25 años de un tiempo de masacres
Hace 25 años, el viernes 4 de marzo de 1988, el paramilitarismo de la casa Castaño demostró hasta dónde era capaz de llegar para cumplir con sus propósitos.
Redacción Ipad
Ese día, hacia la una 1:00 a.m., gritando consignas contra la Unión Patriótica y el Frente Popular, un grupo de unos 30 individuos armados y con sus rostros cubiertos, irrumpió violentamente en la hacienda ‘Honduras’, ubicada en el caserío de Currulao, del municipio de Turbo (Antioquia) y masacró a 17 trabajadores bananeros, a quienes previamente ubicó en una lista que llevaban en sus manos.
Fue el comienzo de una racha sangrienta de matanzas de trabajadores en zonas donde la Unión Patriótica y el Frente Popular habían ganado espacio político. Apenas a nueve días de la primera elección popular de alcaldes que se llevó a cabo el 13 de marzo, la masacre de ‘Honduras’ fue el primer campanazo para los sindicatos agrícolas. Ese mismo día, después de la matanza, los asesinos se desplazaron hasta la finca vecina de ‘La Negra’ y repitieron su acción. 24 horas antes, en Dabeiba (Antioquia), habían sido asesinados un candidato a la Alcaldía y un diputado.
Desde sus primeras incursiones a nombre del grupo autodenominado Muerte a Revolucionarios del Nordeste Antioqueño (MRNA), el paramilitarismo de la casa Castaño, en ese momento encabezado por Fidel Castaño Gil, alias ‘Rambo’, comenzaba a expandir su máquina criminal. Ya era notoria su influencia en las sabanas de Córdoba y se asomaba a la conflictiva región de Urabá. Acusaban a los movimientos políticos Unión Patriótica y al Frente Popular de constituir una base social para la expansión de los grupos guerrilleros de las Farc y del Epl.
La reacción de los trabajadores fue convocar a un paro cívico en la región bananera que integró a unos 22.000 labriegos exigiendo medidas de seguridad para la región e indemnizaciones económicas para las familias de los masacrados. Fueron varios días de protesta, fue necesario que la Gobernación de Antioquia, entonces en cabeza de Fernando Panesso, y la Consejería de Paz, por esa época a cargo de Rafael Pardo Rueda, intervinieran en la región. Además de rodear de garantías el proceso electoral, se prometieron exhaustivas investigaciones para dar con los asesinos.
No obstante, las masacres de ‘Honduras’ y ‘La Negra’ fueron apenas el preámbulo de un año que fue conocido como el año de las matanzas. El domingo 3 de abril de ese mismo 1988, en la vereda Mejor Esquina, situada en el municipio de Buenavista (Córdoba), los asesinos de la casa Castaño regresaron y acribillaron a 36 campesinos. Ese día se celebraba un fandango y en una caseta todo era baile y fiesta. Pero hacia las 10:00 p.m., los encapuchados llegaron disparando a diestra y siniestra. Después seleccionaron otras víctimas a quienes asesinaron con tiros de gracia.
Tras el nuevo episodio de violencia indiscriminada de trabajadores en áreas de influencia de la Unión Patriótica y el Frente Popular, las autoridades en Bogotá se vieron obligadas a sacar de las gavetas judiciales las últimas pesquisas sobre lo que estaba sucediendo al norte de Colombia, y a través del DAS, salió a relucir la cabeza de la ola violenta: Fidel Castaño Gil. Oriundo del municipio de Amalfi (Antioquia), este individuo, a finales de los años 70 apareció de la noche a la mañana en la región de Segovia (Antioquia) y pronto fue notable su influencia en la región.
Comenzó a comprar fincas, se hizo a la propiedad del establecimiento comercial más reconocido del pueblo llamado ‘Bar el minero’, y pronto llegó tras él su familia. Con el tiempo vendría a saberse que el origen de su fortuna estaba asociado al tráfico de estupefacientes. Su destino cambió, así como el de su familia, cuando la guerrilla de las Farc secuestró a su padre Jesús Cataño. Aunque Fidel Castaño alcanzó a pagar un millonario rescate, el cautivo murió secuestrado y tanto alias ‘Rambo’ como sus hermanos tomaron la decisión de combatir a la guerrilla.
