funcionaria se mantuvo firme, pero tuvo que salir al exilio.
El tiempo fue pasando con extremas dificultades, no sólo por la lentitud del poder judicial sino porque todo aquel que quiso acercarse al expediente sufrió las consecuencias. Era una época en la que la mafia de Pablo Escobar había ordenado que El Espectador no circulara en Medellín, y cuando podía sus sicarios quemaban los ejemplares que llegaban a la ciudad. El corresponsal del periódico, Carlos Mario Correa, tuvo que refugiarse en una oficina clandestina para poder reportar noticias desde la capital antioqueña.
Casi de manera solitaria, el abogado y periodista Héctor Giraldo Gálvez, recibió el respaldo de la familia Cano para que persistiera en las pesquisas judiciales. Así lo hizo y se convirtió en la mano derecha de la jueza Sánchez Durán para aclarar de dónde había salido el dinero para comprar la moto del asesinato, y quiénes estaban detrás del plan para matar a Guillermo Cano. Desafortunadamente, esta misión le costó la vida. El 29 de febrero de 1989 fue asesinado en Bogotá por los sicarios de Escobar Gaviria.
En ese momento, el expediente había llegado a manos del magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Valencia García, quien cumpliendo con su deber ratificó las decisiones que comprometían al cartel de Medellín en el magnicidio de Guillermo Cano. El 17 de agosto de 1989, 24 horas antes de que fuera asesinado el candidato presidencial Luis Carlos Galán, el magistrado Valencia fue acribillado a tiros minutos después de salir de su despacho en el centro de la ciudad. Una vez más la mafia demostraba que aún después de muerto, ahora perseguía la memoria del periodista.
Como quiera que el gobierno Barco se vio forzado a expedir un severo Estatuto Antiterrorista en 1988 para enfrentar la oleada criminal del narcotráfico, el expediente del asesinato de Guillermo Cano empezó a ser movido entre Bogotá y Medellín. Finalmente, llegó al despacho de la jueza sexta de orden público de la capital antioqueña, Myriam Rocío Pérez, quien hizo lo que le correspondía: sindicar al cartel de Medellín. El 18 de septiembre de 1992 corrió la suerte de sus tres escoltas en el mismo atentado: fue asesinada por un escuadrón de sicarios.
En el camino hacia la impunidad, el cartel de Medellín también había detonado un camión bomba contra las instalaciones del diario en septiembre de 1989, y había asesinado a los gerentes administrativos y de circulación del diario en Medellín, Martha Luz López y Miguel Soler. Cuando Pablo Escobar fue abatido por la Policía en la capital de Antioquia en diciembre de 1993, murió sin pagar un día de castigo por el magnicidio de Guillermo Cano ni por ninguno de los otros crímenes asociados al mismo expediente.
En octubre de 1995, un juez penal del circuito condenó a cinco personas por el asesinato de Guillermo Cano. Todos desconocidos y sin capturar. El más notable fue Luis Carlos Molina Yepes, un prestamista de Medellín que en realidad era una especie de banquero personal de Escobar Gaviria y sus hombres. La sentencia fue apelada y el Tribunal Superior de Bogotá, en julio de 1996, le puso punto final al proceso judicial absolviendo a tres de los sindicados, condenando a un cuarto que nunca apareció, y reiterando la orden de captura contra Luis Carlos Molina Yepes.
Un año después, Molina Yepes fue capturado en Bogotá y purgó escasos seis años de cárcel. En el año 2010, la Fiscalía General de la Nación declaró que el asesinato de Guillermo Cano tiene la categoría de crimen de lesa humanidad, por lo cual debe seguir siendo investigado. Desde entonces, la justicia se ha vuelto a ocupar de este caso sin representativos avances. Como hace 26 años, no era necesario que la justicia hiciera muchos esfuerzos para ratificar lo que todo el país supo desde las 7:15 de la noche del 17 de diciembre de 1986, que a Guillermo Cano lo asesinó la mafia.
