Atentado a La Macarena: sobreviví a la bomba del cartel de Medellín y sigo cantando
Danilo Jiménez era el director de la banda Marco Fidel Suárez. En 1991, él y su familia sobrevivieron a la bomba de La Macarena. La música los salvó y todavía los mantiene unidos.
Valentina Arango Correa
Danilo Jiménez perdió todo, menos su sensibilidad por la música. Comienza a cantar. Así se le olvide la letra de las canciones, recuerda el ritmo, el instrumento, el tono y la nota. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”, dice tarareando ese famoso tango de Carlos Gardel. Sus ojos casi se cierran también. El 16 de febrero de 1991, al finalizar una tocada de su banda, la Marco Fidel Suárez de Bello (Antioquia), en una corrida de toros de la Plaza La Macarena en Medellín, cientos de kilos de dinamita estallaron dentro de un carro Mazda debajo del puente de la Avenida San Juan. Danilo perdió a tres de sus músicos, su esposa quedó gravemente herida. Y él, aunque perdió la masa encefálica del lado izquierdo de su cerebro, recuerda perfectamente cómo se toca el tambor. Tan, tan, tararán. “La música me salvó”, dice.
(En contexto: Hace 30 años murió un victimario, pero quienes importan son sus víctimas)
Desde 1944, al norte del Valle de Aburrá, el papá de Danilo fundó la banda para entonar porros y corridos. Más de 70 años de tradición familiar que tuvieron su esplendor en los años 80. Durante esa época, a la familia no le faltaba nada. Ni los estrén para los niños, la lonchera, los útiles para la escuela. Danilo y sus dos hijos, Juan Fernando y Paula, dicen que lo tenían todo: comida, trabajo, salud. Mucha gente con plata, según cuentan, los invitaban a tocar en sus fincas. A las corridas de toros siempre iban a la fija, eran casi como la banda oficial para animar a los espectadores de La Macarena, o cuando viajaban por otras ciudades a reinados de belleza. También llegaban hasta los remataderos, esas casetas enormes que son centro de la vida nocturna paisa. Su música también salvó a otros, incluso de la sobriedad, pues ambientaban tanto borracheras como eventos familiares.
Esos eventos se convirtieron en álbumes llenos de fotografías guardadas en los armarios familiares de una pequeña casa en el barrio Belén. Dentro de las carpetas de recuerdos de la banda se mezclan los informes médicos ya medio deteriorados. Los reportes de las consecuencias de la tragedia sobre sus cuerpos. Juan Fernando Jiménez, el hijo mayor de la familia y quien se dedicó también a la música, recuerda que ese día él estuvo con sus padres. Pero salió antes de la plaza. “Me fui para la casa. Cuando llegué, se oyó un estruendo muy grande. Sabíamos que era una bomba. Yo me devolví cuando supe que fue allá. Donde había dejado a mi familia, ya era como un campo de batalla. Había muertos, heridos, policía, bomberos, fuego. Otro mundo. Solamente encontré un zapato de mi mamá. A ellos los encontré después en distintos hospitales”, describe el músico.
(Le recomendamos leer: Cartel de Medellín contra El Espectador: el capitán del barco que no pudieron hundir)
Dicen en la ciudad, como un rumor, que la bomba tuvo la intensión de asesinar masivamente a policías del antiguo F-2. Aunque muchos de los 26 muertos fueron agentes de inteligencia, músicos y civiles como Absalón Alzate, Bertulfo Rincón y Arturo Tobón, miembros de la banda, también fallecieron a causa de la explosión. Los que sobrevivieron, como don Danilo y su esposa, quien murió en junio de 2007, les tocó empezar de cero. Un tío se encargó de ayudar económicamente a la familia para que los muchachos estudiaran.