Sin embargo, lejos de su captura o su confrontación, después de la matanza de Mejor Esquina, Fidel Castaño y sus encapuchados volvieron a arremeter contra la población civil. El 10 de abril de 1988, a la vereda San Jorge del corregimiento de Nueva Colonia, en Turbo (Antioquia), regresaron los asesinos y secuestraron a 23 labriegos. Horas más tarde nueve de los plagiados fueron encontrados acribillados a tiros. Durante la semana siguiente al secuestro colectivo, en diferentes sitios de la región, fueron apareciendo los cadáveres de los demás.
Como en situaciones similares, la primera reacción del Gobierno de Virgilio Barco fue la militarización de la región. Es más, con facultades de Estado de Sitio, entonces vigente, se creó la llamada Jefatura Militar de Urabá, para tratar de darle institucionalidad a una región tomada por los violentos. La Unión Patriótica, que sólo pretendía sobrevivir y hacer política, calificó lo sucedido como “un golpe de Estado en Urabá”. Y la prueba de que la desprotección de la UP era absoluta fue el asesinato del primer alcalde electo por esta organización en el nordeste antioqueño.
Con una clara advertencia del paramilitarismo de que no iba a permitir la expansión política de la Unión Patriótica en sus áreas de influencia, la primera semana de mayo fue acribillado a tiros en Medellín el recién elegido alcalde popular de Remedios (Antioquia), Elkin de Jesús Martínez Álvarez. Por esos días, corrió la misma suerte el dirigente sindical de Urabá, Moisés Arroyo Miranda. Entre tanto, al otro lado del país, en el departamento del Meta, donde también la Unión Patriótica había ganado espacio electoral, la violencia paramilitar hacía de las suyas.
Por ejemplo, el 3 de julio de 1988, en el sitio conocido como Caño Sibao, a unos 10 kilómetros del municipio de Granada (Meta), un grupo de desconocidos perpetró otra horrenda masacre. En esta ocasión, fueron acribilladas 17 personas que se movilizaban en un vehículo de servicio público hacia el municipio de El Castillo. Esta última localidad era también un fortín electoral de la Unión Patriótica. Se trataba de una violencia indiscriminada que tampoco era inferior a la desplegada por los grupos guerrilleros, ya muy alejados de cualquier opción de paz.
Tarde o temprano se iba a recrudecer la confrontación. Así fue como, en la mañana del martes 23 de agosto, dos frentes de las Farc y dos más del Epl atacaron una base militar ubicada en la localidad de Saiza, en el municipio de Tierralta (Córdoba). Trece militares perdieron la vida y la base fue arrasada por la insurgencia. Además de los militares, murieron doce civiles. 22 uniformados más fueron llevados como prisioneros de guerra. La crisis se volvió a desatar. El Gobierno Barco se vio obligado a adelantar una negociación para regresar a los cautivos.
La venganza del paramilitarismo no se hizo esperar. El martes 30 de agosto de ese fatídico 1988, unos 30 sujetos detuvieron un bus de servicio público que cubría la ruta entre Montería y Arboletes, y obligaron a su conductor a emprender un bárbaro itinerario. La primera estación fue la hacienda ‘Donaire’, donde los encapuchados asesinaron a tiros a seis labriegos. Después llegaron al corregimiento ‘El Tomate’, donde no dejaron una casa en pie. Quince trabajadores fueron asesinados frente a sus familias y el caserío fue incinerado después de perpetrada la matanza.
La última imagen de la masacre de ‘El Tomate’ no pudo ser peor: cuando los asesinos regresaban de arrasar el caserío, por la misma vía por donde llegaron, decidieron prenderle fuego al bus. Pero lo hicieron con el conductor y el propietario del automotor encadenados dentro del vehículo. La violencia paramilitar mostraba su rostro, tan cruento como el que exhibía la guerrilla en su guerra a muerte contra sus antagonistas. La población civil nunca tuvo una oportunidad para ponerse a salvo y el Estado se mostraba impotente y dedicado a repasar estadísticas de víctimas.
En medio de la desesperación, surgió una valiente mujer: la jueza segunda de Orden Público Martha Lucía González. Después de examinar todo lo que estaba sucediendo en Colombia, y atar los cabos sueltos de las masacres en Urabá, Córdoba o el departamento del Meta, tomó una decisión trascendental: expidió órdenes de captura contra un alto número de siniestros personajes, a los cuales sumó varios agentes del Estado que había omitido sus funciones permitiendo que desde las entrañas del Magdalena Medio se gestara la violencia homicida.