Cuando redujo la velocidad del vehículo para tomar la Avenida 68 con dirección hacia el norte, un sicario le descargó una ráfaga de ametralladora a quemarropa.
Guillermo Cano perdió el control del automotor y se estrelló contra un poste del alumbrado público ubicado sobre el andén oriental de la avenida. El sonido de los disparos alertó a varios empleados del periódico que acudieron a auxiliarlo y lo condujeron de urgencia a la Clínica de la Caja Nacional de Previsión. Según el parte médico, ingresó en condición de paro cardiorrespiratorio. Fue sometido a un tratamiento de urgencia, pero a las 7:57 dejó de existir por la gravedad de las heridas causadas por ocho proyectiles de bala.
La noticia sacudió las entrañas del país y las reacciones no se hicieron esperar. Esa misma noche, el presidente Virgilio Barco expidió un comunicado a través del cual sindicó sin equívocos al narcotráfico, del que dijo obraba “sin ley, sin moral, sin Dios, sin detenerse ante nada”. Los partidos políticos, las agremiaciones del periodismo, los conglomerados económicos, las centrales obreras o las organizaciones sociales, nadie se quedó sin repudiar el crimen de un auténtico líder de la lucha por la verdad y la libertad.
Al día siguiente, la sociedad le tributó un adiós digno de su coraje. Hacia las 11 de la mañana, en el primer piso de la sede del periódico, el entonces obispo de Pereira, monseñor Darío Castrillón Hoyos ofició una misa a la que concurrieron altos funcionarios del Estado. Cuando concluyó la ceremonia, el cortejo fúnebre emprendió el recorrido entre la sede de El Espectador y el parque cementerio Jardines del Recuerdo, a través del cual centenares de espontáneos transeúntes a los lados de las vías, desde los puentes o en las ventanas de los edificios, no dejaron de batir en silencio pañuelos blancos.
En el curso del día ya estaba tomada la decisión de los medios de comunicación para rechazar la agresión de la mafia: la realización de una jornada de silencio el día viernes 19 de diciembre. Ese día, no hubo periódicos en las calles, las estaciones de radio no emitieron señales, los canales de televisión omitieron su programación cotidiana, ni siquiera las salas de cine abrieron sus puertas. En Bogotá, se realizó una marcha del silencio en la que los periodistas, sin arengas ni comentarios, desfilaron portando brazaletes negros.
Después de la jornada de luto y silencio, mientras el Gobierno ordenaba una ofensiva sin par contra los carteles de la droga, la expectativa del país quedó centrada en que las autoridades pudieran capturar a los asesinos y evitar que la impunidad volviera a abrirse paso. Sin embargo, estaba anunciado que la organización mafiosa liderada por Pablo Escobar Gaviria, no sólo le había asestado un golpe demoledor al periodismo independiente, sino que iba a hacer hasta lo imposible para que el crimen no fuera aclarado.
La evidencia salió a flote pocas semanas después, cuando el poder judicial, a través de la información derivada de la matrícula de la moto desde la cual actuaron los sicarios, logró establecer su identidad, pero de manera tardía. Ambos sujetos fueron asesinados a bala. El autor material del magnicidio, Álvaro García Saldarriaga, apareció muerto en Palmira. El rastro de sus andanzas en Bogotá y Medellín le permitió a las autoridades aclarar el hilo conductor del crimen hasta la mano asesina de Pablo Escobar y sus secuaces.
Después de varias pesquisas y cambios de despacho judicial, el expediente llegó a manos de la jueza Consuelo Sánchez Durán, quien atendiendo las evidencias recopiladas en el caso, no dudó en vincular a la cúpula del cartel de Medellín a la investigación y a ordenar la captura de sus integrantes. Pero esta tarea resultó imposible y en cambio la jueza Sánchez empezó a ser amenazada para que modificara sus conclusiones judiciales. A riesgo de su vida, la funcionaria se mantuvo firme, pero tuvo que salir al exilio.