(Lea también: En su memoria: 661 víctimas de un taquillero criminal que es mejor ni mencionar)
Ya sin trabajo en la música, Danilo tuvo que aprender, de nuevo, a escribir, a leer, a coger los cubiertos y hablar. Pero saber tocar el tambor nunca se le borró. El eco de la dinamita ya lo olvidó y ahora su voz es la percusión. Golpea una baqueta sobre el parche del instrumento que todavía conserva la marca del nombre de la banda. Durante estos años, su hija se dedicó a representar a la agrupación. Hace poco viajaron a otros países con una obra de teatro que homenajeaba a las víctimas del narcotráfico en la ciudad. “Aunque nosotros sabíamos quién había puesto la bomba, interiormente hicimos un perdón muy grande. Cuando lo mataron y todo, nunca hicimos fiesta. Nosotros seguimos nuestra vida y nos unimos más para seguir adelante”, concluye Juan Fernando.
(Le podría interesar: Bomba al avión de Avianca: historia de una viuda 30 años después del acto terrorista)
Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.
Danilo Jiménez perdió todo, menos su sensibilidad por la música. Comienza a cantar. Así se le olvide la letra de las canciones, recuerda el ritmo, el instrumento, el tono y la nota. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”, dice tarareando ese famoso tango de Carlos Gardel. Sus ojos casi se cierran también. El 16 de febrero de 1991, al finalizar una tocada de su banda, la Marco Fidel Suárez de Bello (Antioquia), en una corrida de toros de la Plaza La Macarena en Medellín, cientos de kilos de dinamita estallaron dentro de un carro Mazda debajo del puente de la Avenida San Juan. Danilo perdió a tres de sus músicos, su esposa quedó gravemente herida. Y él, aunque perdió la masa encefálica del lado izquierdo de su cerebro, recuerda perfectamente cómo se toca el tambor. Tan, tan, tararán. “La música me salvó”, dice.
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Desde 1944, al norte del Valle de Aburrá, el papá de Danilo fundó la banda para entonar porros y corridos. Más de 70 años de tradición familiar que tuvieron su esplendor en los años 80. Durante esa época, a la familia no le faltaba nada. Ni los estrén para los niños, la lonchera, los útiles para la escuela. Danilo y sus dos hijos, Juan Fernando y Paula, dicen que lo tenían todo: comida, trabajo, salud. Mucha gente con plata, según cuentan, los invitaban a tocar en sus fincas. A las corridas de toros siempre iban a la fija, eran casi como la banda oficial para animar a los espectadores de La Macarena, o cuando viajaban por otras ciudades a reinados de belleza. También llegaban hasta los remataderos, esas casetas enormes que son centro de la vida nocturna paisa. Su música también salvó a otros, incluso de la sobriedad, pues ambientaban tanto borracheras como eventos familiares.
Esos eventos se convirtieron en álbumes llenos de fotografías guardadas en los armarios familiares de una pequeña casa en el barrio Belén. Dentro de las carpetas de recuerdos de la banda se mezclan los informes médicos ya medio deteriorados. Los reportes de las consecuencias de la tragedia sobre sus cuerpos. Juan Fernando Jiménez, el hijo mayor de la familia y quien se dedicó también a la música, recuerda que ese día él estuvo con sus padres. Pero salió antes de la plaza. “Me fui para la casa. Cuando llegué, se oyó un estruendo muy grande. Sabíamos que era una bomba. Yo me devolví cuando supe que fue allá. Donde había dejado a mi familia, ya era como un campo de batalla. Había muertos, heridos, policía, bomberos, fuego. Otro mundo. Solamente encontré un zapato de mi mamá. A ellos los encontré después en distintos hospitales”, describe el músico.
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Ya sin trabajo en la música, Danilo tuvo que aprender, de nuevo, a escribir, a leer, a coger los cubiertos y hablar. Pero saber tocar el tambor nunca se le borró. El eco de la dinamita ya lo olvidó y ahora su voz es la percusión. Golpea una baqueta sobre el parche del instrumento que todavía conserva la marca del nombre de la banda. Durante estos años, su hija se dedicó a representar a la agrupación. Hace poco viajaron a otros países con una obra de teatro que homenajeaba a las víctimas del narcotráfico en la ciudad. “Aunque nosotros sabíamos quién había puesto la bomba, interiormente hicimos un perdón muy grande. Cuando lo mataron y todo, nunca hicimos fiesta. Nosotros seguimos nuestra vida y nos unimos más para seguir adelante”, concluye Juan Fernando.
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