La pieza central de su investigación fue constatar que existía un triángulo asesino detrás de las masacres. En uno delos vértices, el capo de capos Pablo Escobar Gaviria. En el otro Gonzalo Rodríguez Gacha. Y en la tercera punta Fidel Castaño Gil. En medio de ellos, el jefe paramilitar Henry Pérez, la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, varias autoridades de Puerto Boyacá y un significativo grupo de oficiales y suboficiales del Ejército y la Policía. Todos unidos con un mismo propósito: cerrarle el paso a cualquier avance político de la izquierda democrática.
A pesar de los hallazgos de la jueza Martha Lucía González, la violencia indiscriminada y masiva de ese 1988 nunca paró. En septiembre fue asesinado el alcalde electo de Vistahermosa (Meta), Julio Cañón López; y dos meses después fue perpetrada la más horrenda masacre de ese tiempo. Al caer de la tarde del viernes 11 de noviembre de 1988, en dos vehículos camperos sin placas llegaron al municipio de Segovia (Antioquia) un grupo de paramilitares, y en poco tiempo dejaron el doloroso saldo de 43 personas muertas y 54 más heridas.
Con toda la razón, el nuevo gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur -asesinado un año después en Medellín-, calificó lo sucedido como “la más vergonzosa manifestación de violencia alguna vez registrada en el departamento”. La razón de la masacre no fue otra que intimidar a un municipio donde las mayorías de la Unión Patriótica habían puesto como alcaldesa a su dirigente Rita Ivonne Tobón. La masacre de Segovia fue la demostración de que la violencia paramilitar ya no tenía límites. La memoria de su gente nunca pudo olvidar ese viernes trágico.
Ese 1988 concluyó en medio de un recuento deplorable. En la mayoría de los medios de comunicación, a la hora de los resúmenes quedó patentado como el año de las masacres. Al país le dejaba los peores niveles de violencia de los últimos tiempos. De manera premonitoria, el entonces dirigente liberal Luis Carlos Galán cerró aquel año con un triste comentario: “el nuevo año 1989 tampoco será muy fácil”. Ocho meses después, con su propia vida daría testimonio de un momento de violencia sin parangón en la vida del país mientras la sociedad trataba de asimilar el avance democrático de la elección popular de alcaldes.
Ese día, hacia la una 1:00 a.m., gritando consignas contra la Unión Patriótica y el Frente Popular, un grupo de unos 30 individuos armados y con sus rostros cubiertos, irrumpió violentamente en la hacienda ‘Honduras’, ubicada en el caserío de Currulao, del municipio de Turbo (Antioquia) y masacró a 17 trabajadores bananeros, a quienes previamente ubicó en una lista que llevaban en sus manos.
Fue el comienzo de una racha sangrienta de matanzas de trabajadores en zonas donde la Unión Patriótica y el Frente Popular habían ganado espacio político. Apenas a nueve días de la primera elección popular de alcaldes que se llevó a cabo el 13 de marzo, la masacre de ‘Honduras’ fue el primer campanazo para los sindicatos agrícolas. Ese mismo día, después de la matanza, los asesinos se desplazaron hasta la finca vecina de ‘La Negra’ y repitieron su acción. 24 horas antes, en Dabeiba (Antioquia), habían sido asesinados un candidato a la Alcaldía y un diputado.
Desde sus primeras incursiones a nombre del grupo autodenominado Muerte a Revolucionarios del Nordeste Antioqueño (MRNA), el paramilitarismo de la casa Castaño, en ese momento encabezado por Fidel Castaño Gil, alias ‘Rambo’, comenzaba a expandir su máquina criminal. Ya era notoria su influencia en las sabanas de Córdoba y se asomaba a la conflictiva región de Urabá. Acusaban a los movimientos políticos Unión Patriótica y al Frente Popular de constituir una base social para la expansión de los grupos guerrilleros de las Farc y del Epl.
La reacción de los trabajadores fue convocar a un paro cívico en la región bananera que integró a unos 22.000 labriegos exigiendo medidas de seguridad para la región e indemnizaciones económicas para las familias de los masacrados. Fueron varios días de protesta, fue necesario que la Gobernación de Antioquia, entonces en cabeza de Fernando Panesso, y la Consejería de Paz, por esa época a cargo de Rafael Pardo Rueda, intervinieran en la región. Además de rodear de garantías el proceso electoral, se prometieron exhaustivas investigaciones para dar con los asesinos.