El tiempo fue pasando con extremas dificultades, no sólo por la lentitud del poder judicial sino porque todo aquel que quiso acercarse al expediente sufrió las consecuencias. Era una época en la que la mafia de Pablo Escobar había ordenado que El Espectador no circulara en Medellín, y cuando podía sus sicarios quemaban los ejemplares que llegaban a la ciudad. El corresponsal del periódico, Carlos Mario Correa, tuvo que refugiarse en una oficina clandestina para poder reportar noticias desde la capital antioqueña.
Casi de manera solitaria, el abogado y periodista Héctor Giraldo Gálvez, recibió el respaldo de la familia Cano para que persistiera en las pesquisas judiciales. Así lo hizo y se convirtió en la mano derecha de la jueza Sánchez Durán para aclarar de dónde había salido el dinero para comprar la moto del asesinato, y quiénes estaban detrás del plan para matar a Guillermo Cano. Desafortunadamente, esta misión le costó la vida. El 29 de febrero de 1989 fue asesinado en Bogotá por los sicarios de Escobar Gaviria.
En ese momento, el expediente había llegado a manos del magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Valencia García, quien cumpliendo con su deber ratificó las decisiones que comprometían al cartel de Medellín en el magnicidio de Guillermo Cano. El 17 de agosto de 1989, 24 horas antes de que fuera asesinado el candidato presidencial Luis Carlos Galán, el magistrado Valencia fue acribillado a tiros minutos después de salir de su despacho en el centro de la ciudad. Una vez más la mafia demostraba que aún después de muerto, ahora perseguía la memoria del periodista.
Como quiera que el gobierno Barco se vio forzado a expedir un severo Estatuto Antiterrorista en 1988 para enfrentar la oleada criminal del narcotráfico, el expediente del asesinato de Guillermo Cano empezó a ser movido entre Bogotá y Medellín. Finalmente, llegó al despacho de la jueza sexta de orden público de la capital antioqueña, Myriam Rocío Pérez, quien hizo lo que le correspondía: sindicar al cartel de Medellín. El 18 de septiembre de 1992 corrió la suerte de sus tres escoltas en el mismo atentado: fue asesinada por un escuadrón de sicarios.
En el camino hacia la impunidad, el cartel de Medellín también había detonado un camión bomba contra las instalaciones del diario en septiembre de 1989, y había asesinado a los gerentes administrativos y de circulación del diario en Medellín, Martha Luz López y Miguel Soler. Cuando Pablo Escobar fue abatido por la Policía en la capital de Antioquia en diciembre de 1993, murió sin pagar un día de castigo por el magnicidio de Guillermo Cano ni por ninguno de los otros crímenes asociados al mismo expediente.
En octubre de 1995, un juez penal del circuito condenó a cinco personas por el asesinato de Guillermo Cano. Todos desconocidos y sin capturar. El más notable fue Luis Carlos Molina Yepes, un prestamista de Medellín que en realidad era una especie de banquero personal de Escobar Gaviria y sus hombres. La sentencia fue apelada y el Tribunal Superior de Bogotá, en julio de 1996, le puso punto final al proceso judicial absolviendo a tres de los sindicados, condenando a un cuarto que nunca apareció, y reiterando la orden de captura contra Luis Carlos Molina Yepes.
Un año después, Molina Yepes fue capturado en Bogotá y purgó escasos seis años de cárcel. En el año 2010, la Fiscalía General de la Nación declaró que el asesinato de Guillermo Cano tiene la categoría de crimen de lesa humanidad, por lo cual debe seguir siendo investigado. Desde entonces, la justicia se ha vuelto a ocupar de este caso sin representativos avances. Como hace 26 años, no era necesario que la justicia hiciera muchos esfuerzos para ratificar lo que todo el país supo desde las 7:15 de la noche del 17 de diciembre de 1986, que a Guillermo Cano lo asesinó la mafia.