No obstante, las masacres de ‘Honduras’ y ‘La Negra’ fueron apenas el preámbulo de un año que fue conocido como el año de las matanzas. El domingo 3 de abril de ese mismo 1988, en la vereda Mejor Esquina, situada en el municipio de Buenavista (Córdoba), los asesinos de la casa Castaño regresaron y acribillaron a 36 campesinos. Ese día se celebraba un fandango y en una caseta todo era baile y fiesta. Pero hacia las 10:00 p.m., los encapuchados llegaron disparando a diestra y siniestra. Después seleccionaron otras víctimas a quienes asesinaron con tiros de gracia.
Tras el nuevo episodio de violencia indiscriminada de trabajadores en áreas de influencia de la Unión Patriótica y el Frente Popular, las autoridades en Bogotá se vieron obligadas a sacar de las gavetas judiciales las últimas pesquisas sobre lo que estaba sucediendo al norte de Colombia, y a través del DAS, salió a relucir la cabeza de la ola violenta: Fidel Castaño Gil. Oriundo del municipio de Amalfi (Antioquia), este individuo, a finales de los años 70 apareció de la noche a la mañana en la región de Segovia (Antioquia) y pronto fue notable su influencia en la región.
Comenzó a comprar fincas, se hizo a la propiedad del establecimiento comercial más reconocido del pueblo llamado ‘Bar el minero’, y pronto llegó tras él su familia. Con el tiempo vendría a saberse que el origen de su fortuna estaba asociado al tráfico de estupefacientes. Su destino cambió, así como el de su familia, cuando la guerrilla de las Farc secuestró a su padre Jesús Cataño. Aunque Fidel Castaño alcanzó a pagar un millonario rescate, el cautivo murió secuestrado y tanto alias ‘Rambo’ como sus hermanos tomaron la decisión de combatir a la guerrilla.
Sin embargo, lejos de su captura o su confrontación, después de la matanza de Mejor Esquina, Fidel Castaño y sus encapuchados volvieron a arremeter contra la población civil. El 10 de abril de 1988, a la vereda San Jorge del corregimiento de Nueva Colonia, en Turbo (Antioquia), regresaron los asesinos y secuestraron a 23 labriegos. Horas más tarde nueve de los plagiados fueron encontrados acribillados a tiros. Durante la semana siguiente al secuestro colectivo, en diferentes sitios de la región, fueron apareciendo los cadáveres de los demás.
Como en situaciones similares, la primera reacción del Gobierno de Virgilio Barco fue la militarización de la región. Es más, con facultades de Estado de Sitio, entonces vigente, se creó la llamada Jefatura Militar de Urabá, para tratar de darle institucionalidad a una región tomada por los violentos. La Unión Patriótica, que sólo pretendía sobrevivir y hacer política, calificó lo sucedido como “un golpe de Estado en Urabá”. Y la prueba de que la desprotección de la UP era absoluta fue el asesinato del primer alcalde electo por esta organización en el nordeste antioqueño.
Con una clara advertencia del paramilitarismo de que no iba a permitir la expansión política de la Unión Patriótica en sus áreas de influencia, la primera semana de mayo fue acribillado a tiros en Medellín el recién elegido alcalde popular de Remedios (Antioquia), Elkin de Jesús Martínez Álvarez. Por esos días, corrió la misma suerte el dirigente sindical de Urabá, Moisés Arroyo Miranda. Entre tanto, al otro lado del país, en el departamento del Meta, donde también la Unión Patriótica había ganado espacio electoral, la violencia paramilitar hacía de las suyas.
Por ejemplo, el 3 de julio de 1988, en el sitio conocido como Caño Sibao, a unos 10 kilómetros del municipio de Granada (Meta), un grupo de desconocidos perpetró otra horrenda masacre. En esta ocasión, fueron acribilladas 17 personas que se movilizaban en un vehículo de servicio público hacia el municipio de El Castillo. Esta última localidad era también un fortín electoral de la Unión Patriótica. Se trataba de una violencia indiscriminada que tampoco era inferior a la desplegada por los grupos guerrilleros, ya muy alejados de cualquier opción de paz.
Tarde o temprano se iba a recrudecer la confrontación. Así fue como, en la mañana del martes 23 de agosto, dos frentes de las Farc y dos más del Epl atacaron una base militar ubicada en la localidad de Saiza, en el municipio de Tierralta (Córdoba). Trece militares perdieron la vida y la base fue arrasada por la insurgencia. Además de los militares, murieron doce civiles. 22 uniformados más fueron llevados como prisioneros de guerra. La crisis se volvió a desatar. El Gobierno Barco se vio obligado a adelantar una negociación para regresar a los cautivos.
La venganza del paramilitarismo no se hizo esperar. El martes 30 de agosto de ese fatídico 1988, unos 30 sujetos detuvieron un bus de servicio público que cubría la ruta entre Montería y Arboletes, y obligaron a su conductor a emprender un bárbaro itinerario. La primera estación fue la hacienda ‘Donaire’, donde los encapuchados asesinaron a tiros a seis labriegos. Después llegaron al corregimiento ‘El Tomate’, donde no dejaron una casa en pie. Quince trabajadores fueron asesinados frente a sus familias y el caserío fue incinerado después de perpetrada la matanza.
La última imagen de la masacre de ‘El Tomate’ no pudo ser peor: cuando los asesinos regresaban de arrasar el caserío, por la misma vía por donde llegaron, decidieron prenderle fuego al bus. Pero lo hicieron con el conductor y el propietario del automotor encadenados dentro del vehículo. La violencia paramilitar mostraba su rostro, tan cruento como el que exhibía la guerrilla en su guerra a muerte contra sus antagonistas. La población civil nunca tuvo una oportunidad para ponerse a salvo y el Estado se mostraba impotente y dedicado a repasar estadísticas de víctimas.
En medio de la desesperación, surgió una valiente mujer: la jueza segunda de Orden Público Martha Lucía González. Después de examinar todo lo que estaba sucediendo en Colombia, y atar los cabos sueltos de las masacres en Urabá, Córdoba o el departamento del Meta, tomó una decisión trascendental: expidió órdenes de captura contra un alto número de siniestros personajes, a los cuales sumó varios agentes del Estado que había omitido sus funciones permitiendo que desde las entrañas del Magdalena Medio se gestara la violencia homicida.
La pieza central de su investigación fue constatar que existía un triángulo asesino detrás de las masacres. En uno delos vértices, el capo de capos Pablo Escobar Gaviria. En el otro Gonzalo Rodríguez Gacha. Y en la tercera punta Fidel Castaño Gil. En medio de ellos, el jefe paramilitar Henry Pérez, la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, varias autoridades de Puerto Boyacá y un significativo grupo de oficiales y suboficiales del Ejército y la Policía. Todos unidos con un mismo propósito: cerrarle el paso a cualquier avance político de la izquierda democrática.
A pesar de los hallazgos de la jueza Martha Lucía González, la violencia indiscriminada y masiva de ese 1988 nunca paró. En septiembre fue asesinado el alcalde electo de Vistahermosa (Meta), Julio Cañón López; y dos meses después fue perpetrada la más horrenda masacre de ese tiempo. Al caer de la tarde del viernes 11 de noviembre de 1988, en dos vehículos camperos sin placas llegaron al municipio de Segovia (Antioquia) un grupo de paramilitares, y en poco tiempo dejaron el doloroso saldo de 43 personas muertas y 54 más heridas.
Con toda la razón, el nuevo gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur -asesinado un año después en Medellín-, calificó lo sucedido como “la más vergonzosa manifestación de violencia alguna vez registrada en el departamento”. La razón de la masacre no fue otra que intimidar a un municipio donde las mayorías de la Unión Patriótica habían puesto como alcaldesa a su dirigente Rita Ivonne Tobón. La masacre de Segovia fue la demostración de que la violencia paramilitar ya no tenía límites. La memoria de su gente nunca pudo olvidar ese viernes trágico.
Ese 1988 concluyó en medio de un recuento deplorable. En la mayoría de los medios de comunicación, a la hora de los resúmenes quedó patentado como el año de las masacres. Al país le dejaba los peores niveles de violencia de los últimos tiempos. De manera premonitoria, el entonces dirigente liberal Luis Carlos Galán cerró aquel año con un triste comentario: “el nuevo año 1989 tampoco será muy fácil”. Ocho meses después, con su propia vida daría testimonio de un momento de violencia sin parangón en la vida del país mientras la sociedad trataba de asimilar el avance democrático de la elección popular de alcaldes.